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Las Redes Oscuras (capítulo 13): La víspera de resplandores

En otros días, Gardenerella pudo haber pensado que Samas era el mejor traficante que había conocido en su vida. Eso significaba mucho para alguien que pasó más de veinte años rodeada de los más peligrosos piratas que el mundo ha visto jamás.

Pero recién había sido detectado a la mitad del trayecto y tendrían que luchar contra los simios para dominar la Pirámide de la Luna. La prioridad de minimizar las bajas de simios se había ido al carajo.

Exori frigo —recitó, seguida de un preciso baile de muñecas y chasquido de dedos. Gardenerella lanzó al simio un orbe de luz gélida, no más grande que una naranja. El brillo cegó al kongra y hubiera estallado pero una flecha lanzada por Jarcor se había impactado antes. Ésta, con un siseo mortal fue a clavarse justo en la frente de aquella masa de pelos. Cuando cayó por poco aplasta a Samas Rívench. Eso fue la antesala del alboroto que estaba por levantarse en toda Banuta.

Duncan llegó en auxilio del arquero. Los otros kongras ya se habían lanzado a la defensa de su compañero caído. Eran tan grandes y pesados, que resultaba aterrador verlos saltar así. Gardenerella podía sentir cómo cimbraba el piso con los saltos. Los golpes que pegaban dejaban hoyos en la tierra donde impactaban, pero los arqueros eran más ágiles que los kongras. Aunque el combate cuerpo a cuerpo no fuera su especialidad, entrenaban especialmente para esquivar los golpes. Jarcor fue el tercero en llegar, ondeando la lanza que había cargado en la espalda. Golpeó a uno de los simios en el lomo y a otro le clavó la punta en un costado, haciéndolo sangrar y retorcerse de dolor. El tercero paró en seco el golpe de la lanza y se la arrebató de las manos, para romperla como si fuera una vara y Duncan aprovechó el instante para sacar la daga que Ib le había dado y se la clavó la nuca.

Los arqueros no perdieron el tiempo y subieron corriendo las escaleras de la pirámide. Jarcor con una rodilla en el piso, lanzó una a una, doce flechas para evitar que más simios subieran.

Gardenerella y el resto del clan llegaron a la pirámide cuando esta fue asegurada. La visión de Banuta la dejó sin aliento. La Pirámide del Sol se alzaba imponente frente a ellos. Sabía perfectamente que serían tres pisos de proporciones gigantescas, pero no imaginó nunca ver una construcción tan maravillosa. Las escaleras frontales de la pirámide que llevaban desde la base a la punta estaban iluminadas por esmeraldas que brillaban con la exigua luz de la luna, formando una bella red de discretas venas resplandeciente. Era majestuoso. Días atrás, Puscifer le había comentado que los simios de ese lugar eran incapaces de usar herramientas complejas, y si eso era cierto ¿quién había construido algo tan maravilloso?

Sintió un empujón brusco por la espalda. Las manos duras y huesudas de Black Anuman siempre le habían parecido desagradables y ahora la estaban apartando. El alto mago la miró como si ella fuera poca cosa y descendió por las escaleras delanteras. Duncan cuidaba la espalda de Black Anuman. Habían empezado a llover piedras desde pirámides contiguas de menor tamaño. Seguramente se trataba de sibangs.

Una vez a nivel de suelo, Anuman abrió el compás de sus largas piernas. Gardenerella vio cómo el mago inhalaba profundamente, para después cruzar sus manos, alejarlas una de la otra y con un vozarrón grave gritó unas palabras ensordecedoras. Sus puños se habían envuelto en algo similar al magma. El brillo se extendía como un manto de fuego, como un rastro de alcohol en el piso al que se le tira una cerilla encendida. Golpeó al piso con las palmas paralelas y descargó toda su energía, como si alimentara al suelo. Dos paredes de fuego paralelas se extendieron desde donde estaba Black Anuman a lo largo de la calzada hasta la Pirámide del sol. El mago le gritó a Duncan, quien ordenó que siguiera el rastro del fuego.

