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Las Redes Oscuras (capítulo 17): El llano subterráneo

—¿Y dices que tenía tetas? Mierda. —maldijo Gardenerella mientras apretaba la mandíbula. Una descarga la recorrió desde los puños hasta los dientes. —Entonces se trata de un engendrus ofidus. Hay que salir de aquí cuanto antes.

Samas y Muhajadim habían intentado quitar el escombro derrumbado en la entrada, pero fue inútil. Provocaron dos colapsos y temían que uno terminara sepultándolos.

—¿Un qué? — el arquero, levantando los hombros.

—Un dracus orphidus —lo miró extrañada. —Su nombre en inglés es serpent spawn, en español vulgar no sé cómo se diga.

—Sigo sin entender —remilgó el paladín. —Si no me he tomado tiempo de aprender latín, mucho menos inglés. Los idiomas muertos no me interesan. Sólo los hablan sacerdotes y ancianos en las universidades.

—¿Entonces cómo le llamas al draccon comunis? Dragón verde, ¿verdad? Igual que los campesinos —Gardenerella pareció divertirse, porque relajó su semblante y tomó una posición cómoda. —Qué curioso. Aquí, cientos de metros bajo una ciudad perdida, reafirmas la enseñanza de mi maestro. «Incluso en los rincones más inhóspitos del planeta, hay cabida para un idiota que, como no lo habla, piensa que el latín no sirve para nada.»

Ab no entendía cómo era capaz de reírse así en ese predicamento.

—Además de burlarte, ¿me puedes decir algo sobre la bestia?

Aunque parece un dragón, no tiene alas. Pero es una criatura mágica. Su fisionomía está más relacionada a la familia de las serpientes, pero debo hacer hincapié en que es el único reptil mamífero. Por eso come huesos, necesita el calcio para producir leche. Por el amor a todos los dioses —de repente se irritó—, edúquense, aunque sea un poco. Siempre ponemos los bestiarios a su alcance, subrayados y con anotaciones. Pero ustedes actúan como si fueran alérgicos al papel.

Gardenerella cruzó al otro extremo de la habitación. Pegó su oreja al ladrillo y empezó a percutir con sus dedos en distintos puntos de la pared. Fue hacia otra e hizo lo mismo.

—Debo admitir —Samas sacó tabaco de una bolsa y con dos dedos lo puso sobre un papel de liar—, que nunca creí tener una pirámide como tumba. Esto es digno de un rey —enrolló el papel y lo encendió con una cerilla. Después de tres bocanadas se lo pasó a Ab Muhajadim.

—Si gastan más oxígeno del necesario, más pronto vamos a morir —dijo la druida, acercándose.

Ab la miró sin cuidado y continuó fumando. Gardenerella le arrancó el cigarrillo de la boca. Dio una calada y aunque parecía que lo iba a tirar, se lo entregó a Samas. Después señaló una a una las paredes.

—Detrás de esas no hay nada más que piedra y granito

—¿Y en aquella? ¿Encontraste algo?

—Esa me intriga. Escucho una cavitación, pero no sé si sea otro salón o una bóveda falsa. De cualquier manera, son varios metros de separación. Este fue el peor lugar para quedar atrapados.

Ab la miraba en silencio.

—Seguramente la dragona ya dio con ellos. —Samas lanzó lo que quedaba del cigarro al piso y lo aplastó con el tacón de la bota.

—Olvidé preguntarte el color de sus ojos.

Samas se sorprendió, aunque no la había visto directamente, curiosamente recordaba su destello. Del otro lado de la habitación Ab Muhajadim estaba sopesando la pared.

—Eran rojos.

—Qué buena noticia. Para colmo, la bestia está preñada —avisó Gardenerella.

Un golpe sordo censuró la maldición de la druida. Era Ab Muhajadim, que, con su aplastacráneos en la mano, golpeó una vez más la pared. Luego otra, luego otra.

—Nosotros tendremos que hacer nuestra salida —dijo el caballero y volvió a golpear.

Se detuvo hasta que una púa del mazo salió disparada como un perdigón. Observó el boquete que había logrado dejar en la pared de dura piedra. Metió los dedos entre las grietas y arrancó todos los ladrillos que pudo. Tenía por fin la tierra negra en frente. Y empezó a excavar.

Aunque las púas no eran ideales para, él se las ingeniaba haciendo rotar el martillo entre sus palmas. Tardó un rato en anunciar que había dado con otra pared de ladrillo, que resultó ser la temida bóveda falsa.

El caballero tenía las manos estropeadas, se le habían levantado casi todas las uñas, dejando plastas de sangre y tierra entre sus dedos, pero ahí estaban los tres. Gardenerella, antes de decir cualquier cosa volvió a percutir las paredes con cuidado. Les indicó con una mano que se acercaran.

—Batalla —Anunció mientras se agachaba y recogía un puñado de lodo negro y húmedo —Escucho golpes. Ab, tenemos que seguir en esta dirección.

—¿Qué no ves cómo tiene las manos?

