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Las Redes Oscuras (capítulo 11): El mar de dudas

—El problema con la lanza es que es un arma de locos —le confesó Duncan la primera vez que le mostró cómo la blandían los expertos. Aunque habían pasado casi cinco años, Jarcor recordaba vívidamente cómo se escuchó cuando cortó el aire—.  Todo se resume a una apuesta. Vas por el ataque en el momento y lugar exacto. Si fallas por un milímetro o golpeas medio segundo antes, dejas expuesto el cuello... —Duncan retrocedió y saltó. Aterrizó en un pie, dando un golpe con el extremo roto de la lanza y la pasó por sus hombros, sin apenas rozarlo.

A la mañana siguiente, le dijo que había estado demasiado borracho y que no recordaba nada. Jarcor, por otro lado, había memorizado cada movimiento, cada palabra.

Siete veces logró practicar el movimiento sin perder el equilibrio y clavó siempre la punta en el centro de la diana. Había quiénes le llamaban baile a esos movimientos, pero Jarcor creía que era indigno, afeminado. Desde pequeño, un maestro en la escuela le había dicho que las palabras no eran su fuerte, así que ni se esforzó en buscar un mejor término. En su cabeza era: adelante, adelante, bloqueo, golpe. O golpe, bloqueo, finta, contrataque y golpe en sus más infinitas variantes.

Por más que se ocupaba blandiendo la lanza, no podía dejar de pensar que nunca había visto tan cambiado a Duncan, lo notó desde la reunión hace dos días —la primera a la que acudía como un miembro oficial del clan y que Duncan presidía—, y su desesperación no hizo más que crecer, de alguna manera sabía que todo esto era por su culpa. Había metido a todo el clan en un problema del que no saldrían ilesos. Ib y Samas eran los que más habían tenido que pagar por sus errores ¿cómo podía verlo siquiera a los ojos? Tenía la cara llena de cicatrices y cada una era culpa suya y de ese maldito orgullo de niño idiota. Jarcor estaba dispuesto a hacer lo que fuera para reparar el daño, pero ¿qué podía hacer? Ib había abandonado el liderazgo del clan y ahora, ante ojos de los demás, se supone que también ellos le estarían dando caza.  Todo parecía estar al revés. Duncan era un paladín ejemplar: fuerte, ágil y con un gran instinto guerrero, pero como líder carecía de experiencia... «Experiencia» sintió vergüenza hasta de usar el término, ¿quién era Jarcor para hablar de experiencia?

Su hermano siempre le aconsejó que sacara el máximo provecho de sus ojos, que se enfocara a usar el arco. Pero esa era la opinión de su hermano, a Jarcor el arco le parecía aburrido, sin alma. Nada lo emocionaba tanto como enfrentarse cuerpo a cuerpo. Al blandir una lanza no importa el tamaño del rival, todo está a tu alcance: los ojos, la boca y los huevos. Un tajo certero en la garganta logra sin problemas que cualquier monstruo pierda el equilibrio, el aliento o la vida.

La noche cubrió la selva con sus oscuros brazos, pero eso no detuvo al joven, quien practicó sin descanso hasta bien entrada la madrugada. Caminó de regreso con las lanzas desgastadas, la última antorcha se había extinguido hacía un par de horas, así que caminó en la oscuridad.

Abrió la gran puerta, tocó a tiendas el candelabro que estaba a la entrada y nada: no había ninguna antorcha, Argón había olvidado dejar una. Iba a ser complicado subir por las escaleras a ciegas. Se aferró del pasamanos y avanzó con cuidado. Tras haber tropezado un par de veces, consideró que era mejor apoyar sus lanzas en la escalera para no correr riesgos innecesarios, pero éstas cayeron y rodaron, provocando un estallido como de jarrones. Jarcor corrió escaleras arriba.

Su estómago gruñó cuando notó el penetrante olor del ajo con mantequilla procedente de la cocina. De pie, con un sartén en la mano se encontraba Puscifer, que saludó con una mueca.

—Creí que no ibas a dormir —su voz era queda y pausada. Había que esforzarse para escucharlo—. Me da gusto que seas lo suficientemente sensato como para descansar, aunque sea un poco.

