Las Redes Oscuras (capítulo 9): La ciudad de la furia
Quote from Arena on January 17, 2024, 3:41 pmCuando el huracán golpeó las costas de Tiquanda, las palmeras se hincaron aterradas ante los regios vientos. Las olas, alzadas por corrientes desordenadas y furiosas, chocaban unas con otras, produciendo un rugido que rivalizaba con los truenos del cielo.
En lo más profundo de la jungla, oculta entre montes vírgenes y enormes valles, rodeada de kilómetros y kilómetros de densa espesura, estaba una fortaleza que no aparecía en ningún mapa. Una fortaleza erigida en el corazón mismo de un árbol, que era el centro de operaciones de Arakhné. Nueve arañas se miraban unas a otras, confundidas. Como si el huracán hubiera entrado también en sus cabezas.
Gardenerella examinó disimuladamente la reacción de Puscifer y Ab Muhajadim. El primero acariciaba su barbilla rala con dos dedos mientras que el segundo respiraba hondo, como una bestia a punto de atacar.
Ib Ging sonrió con una alegría fingida. Ab Muhajadim había clavado en el rostro de su primo e inflaba su pecho cada vez más, hasta que:
—Rata inmunda —Bufó Ab Muhajadim. Lanzó un puñetazo contra la mesa y esta terminó por desquebrajarse. Saltó hasta Ib y sujetándolo de la túnica lo alzó del cuello. —Eres una maldita sabandija.
—Déjalo ir — ordenó Gardenerella, avergonzada de no haberse equivocado. La sangre del caballero hervía con una facilidad que rayaba en lo patético. Rodeó lo que quedaba de la mesa y tocó su antebrazo, luego repitió con una dulzura impropia de ella —, ¿quieres?
Lo bajó con la mandíbula trabada de coraje. Una vez Ib se vio libre, se sentó tranquilo. Luego miró a su primo.
—Aunque seamos familia, sabes que no puedes hacer eso. Si me vuelves a tocar te cortaré un brazo.
Ab se estremeció de coraje y regresó a su asiento, gruñendo. Y cómo no, una persona que tenía la mitad de su estatura y era una pluma comparado con él, tenía la autoridad para sentarlo.
—No es mal plan —reconoció Lenn Lennister—, pero regresar a Thais después de haber recibido una carta tan amenazante del Rey es muy riesgoso. Y más si vas solo —completó, con aire pesimista.
Un día antes de la llegada de Samas habían recibido una visita inesperada. Era Chinasky, un viejo cartero borracho que pertenecía al Heroico Servicio Postal. Quizá fuera una coincidencia, pero para Gardenerella, era un cuervo de tormenta. Él siempre traía las peores noticias. Ib comunicó de inmediato que el rey Tibianus se había enterado de su viaje a Carlin y ahora demandaba una explicación mientras barajaba hipótesis de traición.
—Arriesgaste demasiado por ese contacto que tienes en Carlin. ¿De verdad es de fiar? Mira el embrollo en el que te metió, casi pierdes el favor de Tibianus.
—¿Por qué no le envías una respuesta por carta al Rey y vas directo a Carlin? —preguntó Puscifer.
Ib abandonó toda la expresión de seriedad y respondió como si nada hubiera pasado.
—Con Tibianus sólo sé tratar en persona, así puedo sacar provecho de su enojo. A mi contacto, lo conocía de vista, más nunca había cruzado palabra con él hasta aquella noche en la taberna de Sam. Era el que nos estaba siguiendo —miró a Duncan—. Resultó ser alguien muy cercano a la Reina.
—Yo creo que no deberías poner todos tus huevos en una canasta. Estás caminando a la boca del lobo. Tú mismo dijiste que en Carlin tu cabeza tiene precio —argumentó Argón Rikan—, y además, si no logras convencer al Rey de Thais te apresarán de inmediato y luego confiscarán el Árbol.
—Tienen razón, ¿por qué te buscaría alguien cercano a Eloísa? —preguntó Lenn.