—Cállate y escucha. ¿Puedes romper esta pared? Yo me encargaré de cavar.

—No me digas que piensas ponerte a cavar. Creí que no querrías romperte las uñas.

—Para eso lo hice a él —Gardenerella le mostró una figura de arcilla negra, que había estado modelando.

Ab Muhajadim se levantó y tomó su mazo. Suspiró, y tras un bufido animal, soltó tremendo porrazo a la pared. Más de la mitad de las púas del mazo se habían vuelto tan planas que más que púas parecían cabezas de clavo.

Tras muchos intentos, había logrado por fin agrietar la sólida piedra. Sus brazos ardían y sentía los dedos entumidos. Si hubiera descansado un poco más, esta pared sería nada para él. Pero la realidad se impone como un gigante de hierro. A unos cuantos metros, el resto de Arakhné estaba luchando con uñas y dientes. Soltó otro golpe furioso. La piedra se abrió sin decir «por favor», pero el arma estalló entre los dedos. De su mazo favorito sólo le quedaba el mango, que se resbaló entre los dedos. Sentía que sus manos ya no eran suyas. Se sacudían como arrastradas por hilos ajenos.

—Descansa un poco, a partir de este momento nos encargamos nosotros —dijo Gardenerella palmeándole el hombro. Dejó la figura en la tierra.

Cerró los ojos y recitó unas palabras que Ab no fue capaz de entender. Su voz era profunda y melancólica, como lo sería una canción de tumba. Chispas doradas salieron de su boca y rodearon a la figura de arcilla. Primero la hicieron crecer, luego la dotaron de color y de pulso. Tan pronto se movió, Gardenerella la acarició con un cariño maternal y le susurró una orden al oído.

Eisenia sus escrofa, o rotworms. No sé cómo les dirán en las calles de Thais, pero a este le llamaré Zappa. Le tomará sólo unos minutos cavar el túnel, pero tendremos que romper la otra pared. Ve pensando en algo, esa te toca a ti, Samas. Yo no me quiero romper las uñas.

Si había una criatura hecha para cavar, eran los rotworms. Prácticamente estaban en todo Tibia. Se decía que, en la antigüedad, los enanos y ellos habían hecho una simbiosis: usaban a los gusanamos para cavar sus túneles y su estiércol para cosechar sus famosos hongos blancos. A cambio, los enanos los alimentaban. Cuidaban de ellos con todo su talento y maestría. Tenían la piel gruesa, con algunos pelos desagradables, igual que los cerdos. Carecían de ojos, de nariz y de orejas, pero había un furúnculo en la cabeza que resultó ser su oreja. Su boca era su órgano más grande. Cientos de afilados dientes de acero orgánico se arremolinaban por su garganta. Lo único que hacían deprisa, era tragar tierra.

—Déjame ver tus manos —le dijo Gardenerella a Ab—. Tienes fracturados seis dedos. Eres un imprudente. Sanaré lo que pueda, pero tan pronto regresemos a la superficie tendré que reconstruirte con cuidado los tendones rotos, o los dedos te quedarán inútiles y como dice Duncan, ustedes pelean con sus manos porque tienen el cerebro atrofiado.

Tan pronto terminó, el gusano regresó con su madre. Samas se adentró en el túnel hasta llegar a la pared. Ab se levantó, aún tenía las manos moradas e hinchadas, pero ya no sangraban.

—¿A dónde vas? —preguntó la druida.

—Todavía queda una pared y no creo que Samas la rompa con sus flechas.

El caballero se adentró en el túnel. Era angosto, tenía que caminar de rodillas. Sintió la pared frente a él. Igual que el resto: dura, pero no irrompible. Se inclinó y con su mano izquierda acarició la derecha, como si le pidiera resistir lo que estaba a punto de hacer, como si se lo pidiera por favor. Respiró. Tenía que ser un sólo golpe, sus huesos no resistirían dos. Cerró los ojos y se concentró en su respiración. Su mano era su arma y su segundo corazón. Tenía que confiar en ella. Tenía que ser como el acero. Soltó un golpe seco y potente en cuanto de verdad creyó que su puño era de hierro. Clavó su extremidad en la piedra. Era como si la pared se hubiera comido todo su brazo. Ab Muhajadim sentía la sangre hirviendo por todo su cuerpo. Abrazó la pared e hizo un último esfuerzo. Se le marcaron las venas del cuello, de la espalda y del brazo. Rechinó los dientes, que crujieron como vigas a punto de reventar.  Y la pared cedió con violencia. El hueco era lo suficientemente ancho para que pudiera deslizarse por él y de haber traído armadura, se la hubiera tenido que quitar. La serpiente se mostró del otro lado, desafiante y furiosa. Estaba herida y el caballero se lanzó contra ella tras comprobar que efectivamente, tenía tetas. Sin saber cómo, Ab se había trepado a la espalda de la bestia. Ésta se esforzaba por bajarlo, pero él se aferraba a su cuello como un marinero a una cuerda en una noche de tormenta. Ponía todo su esfuerzo en no soltarse, aunque la serpiente lo azotara contra el piso y contra la pared. En un descuido de la bestia, metió su mano izquierda y el muñón extraño que antes era su mano derecha entre sus fauces. Las mantuvo abiertas por un segundo, tiempo suficiente para que Samas le clavara una flecha de hierro en el paladar que le impidió cerrar el hocico. El forcejeo se volvió más violento. Gardenerella apareció entre los combatientes, tenía los ojos bien cerrados, desplazándose con la agilidad y elegancia de una pantera. Saltó en el instante preciso y dejó caer una runa en el hocico de la dragona con tanta gracia que lo hizo parecer fácil.

