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Las Redes Oscuras (capítulo 27): Los dos soles

El tiempo, qué será el tiempo, se pregunta Grobieth mientras avanza con pasos largos y apresurados, esos que molestan tanto a sus amigos pues dicen, que nunca logran alcanzarlo al caminar. Va tarde, por más rápido que avance no será mucho tiempo el que logre ahorrar. Imagina dos soles en perpetuo movimiento, orbitando un tercer astro lejano, negro e inmóvil, magno y eterno. ¿Qué será el tiempo? Se pregunta una vez más, consternado. Ojalá pudiera no plantearse esas preguntas, pero su mente es un caballo indómito que piensa lo que quiere, no lo que le gustaría. ¿Por qué hay segundos que se sienten eternos? ¿Qué significarán los minutos? ¿Por qué pesarán tanto las horas? ¿Por qué los años causan tanto daño?

Rodrik debe estar molesto, ¿y qué podía hacer él? Que se enoje si quiere, que se joda si se le antoja. El resto eran más pacientes. La jornada había sido entretenida y demandante, más de lo que habría esperado para el último viernes del mes en la cosecha de pompuelos. Demasiados accidentes, demasiados reportes, demasiadas reuniones, cosas que poco le importaban, sólo le interesaban las plantas, concretamente su crecimiento, incluso más que la cosecha. Vendrían tiempos duros si para el invierno no conseguían el objetivo trazado por los regidores del Emperador Kruzak, quien estaba tenso por el cese de comercio con los reyes hermanos, que se habían enfrascado en una guerra infantil e inútil que hacía sangrar a todo el continente. Los enanos tenían la sangre testaruda y dura como si en vez de líquido fuera roca fina y espesa lo que les avanza por las venas. Algunos preferían morir de hambre a comerciar con los enanos de Ab’dendriel, habría otros más sensatos que sucumbirían después de tres semanas de ayuno. Si no cumplían sus objetivos, los hijos de la Madre la pasarían mal, muy mal. Finalmente, entre esos pensamientos desubicados se acercó por fin a la boca del túnel. Dio un último giro en la curva donde comenzaba un pasillo que llevaría la escalera de ascenso y se aflojó las muñequeras de cuero pesado. Dos manos, dos pies, dos ojos, dos orejas y sólo una boca. La luz de la tarde se asomaba discretamente por el túnel, por fin sintió una brisa de aire fresco. Era lo más complicado de las minas, respirar el aire, adulterado por los vapores subterráneos que a veces disfrutaba y otras veces le causaban repulsión, nunca supo explicar bien a qué se debía. A veces pasaba tanto tiempo en los túneles profundos que había minutos que se sentían como horas. Y los tenía que soportar en silencio, aguantando minutos eternos. Secreto bien guardado de sus hermanos. En cambio, el aire fresco no lo hartaba, sentía como si bebiera tragos de agua fría, era feliz de tener la casa que tenían él y su esposa Faba en la colina, que, aunque estaba fuera de la capa de roca de la Gran Madre, seguían bajo su manto y protección. Además, vivir en la superficie la daba la opción de plantar otro tipo de cosechas, y así fue como se interesó y aprendió las bases de lo que más tarde sería su más grande proyecto, uno que les había ocultado a sus hermanas, a sus padres, pero no a su esposa, que a esta hora ya debía estar esperándolo en casa, con un plato esperando a ser servido.

Una persona lo adelantó, se trataba de Fárax, la encargada de los almacenes del campo de cultivo. Se interpuso bruscamente entre él y la salida del túnel, con una actitud pedante pero medida meticulosamente.

Grobieth clavó sus ojos esos dos lentes, gruesos y rayados, no comprendía cómo alguien lograba ver a través del armatoste.

—Señor —dijo muy fufuruba—, el día de hoy le dejé una carta en su oficina ¿tuvo oportunidad de leerla? Lo que pasa es que me gustaría solicitar el trebulador ricósprico del Emperador para desintegrar los fiómedos del túnel K47c. Los pompuelos sinómedes están quince porciento…

Él no encontró lugar en su boca para la mentira ni para el tacto. Era una mujer propensa al conflicto y a armar líos entre sus subordinados, pero responsable y ordenada. Por eso la había elegido. No le agradaba, pero la respetaba inmensamente.