Los simios, por más molestos que fueran, no eran su objetivo. Lenn Lennister y Argón Rikan aparecieron justo detrás de Jarcor, fueron los primeros en recorrer el pasillo que Anuman había levantado. Se encontraron a dos kongras atrapados entre las llamas, pero no fueron rivales para un enorme tajo de la espada gigante que Argon asía con ambas manos. Lenn Lennister se detuvo y clavó un dedo en la tierra. Instantes después, una ola de lodo, raíces y piedras fue disparada con dirección al kongra. El golpe arrojó al simio a través de la muralla de fuego. El lugar apestó a pelo y carne quemados.

—¡Maldita sea, dense prisa! —Ordenó Gardenerella desde la punta de la Pirámide de la luna asegurada por los arqueros. Ab Muhajadim saltó desde la escalera y como un toro furioso corrió por el pasadizo de fuego. Su misión era asegurar el primer piso junto con Argón y Lenn, quienes le llevaban ya bastante ventaja. Detrás iba Puscifer, cuidándole la espalda.

Cuando Gardenerella corrió, Lenn Lennister y Argón ya habían entrado a la terraza del primer piso. Esperaba que para cuando llega llegara con ellos, ya la tuvieran bajo su control. Pero cuando se acercó, los gritos desesperados de la masacre la perturbaron. Más de cuarenta cadáveres despedazados, regados por las laderas de la pirámide, unos rodaban cuesta abajo hasta estrellarse con las piedras. Sin embargo, esto no detuvo el ataque de desde otras pirámides menores o desde el suelo. Docenas de kongras luchaban por ascender a la pirámide y defenderla. Lenn Lennister, de acuerdo a lo previsto, fue lanzando runas para crear barreras energía galvánica que electrocutaban a cualquiera que intentara trepar. Sin embargo, hubo algunos que se las ingeniaron para llegar. Esos pelearon como perros rabiosos. Ab Muhajadim y Argón Rikan estaban ensangrentados y jadeando. Ab tenía el pecho descubierto, en el suelo yacía un kongra gigantesco, de casi tres metros de alto con la placa de su peto entre las manos tiesas.

—Apresúrate —le dijo Puscifer, mientras la dejaba atrás.

Arriba no había más de veinte simios. Estaban tan arreados y agitados que no habría forma alguna de calmarlos. Los tendrían que ejecutar a todos.

Una piedra la golpeó en la mejilla y la hizo sangrar. Puscifer se detuvo frente a un enemigo y alzó su varita. El kongra fue un estúpido, pues avanzó descuidado. De un apretón con su puño izquierdo la encendió. Un violento hilo magenta surcó el aire y se clavó en la frente del gorila. Perdió el equilibrio. Luego vinieron las convulsiones. Sus extremidades se apretujaban en un baile lleno de contracciones hasta que, por fin, ante los ojos atónitos del resto de los simios, se detuvo. Puscifer había retirado la energía de su varita casi de inmediato, pero la había concentrado en su mano derecha, en donde una dejaba ver entre sus dedos una runa de color violeta, de la que emergió una red de relámpagos que mató o hirió todo a su paso. Cuando el brillo cesó, sintió lástima al ver cómo habían quedado. Lo mejor que podía hacer por ellos era ofrecerles una muerte rápida.

Del zurrón atado a su cinto tomó una runa color azul mar. La runa avalancha era su favorita, le gustaba hasta la inscripción que tenía que hacer en la piedra para imbuirle el encantamiento, pues le recordaba a un ancla. La apunto hacia el aire y después de apretarla por un instante salieron docenas de témpanos de hielo, afilados como estacas que perforaron a los que seguían vivos.

Escuchó unos pasos apresurados subiendo las escaleras. Puscifer se giró y corrió a ocultarse detrás de una columna.

Gardenerella se acercó un poco más a las escaleras y vio entrando a los arqueros a la base de la pirámide, buscando refugio por su cuenta. Black Anuman estaba llegando a la punta. Encontró un lugar seguro junto a una columna central y se cubrió la cabeza tan fuerte como pudo.

La voz que pronunciaba lentamente esas sílabas no era la que ella conocía, esta era mucho más rugosa y agresiva. La más profunda y aterradora que jamás había escuchado. Sílabas tenebrosas y confusas. Algo la hizo sentirse indefensa, como cuando era una niña. ¿Cómo podía ser que un viejo enclenque como Anuman le causara esta inquietud?