—Mi contacto no es leal a la Reina. Y si me estuviera equivocando, tengo ese como plan alterno —señaló a las hojas que les había dado. —Si me atrapan, es importante que ustedes muestren este documento. Creo que con esto bastará para que los dejen en paz. El riesgo de no actuar es mucho peor —suspiró—. Alguien está tramando algo, pero no estamos viendo claro.
—Déjame acompañarte —se ofreció Duncan—, es muy peligroso para una sola persona. Además, necesitarás a alguien que vea lo que tú no puedes ver ¿recuerdas?
—Se hará como dije —respondió con una severidad extraña en él.
Se alzó un murmullo, como el ruidoso canto de los grillos. Ab Muhajadim era el único callado.
—Creo que lo mejor es seguir el plan de Ib —propuso Gardenerella, harta—. Si lo matan, que lo maten a él solo. Y si así pasa, nos libraremos de la deuda con Arakhné ¿verdad? Si algo falla, siempre podemos buscar refugio a la orilla del mundo, como dice Lenn.
—Pero Gard… —interrumpió Jarcor. Antes de que terminara, Gardenerella le arrebató la palabra.
—Tú te callas. Como dijiste hace rato, esto es culpa tuya. Y ahora que ya eres una araña, o aprendes a seguir órdenes o te largas de una vez.
El joven paladín desvió la mirada, pero no la contradijo.
—Discutir por las decisiones ya tomadas es una pérdida de tiempo. Ustedes se las arreglarán muy bien sin mí. Prométanme que cumplirán los contratos.
—Si eso es lo que quieres, eso haremos —aseguró Duncan estoico. El resto asintió también, incluso Ab Muhajadim, que murmuró molesto.
Gardenerella primero creyó que se trataba de un despliegue de sarcasmo, pero en la cara de Duncan no había nada más que amarga resignación.
—Cazar a los cabecillas de Clúster puede ser una misión corta o muy larga. Los cálculos son complicados, hay demasiadas variables. Si estuvieran reunidos en un consejo de guerra podría quemarlos a todos juntos, he considerado que envenenarlos de poco a poco puede ser una buena opción también, pero muy lenta. Aún tengo mucho qué pensar.
—¿Fijaste ya el precio? Seguro el Rey estará dispuesto a pagar una fortuna a quien desarticule el ejército de su hermana —preguntó Lenn, encendiendo otro cigarro.
—Una misión excepcional requiere una recompensa excepcional. Le pediré algo que en otro momento no estaría dispuesto a darme.
—¿Qué será eso? —El humo que salía de su boca se confundía con el vaho.
—Le pediré esto —respondió Ib y abrió los brazos, como si intentara abrazar el aire—, le pediré el Árbol.
—Creí que el Árbol ya era tuyo —dijo Lenn confundido, luego recapacitó—nuestro, es decir, de Arakhné.
—Desearía que así fuera. Pero como todo en Puerto Esperanza, le pertenece a al Rey. Fue construido mucho antes de la fundación del puerto.
—¿Hace cuánto se fundó Arakhné? —Preguntó Lenn Lénister.
—Más de sesenta años. Pertenecemos a la tercera generación del clan. Desde siempre hemos intentado comprarle el Árbol a Tibianus, pero se rehúsa a vender. Lo único que conoce de la fortaleza son sus planos y la renta, que sube cada año.
—Cueste lo que cueste, será más barato que pagar una guerra —aseguró Púscifer.
—Ojalá fuera así, pero el Árbol es caro. La fianza que pagué por ustedes es apenas una diminuta fracción de lo que el Tibianus pide por este lugar. Por eso debo darme prisa, negociar con él no será fácil. Espero estar en Thais antes de tres días.
—¿De verdad tienes que irte ahora mismo?
—Podría quedarme a esperar que pase el huracán, pero sería darle tiempo al ejército de Eloisa —aseguró Ib—, por lo que he pensado en asignar a un líder interino.
Gardenerella, ya sabía el nombre que sería pronunciado, pues lo había escuchado de la boca de Ib Ging la noche anterior, cuando le pidió que lo acompañara al Gran Salón.