—Me dejaste diez folios —la interrumpió—. Leí dos renglones del primero y con eso me bastó para darme cuenta de lo que pretendes hacer. Que sea la última vez que haces eso —su voz era modulada, intentaba no mostrar ni enojo ni enfado, ni importancia o violencia, quería expresarse correcta y concretamente, nada más.

Y a pesar de sus esfuerzos, ella quedó boquiabierta, sorprendida, con cara de indignación.

—No sé qué me solicitas o si requieres permiso para hacer algo, y tampoco me interesa. Te di el puesto porque confío en ti y en tus decisiones. Tu oficina se abrió porque yo no quiero y no tengo tiempo de lidiar con los problemas que le corresponden a ese cargo. Necesito que confíes en ti y no me des ninguna explicación. Si te equivocas, responsabilízate de tus errores y aprende, pero hazlo de una vez. –Avanzó, esquivándola y por fin salió a la luz. Sin querer miró hacia el poniente, vio los dos soles, acercándose peligrosamente al horizonte, anunciando que pronto llegará la oscuridad. —Espero que el lunes me entregues un reporte de qué decisiones tomaste y no una petición indirecta para que asuma tus responsabilidades. Ya vete a descansar.

—¿Es una orden?

Grobieth no respondió y siguió caminando.

Entregó su equipo en la caseta del viejo Dorkik, un anciano con una barba tan grande y enmarañada que seguramente albergaba unos cuantos animales viviendo en ella. Era fuerte y malhumorado, pero con un sentido del humor tan ácido que podía corroer la piedra contándole chistes. La roca gris en la que habían gravado viejos anuncios estaba sucia y con terrones que seguro se habían creado durante años de evitar activamente limpiar la caseta. Miró el escudo que colgaba detrás de la silla del viejo. Era una pieza antigua pero bella, debía tener al menos cincuenta años. Roble con acero. En el centro la figura del martillo dorado que tanto enorgullecía a los suyos. Quizá, sólo quizá, todavía estaba lo suficientemente entera como para resistir la embestida de un orco, o de un minotauro, o de un cíclope ¿Sería capaz de…? Imaginó a la araña gigante asomándose detrás de un recoveco en lo profundo de las minas. Grobieth nunca había visto una viva, pero sí el cadáver de una, de una y de doce enanos que había asesinado antes de caer derrotada. Hacía cinco años pasó la última tragedia relacionada a ellas, un grupo de exploradores de minas cayeron accidentalmente a un nido subterráneo de estas criaturas. Nueve llegaron, nueve murieron. Quince soldados enanos intentaron acabar con ella, sólo tres sobrevivieron. Llevaron los cadáveres a los salones para rendir tributo a los muertos y para que el resto de los enanos las identificara. El cadáver del arácnido era enorme incluso para él, cuando escuchaba hablar a los profesores de estas arañas él imaginaba que serían grandes para los enanos, pero cuando se sintió chico en comparación a las patas del animal se le heló la sangre. Por un momento pensó en preguntarle a Dorkik cómo había sido el combate con la araña, pero se arrepintió en el último momento.

—¿Ya te vas, muchacho? Cuando yo tenía tu edad trabajaba hasta media noche, nada me detenía. —Dijo el enano, con un cigarrillo quemándole los bigotes sin molestarlo siquiera.

—Ya es hora, mi esposa me espera en casa —dijo, quitándose el resto de protección. Las rodilleras y botas de acero. Los guantes de piel de gusádrido y el casco. El vigía los puso en un compartimiento especial, donde guardaba el equipo de Grobieth, que no podía compartir con el resto de los enanos por evidentes razones. —Es todo por la semana. Descansa, Dorkik.

Le lanzó una moneda de oro que Dorkik alcanzó a tomar en el aire. El viejo rio y se golpeó la panza con su única mano.