—Fui demasiado ruidoso, lo siento. No encontré antorchas y creo que rompí algo —dijo mientras tomaba una manzana que estaba en un tazón de hielo. La mordió y su jugo frío le refrescó la boca.

—Un poco, es cierto. Pero casi todos están dormidos.

—¿Casi todos? —Preguntó esquivo. —¿Quién más sigue despierto?

—Yo —Gardenerella levantó la mano desde la sala común, estaba acostada en un sillón con un libro sobre la cabeza, que no retiró en ningún momento.

Luego, Pusciferr señaló con la nariz hacia la habitación del vigilante, se colaba luz de fuego por debajo de la puerta.

—Me dijo que estaba preparando los últimos detalles. Le llevaré un poco, ¿gustas? —le mostró la sartén, el olor era penetrante, pero Jarcor negó con la mano.

—Quizá sea algo extraño, pero fue un antojo. Ni modo, te los pierdes; estaba leyendo sobre el río sardos, del que se obtiene este camarón y me despertó el antojo. Nunca me resisto a ellos —confesó pesaroso. —¿Y tú? ¿Sólo vas a cenar esa manzana? Aliméntate bien o te vas a quedar pequeño.

—Ya comeré un poco más cuando salga el sol.

—Para ese entonces estarán fríos y no es lo mismo. Pero haz lo que quieras, tiene sus ventajas ser pequeño —Puscifer sirvió el contenido en dos cuencos de porcelana, caminó hacia Duncan y Jarcor lo detuvo.

—Yo se los llevo, tengo que hablar con él.

—Voy a seguir leyendo entonces. Pero antes ¿recuerdas qué bestias habitan en Banuta?

—Sibang, kongra y merklin. Lo dijiste antier.

—Los Sibang son famosos por su agilidad y su precisión al momento de arrojar piedras, pero son débiles de músculos y carecen de instinto de lucha. Los kongra, por otro lado, son puro músculo y nada de cerebro.

—Como Ab y Argón —dijo la druida, con el libro tapándole la cara.

—Pero ¿recuerdas en qué se especializan los merklin?

Jarcor se quedó callando mirando al piso. La verdad le daba pena confesar que no recordaba ese detalle tan importante.

—Los merklin son las cabecillas de ellos. Son simios mucho más inteligentes, unos incluso pueden hablar. Sabrá dios qué idioma. Banuta es amplia, tanto en la superficie como en el subterráneo. Hay pasajes terroríficos bajo la tierra, ahí no habitan esos simios y ahí es a dónde nos dirigimos. Los exploradores se contradicen mucho en ese punto. Uno dice que hay pruebas de que ancestrales lagartos construyeron las bóvedas bajo la Pirámide del sol, y asegura que fueron capaces de acceder a tecnologías perdidas. Me alegra que vayamos. Hay mucho por descubrir. Ve que la comida se enfría, ya mañana te contaré más.

Dicho esto, Puscifer se sentó en su sillón predilecto y Jarcor fue al cuarto del vigilante. Era bastante común que pasara las noches en vela, desmenuzando los párrafos de libros tan viejos que se deshacían tan sólo con leerlos. A decir verdad, Jarcor nunca lo había visto dormir. Black Anuman solía decir que prefería dormir en el laboratorio de magia porque Puscifer tenía el cuarto de hechiceros atiborrado de libros en el piso.

Cuando estuvo frente a la puerta, tocó un par de veces, pero nadie respondió. Lo hizo una vez más y tras la nula respuesta decidió abrirla muy lentamente.

¡Ah, el cuarto del vigilante! Miró a su lugar favorito del Árbol, quizá del mundo. Se llenó de nostalgia, ya que Duncan como líder, lo habían relevado de su trabajo de guardia y por ende, de la habitación.

Libros cerrados por todos lados, docenas de copas y tazas amontonadas. Duncan estaba dormido en una silla frente al escritorio, con los brazos y cruzados y la cabeza recargada hacia atrás.

Lo despertó para que por lo menos tomara una posición más cómoda. Tras la sacudida Duncan miró a su alrededor, extrañado y se pasó la mano derecha por la parte posterior del cuello.

—Eh, muchacho, estaba..., estaba...  pensando. ¿Ya amaneció?

—Puscifer te manda esto, dijo que tendrías hambre.

Duncan se llevó uno a uno los camarones a la boca. Le ofreció y el muchacho volvió a negar.

