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Las Redes Oscuras (capítulo 12): La caída

Habían salido cuando los soles brillaban en lo más alto y el calor era sofocante. Ahora, éstos ya casi terminaban por ocultarse entre los montes del oeste. Los contornos de las hojas de los árboles ardían como el oro del corazón de Tiquanda. Samas y Duncan trotaban ágiles a la cabeza del grupo. Se mantenían en flancos opuestos e iban emitiendo sonidos para comunicarse. Con un pequeño juego de silbidos cortos o largos, graves o agudos, se podían dar una idea de la densidad de la maleza o de posibles peligros que encontrara el otro. Por ejemplo, un «Tchk-tchk» advertía de la posible presencia de una amenaza cercana. Si ese mismo sonido se repetía tres veces, era un llamado de auxilio.

Las carniphilas eran sólo uno de los tantos peligros en esa región. Sus fauces con dientes largos y afilados, en conjunto con su devastadora mandíbula era capaz de arrancar un brazo sin chistar. Eran ciegas, pero esto no las hacía más débiles, pues nadaban entre la maleza tal como tiburón lo hace en el mar, valiéndose de largas lianas sin hacer el menor ruido. En algunos libros decían que era la planta más peligrosa de toda la selva y no por su veneno, sino por su silencio. Por fortuna, Samas sólo había encontrado una en todo el camino y estaba dormida, lograron esquivarla sin ningún problema.

El resto de sus compañeros estaban dispuestos en una larga fila. Primero iba Argón, abriendo paso entre la maleza con una espada tan grande que tenía que cargar a dos manos. Después marchaba una fila de hechiceros y luego Ab Muhajadim, llevaba una caja atada a la espalda, en ella había sacos con frutas, un par de palas, media docena de cuerdas, un ganchos, un picos, dos machetes que usaban para abrirse paso entre la maleza y flechas, tantas flechas como era posible.

Jarcor recordó a su hermano, que venía atrás incluso del caballero, cuidándole el culo al resto del clan. A esta altura, Jarcor debería tener las manos cansadas, pues tenía la tonta costumbre caminar con la cuerda tensa, acto que consumía muchísima energía y que tanto Samas como Duncan le habían aconsejado no hacer.

Ahora que Jarcor era parte del clan, el sueño de Samas parecía más lejano que nunca, ya que, si por él fuera, su hermano estaría estudiando en uno de los colegios especializados de Edron, lejos de cualquier peligro. Ahí sí se podía vivir decentemente. No había que preocuparse por mantenerse lejos de los cuchillos como en Thais. Ahí debió enviar a Jarcor hacía tiempo, cuando todavía era un niño pequeño y no se contaminaba con tantas estúpidas ideas de aventura. Desde que sus padres murieron, se propuso abrirle las puertas que para él estuvieron cerradas. Profesores, matemáticas, arquitectura y otras cosas que se encuentran en los libros, esas debían ser las preocupaciones de su hermano, no estar luchando por sobrevivir en medio de la selva.

Siempre había sido un buen chico. Por insistencia de Samas, Jarcor había ido a la escuela y se perfilaba como un estudiante sobresaliente, hasta parecía que se volvería un clérigo o un doctor, pero no pasó mucho tiempo antes de que conociera a Duncan y entusiasmara con la idea de volverse un paladín. Después vino el Gran incendio y su mundo se vino abajo. Ahora ambos eran miembros de Arakhné y cada vez que lo miraba de cerca, le costaba reconocer al niño que una vez fue y nunca más volvería a ser.

Samas seguía trotando, trepaba o esquivaba los húmedos árboles sin detenerse. El camino parecía seguro, dio un silbido largo y Duncan no respondió. De inmediato cambió la dirección y un silbido peculiar lo condujo a Duncan. Estaba de pie frente a una extraña piedra enterrada en el piso, tan grande como dos toneles juntos, toda cubierta de un musgo claro y antiguo. Duncan no tardó en acercarse con una insolente curiosidad.

—No conozco ese último silbido —interrumpió Samas.

—Es nuevo. Significa que hay algo interesante —respondió sin prestar atención.

—Pues sería bueno que nos informaras antes de improvisar señales. Oye, qué bonita estatua de serpiente.

—¿Serpiente? Creí que era un lagarto, como los que construyeron Banuta.

Estaba clavada en la tierra, sólo era distinguible de la boca hacia arriba. Una lengua larga y viperina que había perdido la punta, salía de entre los colmillos.

—Podríamos desenterrarla, Ab y Argon podrían cargarla al Árbol —sugirió Duncan.

—Estás loco, debe pesar varias toneladas —dijo Samas, encogiéndose de hombros—. Pero tú mandas.

Los demás no tardaron en llegar. El primero fue Argon con el espadón empuñado. Parecía decepcionado ante la ausencia de amenazas.

—Les dije que no era nada importante —recriminó Gardenerella al resto del grupo—. ¿Qué los detuvo?

—Encontré una cabeza —se apartó del medio.

Los miembros del clan la estudiaron sin interés.

—¿Y para qué sirve? —preguntó Ab.

—Sirve para ser bonita. La llevaremos con nosotros.

Ab se acercó y aunque estaba muy clavada, intentó empujarla, pero la piedra no se movió. El caballero comenzó a quitar la tierra de su alrededor, pero esta solo se extendía hacía abajo, sin fin.

—Es inútil, Ab. Ya vendremos por ella. Argón —Duncan miró al caballero pelirrojo—, ¿serás capaz de recordar el lugar exacto?

Argón asintió de inmediato, pero si las sospechas de Samas eran ciertas, la estatua era tan grande que no podría entrar al Árbol.