—¡Yo descanso mientras trabajo! El fin de semana lo aprovecho bebiendo y escalando, hasta caer rendido.

Era cierto. Los enanos practicaban un deporte curioso, la escalada emborrachada, una costumbre aparentemente milenaria, casi tanto como la jornada intoxicada, tradición que sencillamente se basaba en trabajar ebrio, tan ebrio como sea posible. Grobieth prefería no beber durante el trabajo ni cuando escalaba la Gran Madre, pero los enanos parecía que entre más borrachos estuvieran más ágiles, fuertes y resistentes eran. Lo único desagradable de esa costumbre exclusiva de los enanos y humanos, a quienes, por cierto, el licor parecía afectarles de una manera diferente, es que casi siempre termina en pleito. Beber facilita las rencillas entre trabajadores y los enanos no conocen límites al momento de una batalla de borrachos. No era infrecuente que se asesinaran entre ellos, y aunque las leyes eran más menos severas cuando el conflicto se daba entre dos ebrios, la verdad es que no le gustaba perder elementos valiosos, amigos y hasta…

—Eres un impuntual de mierda —le dijo Rodrik, con una mirada furiosa, ardiente y casi violenta. Sus dos ojos cafés se clavaron en Grobieth. Se levantó frente a él y lo miró desafiante desde abajo. El resto del equipo alzó los ojos y no dijeron nada al recién llegado. Rodrik se había dejado crecer el pelo en el centro de su cabeza, como una crin de caballo, que además había teñido de púrpura. Su piel morena y quemada del cráneo eran amenazantes. Pero Grobieth lo miraba sin aparentar preocupación, sino un hartazgo agresivo.

—Si tienes mucho qué hacer ya te hubieras largado, cara de mierda. No tengo por qué darte ninguna explicación.

El enano lo empujó con una fuerza impresionante, sintió sus órganos comprimiéndose tras el placaje ¿cómo la fuerza de un toro adulto podía caber en un cuerpo así de pequeño? Grobieth tuvo que asirse fuerte del piso para no caer de nalgas. Pero de inmediato se incorporó y saltó sobre el enano, quien bloqueó su patada con los antebrazos, era como patear una pared de ladrillo. Rodrik se carcajeó y lo tomó de los pies con la intención de azotarlo contra el piso. Pero Grobieth tenía una jugada nueva, una que se le había ocurrido cuando vio peleando a dos de cosechadores. Tensó su cuerpo y se dobló, valiéndose del impulso del enano y le soltó un manotazo pleno contra la calva de Rodrik, con tanto estruendo que resonó hueco el cráneo del enano, quien quedó aturdido y terminó soltándolo. Grobieth cayó de espaldas y cuando intentó levantarse sintió cómo si un clavo se le hubiera enterrado en la muñeca. Maldijo para sí mismo, seguro se había roto uno o dos huesos, pero se levantó, disimulando el dolor, no quería que Rodrik se diera cuenta. El enano yacía en el piso, completamente inconsciente. Grobieth se acercó a él, primero lo movió con una de sus botas y no obtuvo respuesta, se inclinó hacia él y le pasó su mano sana por el rostro. De pronto el enano abrió los ojos y una macabra carcajada se formó en su boca, lo tomó de la muñeca y lo hizo rodar. El enano terminó encima de él y soltó dos puñetazos macabros contra Grobieth.

—¡Ja! ¡Te rompí la mano con mi cráneo! Eres un debilucho.

Dicho esto, le propinó tres puñetazos en la quijada, bien dados. Usó toda su fuerza, hubiera sido una falta de respeto contenerse. Rodrik se estaba volviendo increíblemente fuerte. Si seguían así en un par de años de verdad lo mataría de un golpe descontrolado. El enano continuó riéndose, se levantó jadeante y tras escupir dos dientes lo miró de reojo, burlándose de él, de lo patético que debía verse completamente azotado contra el piso. Le ofreció una mano para ayudarlo y Grobieth la aceptó, mareado.