De no haberse soltado, Ab Muhajadim hubiera sido perforado por los carámbanos de hielo que salieron de la garganta de la bestia.

Al rededor de ellos, desperdigados como desperdicios de la guerra, estaba el resto de Arakhné. Por fortuna ninguno estaba muerto, pero Ab no podía ver a Puscifer por ningún lugar. Duncan era el más cercano. Gardenerella corrió hacia él e inspeccionó sus heridas. El arquero abrió los ojos con mucho esfuerzo.

—¿Mataste a la madre serpiente? —Preguntó Duncan, dejando salir un grueso hilo de sangre de su boca.

—Sí —reconoció Gardenerella, con un nada discreto orgullo—, ahora descansa. Los sanaré a todos en un momento.

—Eres una estúpida —replicó Duncan antes de desmayarse una vez más.

Ab nunca había visto a Gardenerella tan pálida, tan temblorosa, tan asustada.

Argón se había llevado las peores heridas, pero era un caballero curtido, resistiría sin dudas. Gardenerella se dio prisa en sanar a Duncan, pero estaba nerviosa. Lenn sólo había sufrido una fractura de fémur. Cuando volvió en sí, le dijo a la druida lo que había pasado. Le habló del portal y de cómo Puscifer fue arrojado desde el otro lado e inmediatamente alcanzado por el humo transmutador.

—¿Sabes si es posible revertir el conjuro? —Le preguntó Lenn, esperanzado.

—Hasta donde yo sé, es imposible —reconoció Gardenerella, avergonzada.

—Quizá Anuman sepa de algún método. Iré a sanarlo y voy a preguntarle tan pronto despierte. No te preocupes, Gard, tiene que haber alguna manera, siempre hay una forma.

Los druidas se dedicaron a sanar a los heridos en silencio. A nadie le quedaban muchas ganas de hablar tras esa amarga victoria. Los primeros en moverse fueron Duncan y el simio, que se rehusaba a mirar a Ab Muhájadim a los ojos. Una vez estuvieron recuperados, los caballeros destazaron a la bestia. Le quitaron media docena de escamas y todos los dientes. Argon le sacó el único ojo que le quedaba y una de sus garras como prueba.

Gardenerella fue la primera en impacientarse. Dijo que tenían que volver al Árbol de inmediato para encontrar una manera de revertir la transmutación.

—No podemos salir tan campantes. Arriba está lleno de simios enfurecidos. El peludo tiene una idea, aunque quizá no te guste. ¿Alguien tiene una cuerda?

—Mira nada más, parece que por fin estás viendo más allá de tu enorme nariz. Si podemos evitar luchar, cuenta conmigo.

Duncan comentó que el simio se llamaba Empélocles y que no hablaría con nadie que no fuera él. Y bajo esa regla, le susurró algo al oído para después saltar del hombro del líder y ante los ojos atónitos de todos, los fue amarrando de las manos. Primero a Duncan, que accedió de buena gana. Luego Ab y Lenn fue el tercero. Se había colgado del cuello un medallón curioso, una bolsa de cuero llena de tierra donde había yacía Puscifer.

Fueron arriados como ganado hasta afuera de la pirámide. Pasaron varios minutos antes de que sus ojos se acostumbraran al sol de medio día. Miles de simios los miraban atónitos. Unos gritaban enloquecidos, otros les lanzaban fruta podrida. Ante la primera pedrada que impactó en la sien de Argón Rikan, Empélocles alzó la voz como un profeta y mirando al culpable a los ojos, lo amenazó. Nadie volvió a agredirlos.

Estaban en lo más alto de la pirámide del Sol. El olor de la fruta madura emitía vapores que mareaban al caballero y la voz estentórea del mono, lo hacía inquietarse aún más. Los simios de abajo ovacionaban a Empélocles de la misma manera que lo harían con un rey. Nunca imaginó que una horda de simios pudiera lograr un silencio organizado. Estaban atentos a cada palabra. El estómago del caballero comenzó a rugir y después de lo que pareció una eternidad, pareció concluir el discurso. Luego los señaló con su dedo blanco y acusatorio. La multitud rugió.

—¿Qué tanto dice? —Preguntó Ab al oído de Duncan.

—Pues no sé hablar simio. Pero si todo va de acuerdo con el plan y les está diciendo lo me dijo que les diría, en este momento debe estar condenándonos a muerte —respondió el líder.

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