Primero fue como si cuatro vendavales se encontraran justo en ese punto. Después vino la calma, pero no duró más que unos pocos segundos. Sentía como si un volcán estuviera naciendo en la punta de la pirámide. Una ráfaga de fuego se desplazó en el cielo. El manto ígneo se extendió todas direcciones, dejando una estela ardiente a su paso. Gardenerella nunca había visto un hechizo que se extendiera tanto ¿cómo habrá hecho el viejo para almacenar tanta energía dentro de él?

Luego hubo calma, pero el silencio era terrorífico. Había algo extraño serpenteando por el aire, un aroma inquietante. Una segunda oleada de fuego golpeó como un látigo. Retomó el mismo camino que la primera. Sólo que dejó un rastro ardiente que iluminó la jungla como si fuera una roja tarde de otoño. Gardenerella sintió cómo se le calentaba la armadura y la piel. De repente hizo tanto calor como si estuviera en un incendio. El techo de piedra comenzó a encenderse como el carbón rojo. El calor había desplazado el aire y dolía respirar. Sintió una descarga eléctrica en un muslo, era Puscifer. Quien le señaló a un anillo púrpura en su dedo. Gardenerella giró el anillo propio y un tibio vapor azul envolvió su cuerpo, haciéndola sentir protegida del fuego que la abrasaba.

Todo cesó instantes después. Puscifer y Gardenerella inspeccionaron la ciudad, parecía estar vacía.  Abajo, el resto del clan se reunía junto a la escalera principal. Gardenerella intentó subir con Black, pero los escalones aún ardían bajo el cuero de sus botas y en algunos lugares la piedra seguía al rojo vivo.

—¡¡ANUMAAAAAN!! —Gritó a todo pulmón el druida— ¡¿NECESITAS AYUDA PARA BAJAAAAR?!

Tardó en responder, pero lo hizo. Fue con gruñido asqueroso y repulsivo, pero era respuesta, al fin y al cabo. Gard se cruzó de brazos y caminó escaleras abajo. Puscifer la siguió, mirando ocasionalmente a la punta, esperando señales del viejo.

Abajo todos estaban empapados en sudor. Tardaron en hablar, era como si ninguno se atreviera a romper el silencio.

—Mi armadura quedó inútil —se lamentó Ab.

A nadie pareció interesarle.

Jarcor no quitaba la mirada de la pirámide, esperando ver al viejo asomarse.

—Anuman aún no ha bajado —les avisó, después de un rato.

Duncan no respondió, pero elevó la mirada hacia el piso más alto, de donde salía una veta de humo alzándose al cielo.

—Quizá está muerto —dijo Lenn. Argón lo golpeó con el codo. —Perdón, lo que quiero decir... es que eso fue un exceso. Ese hechizo es aterrador. Ab ¿en verdad sobreviviste a una de esas ráfagas?

—No recuerdo que hubiera sido así de monstruoso —respondió el caballero.

—Ya, ya, demasiadas flores. Si nadie quiere ir por el viejo, iré yo –Dijo Samas, subiendo las escaleras de mármol.

—Estará bien —respondió Ab Muhajadim, quitándose los trozos de armadura que ahora le habían quedado inútiles o le estorbaban—, sus ropajes lo protegen contra el fuego. Por eso se atrevió a hacer tres veces el mismo hechizo. Una vez bastaba para agotarlo, seguramente se debió desmayar. Esperemos a que despierte. ¿Se fueron todos como habíamos planeado?

—Sí, al parecer todos se escondieron en la jungla —respondió Pusciferr guardando un telescopio en su bolsillo—, no vi a ninguno.

—Bien —Duncan encendió una antorcha y caminó hacia el centro de la pirámide, donde había un enorme pozo con unas escaleras circulares que parecían no tener fin. —Ésta debe ser la entrada ¿verdad?

Puscifer afirmó con la cabeza y ambos miraron en las profundidades. La luz de la antorcha sólo era capaz de iluminar los primeros treinta o cincuenta escalones.

—Sí, por aquí tenemos que bajar —aseguró el misterioso hechicero.

Todos miraron en silencio. Samas gritó alarmado desde la punta de la pirámide, pero todos estaban ensimismados en las profundidades. Gardenerella salió a las escaleras y alzó la cabeza. El cuarto creciente de la blanca luna iluminaba una silueta en la magnífica pirámide. Desde arriba Samas meneaba los brazos como si se estuviera ahogando, parecía un diminuto insecto bajando a toda velocidad

—¡Creo que está muerto!

 

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