—Eres un bastardo muy fuerte —la risa apenas dejaba entenderlo—, pero no compares tus huesos con la pura sangre de un enano, y menos con los de mi familia. El cráneo de los Sputnik es más duro que cualquier yunque. Ven, déjame ver eso. —Cuando el enano le apretó la muñeca sintió la necesidad de gritar, pero reprimió el sonido, no le daría el gusto de escucharlo. —Bah, cualquier sanador te lo reparará en una o dos horas, menos de lo que nos hiciste esperarte, maldito impuntual.

Rodrik era fuerte y muy impulsivo, ellos dos peleaban a puños varias veces al año, pero nunca con verdadero coraje, sino como una suerte de medición del progreso de la fuerza de cada uno. Ambos se veían muy poco, pues su amigo era un artífice hidráulico y su trabajo consistía en asegurar el bombeo de entrada y salida de fluidos a la Gran Madre, empleo que lo absorbía ocho días a la semana, que volvería loco a cualquier humano, pero nunca a un enano borracho, malhumorado y con un talento especial para corregir a martillazos el rumbo de la vida, que según dice, fluye como el agua. Como la que baja de las montañas, le dijo una vez, siempre de arriba para abajo. Grobieth nunca olvidaría esas palabras, no sabía por qué, pero resonaban con su forma de ver la vida. Imaginó dos ríos que pasaban a su lado, uno a la izquierda otro a la derecha. Ambos tenían caudales similares, pero trazos casi antagónicos. Una rápida subida de corriente lo inquietó. De repente abrió los ojos, se había desmayado. Su amigo lo miraba con atención, pero sin decir palabra. Guardó su secreto, su debilidad.

—¿Ya terminaron de jugar? —Preguntó Zandrak, la enana más enojona que Grobieth había tenido el gusto de conocer, sólo después, tuvo que reconocer, de su esposa. Habían sido amigos desde que eran unos niños, solitarios cada uno a su manera, pero su amistad se basaba en un principio comprendido por los dos: la nula intervención y una profunda curiosidad por las obsesiones del otro. —Sólo para recordarles que vamos cuatro horas tarde.

Mierda, pensó Grobieth. Era cierto. Si se daban prisa él probablemente llegaría a casa a la media noche, Haba estaría enojadísima con él. Le había dicho que tenía algo muy importante qué platicar, pero que necesitaba toda su atención. Grobieth ya lo sabía, Haba llevaba años buscando una casa dentro de la gran Madre y sospechaba que por fin la había conseguido. Era una sensación agridulce, ella no había nacido ahí, debería de sentirse incómoda o extraña al vivir dentro de la montaña, pero siempre se mostró interesada, decía que le parecía mejor, y la verdad es que fuera de los incidentes que habían tenido cuando era niño, los enanos eran amables con aquellos que consideraban dignos de vivir entre ellos, y si bien había rituales que le correspondían a la sangre más pura de esa raza, eran bastante abiertos con todo aquel que estuviera dispuesto a vivir bajo sus costumbres, normas y reglamentos. Sin embargo, el celo residía ahí, siempre en la comunidad. Grobieth no parecía un enano, y ciertamente no lo era, al menos nadie lo tomaría por uno basándose únicamente en su apariencia, pero de alguna otra manera sus costumbres eran enanas, su educación, su entrenamiento y hasta su filosofía pertenecían a la piedra, a las profundidades de la gran montaña. Daría su vida sin dudarlo para salvaguardar el bienestar de su gente. Los amaba porque no tenía nada más que admiración por los enanos, de peculiar forma lo habían recibido como una anormalidad, pero una anormalidad extrañamente enana. Decirle extranjero, señalarlo frente a todos y traerlo frecuentemente al tema de discusión era sencillamente una forma de abrazarlo entre la gente. No había un enano que lo conociera que pudiera dudar de la naturaleza de Grobieth, siendo este un extraño, pero con la sangre de enano. Un extranjero oriundo. Así se sentía dentro de la Gran Montaña, un hermano más. Definiciones que orbitan en una extraña contradicción oximorónica, si quieren llamarlo así, pero al fin y al cabo los caminos de la vida no conocen límites o lógica, y menos entre enanos.