—Duncan es un gran sujeto. Desde que lo conocí me inspiró más confianza que cualquiera de ustedes —confesó Ib, abriendo las ventanas.
Gardenerella suspiró poco convencida, pero asintió.
—Dunk es impredecible, un desorganizado completo y no tiene la capacidad intelectual de entender cómo tratar con situaciones delicadas. Pero no te equivocas, es un gran sujeto. Espero que haga buen trabajo.
Miró una silla de parota junto a la ventana donde estaba recargado Ib y se sentó. El joven empezó a hablar con soltura. Le contó el plan que tenía en mente, e hizo lo que nunca: pidió un consejo.
—Vaya, qué alivio. Por un momento creí que me lo ibas a pedir a mí —Gardenerella se llevó la botella a los labios negros. —Sigo sin creérmelo, ¿de verdad Duncan?
—Sí —Ib sorbió del vaso—, tiene lo que se necesita. Además, mantiene buenas relaciones con cada uno de ustedes.
—Eso no forma a un buen líder. Se necesita fuerza para mandar y disciplina para asegurarse de que todos sigan las órdenes.
—Si de fuerza se tratara, Puscifer sería mejor opción —reconoció Ib.
—Es cierto. Y te aseguro que no conocemos ni la mitad de lo que puede hacer.
—Siempre está callado —agregó— y sé poco de él además de su evidente obsesión con los libros, ¿sabías que ha transcrito la mayoría de los que hay en el Árbol? Lo he visto en las madrugadas rondar los rincones, parece que tampoco puede dormir... Pero ¿qué te cuento a ti? Tú debes conocerlo mucho mejor, después de todo estuvieron juntos en el Kazé-haram.
—Siempre ha sido así de hermético. En dado caso sería mejor que le preguntaras a tu primo, él fue quién lo trajo. Lo que sí te puedo decir, es que nada le importa más que los libros. Está obsesionado. Lee todo lo que pueda y ese es su problema. Una vez lo encontré leyendo los registros catastrales de Venore ¡del siglo anterior! ¿Lo puedes creer? ¿Qué mierda puede haber ahí que le interese? Lo que me recuerda que... —se detuvo de inmediato, era una tonta. Se había dejado llevar por el momento y estuvo a punto de pedirle una recomendación de lectura, como si no estuviera ensombreciéndose el porvenir frente a sus ojos.
—Lo que te recuerda que…
—Es una tontería, olvídalo.
—Una tontería que por algo llegó a tu mente.
La voz de Ib Ging era pausada y bien modulada. Lo que facilitaba que se sintiera en confianza.
—¿Tienes algún libro que valga la pena leer? Últimamente todo me aburre. Antes me emocionaba aprender cosas nuevas, disfrutaba hasta de las mentiras que ensucian el papel. A veces culpo a la unción, ¿sabes? El diablo está en los detalles. Siempre hay algo que se pierde tras la muerte, pero nunca queda claro qué es. Y como no lo comprendes, no lo puedes extrañar. Quizá mi interés por aprender cosas nuevas se habrá diluido en alguna muerte… Me parece arriesgado que alguien como tú no esté ungido, pero respeto tu decisión.
Ib miraba el vaso frente a él, sin decir palabra.
—La curiosidad es una mala hierba difícil de arrancar. Quizá sólo no te has topado con un libro que represente un verdadero reto para ti. ¿Probaste ya con el Voynich? ¿Y con el Libro de los nombres? ¿Y el cuatro seis nueve?
—Sí, sí y no me interesan los acertijos sin respuesta —admitió.
—Siempre encuentro interesante releer los tratados de Asimósteles. Pero si ya te hartaron los clásicos, tengo algo que podría interesarte. Estoy seguro que nunca has visto uno así.