—Bueno, te los pierdes. Están deliciosos. Cenar mariscos te asegura energía al despertar —dicho esto, miró el montón de papeles que tenía esparcidos por la mesa. Había mapas, listas, libros y papiros enrollados. Duncan suspiró. —Es una molestia tener que leer esta basura, pero Puscifer y la bruja me entregaron esta pila. No puedo mirarlos siquiera sin bostezar.

Le pasó unos pergaminos que tenía diversas listas, leyó una de ellas: tres cuerdas, dos palas ligeras, seis botellones de cien onzas de pócimas color carmesí, cuatro botellones de setenta y cinco onzas de pócimas púrpuras y cuatro botellones de setenta y cinco onzas de pociones espirituales. Cuarenta libras de jamones de dragón. Trescientos champiñones de tierra.... la lista seguía y seguía en una interminable cascada de papiro. Luego miró el resto de los papeles: estudios sobre el comportamiento de los simios, estructuras antiguas y religiones extintas.

—Aplacé todo hasta el último momento. Creí que iba a poder leerlo esta noche, pero es imposible. Me rindo.

Duncan casi había terminado su cena cuando se puso de pie.

—Creo que es mejor descansar. El sol saldrá dentro de poco y partiremos al medio día. Muchacho, asegúrate de dormir bien. Mañana nos espera un día interesante.

Dicho esto, el líder se acostó en la cama junto a la mesa, se llevó las manos detrás de la cabeza y cerró los ojos, parecía como si estuviera en la playa bajo el sol.

Jarcor se acercó al escritorio, sopló las velas y tomó la mayor cantidad de documentos que pudo. Tras salir del cuarto del vigilante se dirigió a la sala común, donde encontró a Puscifer con su comida intacta. Estaba sumergido en la lectura. La luz de las velas hacía brillar el lomo del libro como si fueran escamas. Se acercó a uno de los sofás, lanzó los papeles a la mesa de centro y tomó uno. Lo leyó con calma bajo la danzante luz de vela.

—Ese es muy curioso, ¿Dunk te recomendó que lo leyeras?—preguntó Puscifer, quien se estudió los documentos.

—Él no me pidió nada... Sólo quiero ayudar. Me siento en deuda con ustedes.

—No estás en deuda con nadie.

—Claro que sí, de no haber sido por mí no hubieran capturado y asesinado tantas veces a mi hermano, si no fuera por mí, Ib no se hubiera ido y Duncan no estaría haciendo un trabajo que detesta.

—El asunto, Jarcor —Puscifer lo miró con una sinceridad casi hiriente—, es que te estás magnificando más de la cuenta. Tu hermano fue capturado no por tu culpa, sino porque de lo contrario los hubieran matado a ti, a Gardenerella y a Duncan. Si Ib renunció al liderazgo fue porque así lo creyó conveniente. Ambos son duros, no creas que puedes decidir por ellos. Deja de lamentarte por algo absurdo. Mira a tu alrededor, si crees que estás siendo el valiente príncipe que protege a su amada de un dragón, te equivocas. Aquí todos somos unos inadaptados que de alguna manera encajamos en algo más grande que nosotros mismos. Eres parte de un grupo, de nuestro clan. Levantarse y luchar por nuestros amigos es lo que nos hace fuertes.

—Yo no era un miembro cuando los metí en este lío.

—Hay una cosa que Ib nunca quiso admitir, y es que tú fuiste un miembro desde que salimos de aquella celda asquerosa en Thais. No le tomes rencor, Jarcor, si él insistía en tu estatus de aspirante es por tu edad. Es demasiado peligro estar dentro de un clan sin haber sido ungido. Si tú mueres no podrás volver a la vida como nosotros.

—No es porque yo no quiera, sino por esas estúpidas leyes.

—Tú crees que es una decisión interesante ¿verdad? Renunciar a la muerte, vivir una vida eterna. Esas son ridiculeces de mocosos y tú no eres uno. A muchos no les gusta el término, pero nosotros somos como monstruos, Jarcor, los más terribles monstruos. Nuestra verdadera esencia pudo desaparecer con la primera muerte y no nos habríamos dado cuenta. Hay quienes consideran que la unción, más que una bendición es un castigo cruel.