Caminaron casi seis kilómetros ya de noche, los cinco habían tenido una semana llena de ocupaciones. Se veían muy poco, tenían poca posibilidades de emplear tiempo para su obra maestra, y mucho menos para estar los cinco en cada una de las reuniones. Se acercaron a la colina, que había sido planeada cuidadosamente por los cinco desde hacía casi cuatro años. En un devenir de planos secretos, circuitos zircónicos, trazo de canaletas de nutrición que rayaban en la ciencia ficción y una serie de plantas modificadas nuclearmente para comportarse como hormigas, creciendo exactamente como se les indicó en el código.

Lebel, el enano menor de todos, pero que tenía una habilidad inigualable para el trazo de túneles tridimensional informó que la sonda pirástica había arrojado resultados correctos con un ochenta y cuatro por ciento de efectividad. Grobieth por primera vez se sintió abrumado. Ochenta y cuatro parecía un número maravillosamente alto, el mayor de todas sus expectativas cuando comenzaron el trazo de la red de hongos en papel, hacía ya casi siete años.

—Ese es el mejor número que podíamos pedir —afirmó Zandrak, quien había hecho los cálculos matemáticos una infinidad de veces. —Nada en la vida es seguro, y eso lo sabemos muy bien todos. Podríamos esperar otro año para aumentar las posibilidades a ochenta y cinco, como máximo, pero siempre está la probabilidad de fallo. Yo digo que lo hagamos de una vez ¿o no hay huevos?

Claro que había huevos, los cuatro tenían, menos Zandrak. Ella siempre se había mostrado reservada y cauta ¿qué bicho le había picado? Era una loma alta, bastante bonita, si el experimento salía mal esa loma estallaría en mil pedazos y su secreto saldría a la luz, lo que sin duda sería el peor de los escenarios, que les acarrearía implicaciones legales que ninguno se había tomado la osadía de investigar. Lebel dijo que para él el próximo año sería peor, porque esperaba una sequía inaudita y la posibilidad de que su camino de hongos se estropeara era muy alta. Eso crispó a Zandrak, quien repitió:

—¿Hay huevos —y añadió con inaudita mordacidad— o sólo gallinas?

Rodrik no dijo nada, tenía la mirada perdida, a veces caminaba sonriendo por unos segundos y se sacudía para volver en sí. Quizá el manotazo que Grobieth parecía hacer efecto después de todo. A él no le había dejado de punzar la mano en cada momento, tres veces recitó un conjuro para sanar su herida, pero era demasiado profunda, muy compleja como para sanarla por sí solo. Zandrak le pasó unas hojas de sauce disimuladamente que tras masticarlas pudo por fin calmar su dolor, pero no había desaparecido, sólo había dejado de ser insoportable.

Haziek, el enano más callado del grupo de cinco, que había facilitado el experimento y también donó casi la mitad de los recursos del proyecto, dijo que no estaba dispuesto a esperar un año más, si esto funcionaba que era mejor hacerlo esta noche, y que si no lo hacían el fondo de recursos había terminado. Detalle que nunca había mencionado, una inquietud anormal alertó a Grobieth, quien se dejó de sentir emocionado, miró a Rodrik a los ojos y después se acercó y le dijo en voz baja que lo siguiera. Se alejaron del grupo. Rodrik se enteró que los padres de Haziek, quienes eran los verdaderos fondeadores del proyecto, habían caído en un espiral malo con sus negocios, el comercio, la ruta de Carlin estaba bloqueada cada vez por más alimañas, orcos, mercenarios, soldados de un bando, del otro, era una ruta que ya no podía usarse, Thais compraba poco material por los costos de la guerra que había terminado recién, y al parecer Haziek veía en este proyecto la posibilidad de devolver lo que sus padres habían invertido y salvarlos de la ruina, puesto que si este proyecto llegaba a buen puerto no sólo se harían ricos hasta los tataranietos, sino que podrían eficientizar el proceso de minado y el reino de Kazordoon se podría expandir, minar y conseguir los materiales a un ritmo que su civilización nunca había experimentado.