Había un brillo peculiar en su ojo. Una disimulada sonrisa adornó su boca y pareció emocionarse por lo que iba a decir. Caminó hacia un escritorio, abrió un cajón y sacó una caja de piedra lisa. Aunque no se veían las bisagras, se abrió como si hubiera introducido una llave invisible a una cerradura inexistente con sólo colocar un dedo sobre ella. En sus manos había un volumen pequeño, envuelto en cuero negro. Aunque viejo, estaba bien conservado. Ib regresó y se lo entregó. —Era de mi mentor. Hace muchos años, lo encontré ebrio en este mismo cuarto. Parecía devastado, miraba este diario con lágrimas en los ojos. Entre sollozos desvergonzados se reía de sí mismo, como sólo los borrachos lo hacen. Me confesó que este diario era una cicatriz cruel. «Es un juego, tal vez una broma. Encontré este libro en un lugar que preferí olvidar. Lo guardo como un reto. Para recordarme que hay misterios que no puedo resolver. A veces intento descifrarlo, sin éxito… hoy, después de beber un poco tuve una idea brillante que me reveló un verso. Vinieron a mí recuerdos amargos de días que por fortuna nunca volverán».
Gardenerella abrió el libro y cuando vio las páginas sintió una presencia que hizo a sus manos estremecerse, de tal manera que casi suelta el libro. Cada página de papel amarillo parecía una especie de lienzo, en el que centenares de símbolos plateados bailaban en ritmos desordenados. Intentó fijar su vista en uno y seguirlo a lo largo del papel, tenía un trayecto caótico de orilla a orilla. Crecía y luego se achicaba, vibraba como la cola de una abeja. Un zumbido grave resonó dentro de su cabeza y la atravesó, como si le hiciera eco por la nuca. Entre más intentara enfocar, más resplandecientes se hacían los símbolos, proyectando sombras y luces que dejaron encandilada a Gardenerella, que cerró el libro.
—¿Qué carajo es esto? —Preguntó, tallándose los ojos.
—Zedder lo llamó aléphica. Tiempo después le pregunté, pero negó la existencia del libro. No quise insistir. Murió meses después. Abrir esta caja me costó mucho, pero cuando lo logré este fue mi mayor tesoro. Encontré también sus anotaciones y traducciones. Mira esto —le entregó unas treinta hojas de papel llenas de instrucciones confusas que parecían formar un glosario— este, creo que se trata del fragmento de un poema o una canción dedicada a un eclipse. Hay páginas que parecen recetas de cocina, otras anotaciones sobre anatomía y botánica.
—¿Tienes alguna idea de quién escribió el libro?
—Ninguna. Sospecho que es el diario de algún hechicero o vendedor. Si estás buscando algo desafiante, ten, para que te entretengas.
—Espero que no sean sólo delirios de grandeza de un desquiciado. No te ofendas Ib, pero todos los hechiceros usan los mismos trucos con diferentes nombres. Quizá no me resulte tan interesante como tú crees. Pero le echaré un ojo. Gracias.
—Quizá tenga cosas que te resulten por lo menos curiosas —dijo mientras buscaba entre las hojas—. Encontré descripciones de mares que no existen. Seis mapas de ciudades imposibles. Encontré una lista con plantas que desafían las leyes de la existencia misma y, por último —sacó la hoja rotulada con el número trece—, aquí menciona un tipo de hechicería que nunca había escuchado.
Ib se irguió frente a ella y la miró directamente a los ojos. Había visto a muchos tuertos, pero el iris que miraba en ese momento era profundo y brillante. Lo estudió con atención y sintió cómo la envolvía algo frío.
—¿Qué se supone que...?
Su cuerpo se congeló de golpe. Sentía la sangre helada recorriendo sus venas, como si la muerte estuviera frente a ella. Luego sintió otra vez la misma náusea que cuando abrió el libro, pero mucho más pesado. Y quiso vomitar. Pero no podía ni gritar, estaba tan aterrada que su garganta había colapsado. Se había perdido por siempre en la negra pupila del hechicero. Parecía un pozo sin fondo que la invitaba a saltar. No podía apartar la vista. Ib cerró los ojos y la opresión en su pecho se detuvo.
Volvió a respirar con calma.