—Tengo las coordenadas —dijo Argon, sacando una pequeña libreta de bolsillo.

Tras un ligero descanso retomaron el camino. Aún no habían pasado ni dos horas cuando cayó la noche. La luna dibujaba en el cielo la sonrisa elegante y discreta del estafador. Samas se trepó a un árbol altísimo y corroboró con el mapa. Los cálculos de Lenn Lennister habían sido exactos, entrarían a Banuta, la mítica ciudad de los simios en la oscuridad. A Samas le hubiera gustado llegar de día, para apreciar las pirámides bajo la luz del sol.

De un momento a otro, cada vez más claro se fue escuchando el jolgorio de estas criaturas.

«Kongras son los grandes, Sibangs los pequeños», se repetía Samas. En su vida había visto alguno de esos especímenes. Se suponía que eran débiles.

Adentrarse a una ciudad llena de estas criaturas sólo para encontrar qué era lo que los alteraba tanto era peligroso. Pero la recompensa era jugosa. Además, les permitía conservar una buena relación con una de las personas más importantes del puerto: Angus, el presidente de la Sociedad de Exploradores de Tiquanda y en estos momentos, esa sería su mejor carta.

El que dio la señal de alarma esta vez fue Samas, al detectar a un Sibang que dormía colgado de su cola de una rama. Se acercó a él con paso silencioso. Si esos eran los enemigos que había que vencer, no sería peligroso mientras se mantuviera en las sombras.

Samas se situó frente a él y sacó su arco. Colocó la flecha y apuntó a la cabeza del simio.

Disparó.

Un instante después, llegaron los demás, encabezados por Gardenerella.

—Parece que estamos cerca —afirmó la druida en voz baja, viendo al simio desangrándose.

Samas afirmó con la cabeza.

—Me da gusto. Se me están arruinando las botas, qué molestia.

No volvieron a encontrar a ningún sibang hasta que llegaron a las afueras de Banuta. Había fogatas encendidas, pero eran pocas y repartidas por el enorme asentamiento. En el piso abundaban montones de heces y basura, parecía como si se hubieran dado un festín antes y ahora estuvieran completamente agotados.

El clan se escondió detrás de un platanar frente a una de las pirámides más externas, en la que yacían dormidos tres kongras. Era muy difícil hacerse una correcta idea de su tamaño, pues sólo eran masas negras que roncaban estrepitosamente

—Justamente en el centro de la ciudad estará la Pirámide del Sol, ahí es a dónde nos dirigimos. Ahí llevaremos a cabo el Plan Nueve —Preguntó Lenn Lennister.

—¿Y cómo llegaremos al centro de la ciudad? Hay al menos media docena de pirámides entre nosotros, y deben estar infestadas de changos —preguntó Argón Rikan, ansioso de usar su espada.

Lenn Lennister murmuró algo, luego señaló la pirámide donde el grupo de kongras seguía dormido.

—Si un arquero captura ese punto puede cubrirnos la espalda mientras corremos a la pirámide.

—Yo lo haré —dijo Duncan casi de inmediato.

—Olvídalo viejo, de esto me encargo yo. —Dicho esto, Samas se envolvió en su capa negra y se acercó cuidadosamente a inspeccionar la ruta que tomaría. La puntería de Samas con el arco era mejor que la de Dunk, quien parecía disparar sin tomarse la molestia de fijar el blanco.  —Sólo tengo que escabullirme hasta la pirámide ¿verdad? Me acerqué al sibang sin despertarlo, confío poder hacer lo mismo con las tres bestias. Además, desde esa altura puedo acertar a todos los que identifique. Sólo sería una silenciosa flecha por cráneo, traigo mi aljaba llena.

—Nuestro objetivo es averiguar qué es lo que tiene a los simios tan asustados —interrumpió Lenn, con los ojos bien abiertos—, no son nuestros enemigos ni venimos a exterminarlos. Creí que había quedado claro.

—Sólo eliminaremos a los que sea indispensable para bajar al sótano de la Pirámide del Sol —ordenó Duncan.

Nunca había tenido tanta autoridad. Parecía como si por fin estuviera tomándose su papel en serio, aunque era una pena que fuera para reprenderlo. Cuando estuviera a distancia segura para asesinar a dos Kongras sin despertarlos, Jarcor a una distancia más prudente, mataría al tercero.

Samas afirmó con la mandíbula y avanzó, arrastrándose pecho tierra. Sentía el sabor dulce y sucio de la tierra de selva. Tenía mucha experiencia escabulléndose, era talentoso calculando los ángulos de visión de los ojos alertos, así que llegó hasta la mitad del camino con suma facilidad. Unos simios aparecieron con paso nervioso por la esquina y aunque no tardaron en desaparecer, uno regresó. Samas sintió cómo se le helaba la sangre pues estaba expuesto, se quedó quieto y atento. El simio se detuvo muy cerca de él, caminaba tambaleante. Orinó un arbusto a unos metros del arquero que miraba atento el chorro que resplandecía como una fuente de oro bajo la tenue luz de la luna. Parecía no tener fin. El animal estornudó violentamente y giró su cabeza justo al lugar donde yacía Samas. Se miraron a los ojos, como unos enamorados que han cumplido una larga temporada sin verse.

El kongra se abalanzo hacía el paladín con un salto monstruoso. Al aterrizar golpeó la tierra con la fuerza de un martillo de hierro. Samas rodó para esquivarlo, pero no pudo levantarse, el simio había pisado su capa. Estaba expuesto. Mientras la sombra de la noche cubría el rostro del kongra, Samas intentó lanzarle una daga a la cara, pero el simio lo detuvo con un pistón en el brazo. El gorila se inclinó para asirlo del brazo y luego empezó a jalar.

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