—Eso si funciona —aclaró Grobieth.

—Y si no funciona nos morimos.

Una ruleta mortal. Una ruleta enana.

—Si vamos a hacerlo hay que hacerlo ya —dijo Lebel, sacando unas herramientas de una cartera de cuero. Se acercó al cuadro donde había plantado la primera espora, tras darle las instrucciones de crecimiento hacía ya tres benditos años. —¿Quién quiere el honor? —preguntó humildemente, elevando un mechero de frumio, los cuatro restantes se miraron unos a otros. Sandrak fue la primera en retirarse, dijo que no le interesaba, Rodrik y Grobieth fueron los próximos, Haziek aceptó alegremente el mechero. Lebel le mostró exactamente dónde debería percutir para comenzar la ignición. —De verdad. Hazlo con cuidado. Cuenta hasta diez después de que se haya transmitido el mensaje térmico, de ahí a la explosión encetenaria pasarán sesenta y cuatro segundos. ¿O me equivoco, Sandrak?

—Aproximadamente 64.34 segundos, pero es mejor no fiarnos en las milésimas de segundo. Si no implota en ese segundo será el doble del primero y si no, el triple ¿Entiendes? Ay, olvídalo. Lo enciendes y te alejas. A cincuenta metros es muy difícil que nos afecte el vacío, pero a menos de veinte es mortal. Haziek, ¿te parece bien si mejor cuento yo? —Preguntó honestamente, sacando un reloj de arena de su pechera.

—Contemos los dos —Haziek se veía emocionado. Como si ignorara lo peligroso que era estar expuesto una milésima de segundo al vacío generativo que ocurriría cuando los hongos alcanzaran el punto crítico.

—No hagas estupideces —dijo Grobieth con una voz pesada—, no permitas que te gane la emoción. Concéntrate.

—Le dije al humano que los enanos de pura sangre podemos contar borrachos y dormidos mucho mejor de lo que ellos lo pueden hacer en la flor de la juventud. No me hagas quedar mal, Haziek.

—Descuiden todos, estoy contento de ser yo quien encienda la primera implosión de nuestro imperio. No niego que estoy emocionado, pero vamos a hacerlo. Que comience el espectáculo.

Esa solemnidad no caracterizaba a ninguno de los otros cuatro, cada uno se había unido al proyecto no por dinero ni por fama ni reconocimiento ni siquiera para elevar la gloria del imperio, sino porque la idea era excelente y juntos formaban un equipo formidable.

Heziak acercó el mechero a la marca y comenzó la cuenta, la larga cuenta. Observó cómo después de los treinta segundos la superficie del hongo tomaba un color esmeralda, bastante hipnótico, luego comenzó a vibrar y el sonido era débil como el aleteo de un mosquito, pero se fue intensificando. A los cincuenta brillaba como una llama azul en la noche, a los sesenta y cuatro adquirió un amarillo pálido, como el del sol y el sonido era profundo, como un eco subterráneo. Y Sandrak le dijo que corriera. Heziek se alejó a toda velocidad, sosteniendo su capucha con una mano. Saltó a la trinchera que habían preparado y la explosión no llegó.

—Ochenta y cuatro, si no explota en el segundo sesenta y cuatro será hasta el 128, pero démosle tiempo. —Dijo Sandrak, revisando sus cálculos en los cientos de folios que cargaba a todos lados.

—Voy a ver qué pasa —dijo Heziek, cuando se impacientó en el segundo trescientos, estaba seguro de que había hecho las cosas bien. Había impactado donde quería.

—No, no vayas. —Dijeron todos, pero Haziek no hizo caso. Se acercó al mismo tiempo que Sandrak hacía una y otra vez, borraba y sumaba, calculaba.