Jarcor no pudo escuchar la palabra muerte y soportar el sollozo escociéndole la garganta y echó a llorar, pero con una mirada firme y digna.

Puscifer no se detuvo:

—Es tu decisión, al fin y al cabo, pero si de verdad quieres ungirte, lo único que tienes que hacer es esperar años más. Pero considera que hacer el contrato es... es algo que desgraciadamente se ve mejor a la distancia. Cada muerte te quita algo, te borra algo que no puede ser reducido a palabras. Nunca eres el mismo y cada vez que recibes el

frío beso de la muerte, pierdes algo irrecuperable —Jarcor se sintió avergonzado de sollozar, pero se mantuvo firme. Esperaba que la garganta no lo fuera a traicionar la próxima vez que la usara.

—¿A las cuantas... —titubeó— muertes eres alguien totalmente distinto?

—No lo sé..., a decir verdad, como la unción es un invento reciente, no tengo manera de comprobarlo ¿cuántas muertes crees que ha tenido Black Anuman?

Jarcor carraspeó y respondió levantando los hombros. Puscifer sonrió y de un bolso de su capa sacó una libreta que cabía sin problema en una sola mano.

—Según él, más de treinta. Los máximos registros que se tienen esclarecidos son veinte veces con resultados aterradores, inhumanos. Pero mira a Anuman, algo me dice que él siempre ha sido el mismo y nadie podrá quitarle su esencia.

—Yo no lo conocía hasta antes del incendio, pero mi hermano me había hablado de él. Dice que desde que lo vio la primera vez parecía un loco.

—Es un hechicero muy peculiar, ¿sabías que estaba en la lista Bingo antes de estar en el clan?

De repente Gardenerella habló.

—El viejo es buscado en todos los reinos. Pásame aquel libro, el que dice Iris de infierno por favor —dijo, mientras cerraba el libro con  el que había ocultado su rostro y lo apilaba al lado de la mesa. Puscifer se lo alcanzó y ella, sin agradecer lo puso sobre su cara y adoptó la misma posición en la que estaba.

Con los ojos saltones, pero con una demoníaca y agradable sonrisa, Puscifer le acercó un libro también a él.

—Deja el que traes, quizá este bestiario te parecerá más interesante. Tiene descripciones precisas de los enemigos que enfrentaremos, hay hasta un mapa de Banuta.

Jarcor le agradeció mientras terminaba de tallarse una lágrima en la mejilla. El libro era grande, casi de dos palmos de ancho. Abrió las páginas con delicadeza, justo como lo hacía Puscifer. Con el pasar de las páginas, Jarcor pudo apreciar cientos de dibujos hechos con hermosos colores. Eran pirámides hechas de piedra. Estaban pintadas con matices claros y los dibujos que adornaban las paredes estaban bien tan detallados como las pinturas que cuelgan en los museos. Se podían ver las dos pirámides, la del sol y de la luna, la calzada de los muertos, el templo a la serpiente emplumada, la plaza del sol y la ciudadela.

—Ahora conocido como Banuta, ¿ves las pirámides? —Jarcor asintió—. Los simios son animales medianamente inteligentes, pero ellos son esencialmente incapaces de desarrollar algo siquiera similar a una civilización, requerimiento casi indispensable para dominar la arquitectura teológica ¿Entiendes lo que significa? —Jarcor negó con la cabeza.

—Entonces, ¿quién fue?

Puscifer sonrió y arqueó ambas cejas.

—La respuesta, amigo, está en ese otro libro —señaló el libro verde que acababa de cerrar. Parecía tener más de mil páginas—. Te lo prestaré después de que termines de hojear este.

El joven paladín acató la recomendación de Puscifer y no tardó en enfrascarse en la lectura.

Para cuando salió el sol, Jarcor estaba ya muy avanzado en el libro, pero sentía los párpados rasposos y pesados. Se quedó dormido en el sillón y Puscifer decidió no despertarlo, después de todo, todavía era joven y necesitaba dormir.

Fue Samas quien lo hizo. Ya estaban preparándose, saldrían en muy poco tiempo. Jarcor se bañó a toda prisa y pudo estar a tiempo afuera del Árbol, donde, tras el sonido de la caracola tocada por Duncan, formarían filas para marchar juntos rumbo a Banuta.

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