—¡No vayas! —Gritó Rodrik, pero Haziek seguramente no escuchó lo que había dicho la matemática antes de que el aire alrededor de ellos se esfumara, uniéndose todo hacia la boca de la nueva cueva, tragándolo como si nada fuera. Fue como el aire se precipitara al espacio que había dejado el hongo tras la implosión. Haziek entendió que había comedio un terrible error y trató de saltar, por poco es arrastrado como una hoja en un tifón, se asió a una piedra incrustada en la loma con un brazo, con el único que le quedaba.

Pasaron segundos que se sintieron como horas. Silencio total. Y de un momento a otro, se volvió a escuchar el sonido del viento. El túnel estaba formado. Haziek estaba sangrando a la entrada, los chorros de sangre rápidamente se mezclaron con el suelo lodoso y formaron barro carmesí. Ninguno de ellos tenía el poder de curarlo, así que Grobieth se lo echó al lomo y corrió con esas detestadas zancadas rumbo a Kazordoon.

Llegó en un tiempo récord. Haziek se había desmayado durante el camino, y cuando lo llevó al hospital todos los enanos se le quedaron viendo como si hubiera estado el mismo diablo frente a ellos. Tenía el cuerpo moreteado, y Haziek, el famosos Haziek Lestat, moribundo a sus espaldas. La herida era una cosa extraña, el brazo había sido succionado casi completamente, sólo los dioses y los soles sabrán cuánta sangre había perdido, por la implosión y durante el camino acá, en que Grobieth apenas pudo improvisar un torniquete y cuando lo puso en la mesa de valoración estaba pálido como el alabastro.

Grobieth no podía mantenerse en pie, se había fatigado y cayó, recargándose en una pared del sanatorio. Mientras recuperaba el aliento. Vio el reloj en la sala, eran las dos de la mañana. Tenía sed, pero no podía ponerse de pie, no antes de recuperar el aliento. Sintió su mano dolerle, no quería interrumpir a los médicos, ya le pediría a su esposa que lo sanara, pero después de tanto retraso ¿estaría dispuesta a hacerlo? Tendría que descubrirlo.

Quiso levantarse por tarro de agua, pero fue interrumpido por una guardia de cuatro enanos, que acababan de llegar al hospital. No pudo saciar su sed, lo escoltaron al calabozo, donde afirmaron, continuaría su interrogatorio por sospecha de intento de asesinato. Lo interrogaron por casi una hora, que se sintió eterna. Tuvo que confesar, y lo hizo sin pena ni vergüenza. Habían acordado que en caso de ser descubiertos asumirían las consecuencias, pero también los beneficios.

Las mismas preguntas una y otra vez. Por fortuna Haziek había despertado y explicó a los agentes que había sido un accidente. Para cuando avisaron, el interrogador ya conocía de pies a cabeza lo que habían tramado. Incluso se había interesado más en el proyecto de lo que le hubiera pasado al menor de los Lestat.

—¿Es verdad lo que dices? ¿Encontraron cómo cavar túneles sin picos? —El enano había iniciado y acabado con dos puros cuando escuchó hablar del experimento.

—No es así, no son túneles perfectos, pero aprendimos a perforar usando unos hongos especiales. Déjame ir a mi casa por favor —dijo Grobieth, exhausto—, y le pediré a mi equipo que te incluya en la patente.

—Si me entero de que es mentira —amenazó el enano con un cuchillo—, yo mismo te castraré como a un perro. Te cortaré los dos huevos y haré que los devoren los gusádridos.

Cuando por fin lo dejaron ir a su casa miró una pintura afuera de la comandancia, los dos soles alumbrando la Gran Madre, que relucía con un esplendor regio, como una diosa de la belleza. Había dos niños jugando a que comerciaban a través de un buque mercante. Había dos señores jugando ajedrez tan temprano en la mañana. Guardó la imagen en su cabeza y esta lo acompañó en el largo camino hacia su casa. Cuando salió por fin de la montaña se dio cuenta que faltaban pocas horas para amanecer, todavía tenía un par de kilómetros para llegar a su casa. El dolor había regresado, tenía hambre, estaba fatigado y principalmente se sentía mal, pues le había prometido a su esposa que hablarían durante la noche y le falló.

Entró a la casa, y justo en ese momento vio que su esposa, recientemente había comprado un par de lámparas en la entrada. A simple vista parecían dos cristales del mismo tono, pero no, las analizó con calma y se dio cuenta que había una sutil diferencia en el tono, quizá un error del artífice. Abrió la puerta.

La cena estaba en la cacerola y los platos intactos. Había un pequeño tazón del que Haba comía cuando se le hacía así de tarde, pero siempre guardaba espacio para comer con él. Habían cenado a las diez, y a las once, a las doce, a la una a las dos y hasta a las tres. Pero nunca a las seis de la mañana., Haba se había dormido con su vestido lila sobre el futón que tenían en el pasillo que daba a su cuarto. Él se acercó a ella y la despertó de un beso. Ella lo miró, apenas siendo capaz de abrir los ojos. Estaba hecho un asco, golpeado, apestoso y muy, muy ojeroso.  Le regaló una confundida sonrisa de duermevela, dulce como los pétalos de las rosas.

—Me tenías preocupada —dijo, apenas abriendo los ojos. Se le volvieron a cerrar. Posiblemente había estado despierta toda la noche, esperándolo.

—Estoy aquí por fin.

—Mírate, estás desecho. ¿Comemos?

—Ahora no —dijo Grobieth, sosteniéndola del cuerpo y llevándola a la recámara, ella se durmió durante el efímero trayecto, abrazándose a su pecho. Pero al llegar al cuarto se desplazó casi sonámbula. Cerró las ventanas y se recostó junto a él. Siempre le molestaba que se acostara en la cama sin haberse bañado, pero esta vez a ninguno pareció importarle. Lo abrazó sin abrir los ojos.

Él estaba agotado, ella también.

—Hay algo que quiero contarte —dijo ella, sonriendo sin abrir los ojos. Debajo de las sábanas buscó su mano.

—Creo que ya sé lo que es —afirmó Grobieth, oliéndole el cabello. —Me enteré de que te vieron en el ayuntamiento. No quería decirte, pero sé que pronto vamos a tener una casa dentro de la Madre.

Ella rio, aliviada. Se irguió y sentó a su lado, tocó su cabello y besó su frente. Buscó sus manos las tomó. Él cerró los ojos, en un gesto de dolor y en la completa negrura recordó aquellos dos focos amarillos afuera de su casa.

—No es eso tonto… ¿Qué te pasó? —Ella se acercó a inspeccionar sus muñecas y lo notó. Acercó su cara a sus manos y las besó, pasándolas por sus oídos y cabello. Sintió el calor reconfortante de su energía, el dolor de la muñeca estaba desapareciendo increíblemente rápido. Siempre que lo sanaba en privado lo hacía con toda su fuerza, con todo su poder, entregándole toda su alma. Haba, quien respiraba agitada tras haber exhalado un hechizo de sanación, recitó unas palabras sagradas y llevó sus dos manos a su vientre.

—Estoy embarazada. Vamos a tener un hijo.

Grobieth lo entendió todo mientras rodeaba su ombligo con una caricia lenta y profunda. Y las sintió. Esos dos focos que nadaban en la negrura de sus ojos cerrados tenían sentido, vio cómo esas dos fuentes titilaban y se movían, como dos peces de luz nadando en un océano negro.

—Van a ser dos.

Después, para evitar cualquier tipo de pregunta o explicación, le dio un beso cálido y suave, que se extendió por horas, que se sintieron como segundos.

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Terminar las redes oscuras parecía cosa fácil hace tiempo, pero me detuve a reescribir algunos detalles del final, faltan tres capítulos y por fin este libro será publicado en papel.

Les aviso que de encontré un nicho donde puedo publicar la novela con más seriedad, se llama TibiaWorld.

Aquí dejé un relato corto, pero a medida que avancen las semanas publicaré toda la novela también.

https://tibiaworld.net/relatos/tu-primer-dragon/

 

Saludos,

Val

 

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