—¿Qué mierda fue eso? —Su voz estaba entrecortada por hondas inhalaciones. Tan sólo pensar en esos ojos viéndola como si un deseo asesino manara de ellos, hacía que quisiera salir huyendo, pero su cuerpo no reaccionaba.
—No lo sé, Gard, tampoco lo entiendo. Espero que me ayudes a descubrir más.
Estaba asustada pero cautivada. No parecía nada que hubiera visto antes. Era como una sacudida de cerebro. ¿Sería acaso eso una nueva e inexplorada rama de la mística? Por primera vez en mucho tiempo, abrió esos ojos grandes y curiosos.
—No quiero que el libro salga del Árbol y tampoco que Puscifer sepa de su existencia.
Tomó el libro.
—Te prometo que cuando regrese seguiremos hablando de Zedder, del Árbol, de la primera generación de Arakhné y quiero que conozcas a unas personas muy especiales para mí. Pero volvamos a la razón por la cual te molesté, ¿tengo tu apoyo?
—Lo tienes. No mi aprobación, porque lo que intentas hacer es una idiotez, pero confío en ti.
Ib le pidió mantener un ojo siempre abierto y apoyar a Duncan. Al despedirse, chasqueó la mano izquierda, como si acabara de recordar algo esencial
—Una cosa más —y tras regresar a la mesa, sirvió agua en una copa de cristal. Caminó hacía una de las ventanas y arrancó una hoja del Árbol. —¿Podrías venir, por favor? —Le preguntó colocando ambos objetos entre él y la druida. Después realizó un extraño ritual infructífero, lo que pareció decepcionarlo.
Regresó a su habitación, agotada. Faltaban apenas dos horas para que comenzara la reunión. Como no pudo dormir, pasó el tiempo inspeccionando el libro, pero no se atrevió a abrirlo. La cubierta, el papel, hasta la caja de piedra eran objetos que nunca había visto.
Tras revelar el nombre de la nueva cabeza, los miembros se miraron unos a otros, atónitos. El paladín sin duda fue el más sorprendido, pero Gardenerella notó que Duncan la miró con cierto enojo y susurró algo que ella logró descifrar a la perfección.
¿Cómo no iba a reconocer ese movimiento de labios? Si desde que se conocieron él no había dejado de llamarla «bruja».
Cuando el huracán golpeó las costas de Tiquanda, las palmeras se hincaron aterradas ante los regios vientos. Las olas, alzadas por corrientes desordenadas y furiosas, chocaban unas con otras, produciendo un rugido que rivalizaba con los truenos del cielo.
En lo más profundo de la jungla, oculta entre montes vírgenes y enormes valles, rodeada de kilómetros y kilómetros de densa espesura, estaba una fortaleza que no aparecía en ningún mapa. Una fortaleza erigida en el corazón mismo de un árbol, que era el centro de operaciones de Arakhné. Nueve arañas se miraban unas a otras, confundidas. Como si el huracán hubiera entrado también en sus cabezas.
Gardenerella examinó disimuladamente la reacción de Puscifer y Ab Muhajadim. El primero acariciaba su barbilla rala con dos dedos mientras que el segundo respiraba hondo, como una bestia a punto de atacar.
Ib Ging sonrió con una alegría fingida. Ab Muhajadim había clavado en el rostro de su primo e inflaba su pecho cada vez más, hasta que:
—Rata inmunda —Bufó Ab Muhajadim. Lanzó un puñetazo contra la mesa y esta terminó por desquebrajarse. Saltó hasta Ib y sujetándolo de la túnica lo alzó del cuello. —Eres una maldita sabandija.
—Déjalo ir — ordenó Gardenerella, avergonzada de no haberse equivocado. La sangre del caballero hervía con una facilidad que rayaba en lo patético. Rodeó lo que quedaba de la mesa y tocó su antebrazo, luego repitió con una dulzura impropia de ella —, ¿quieres?
Lo bajó con la mandíbula trabada de coraje. Una vez Ib se vio libre, se sentó tranquilo. Luego miró a su primo.
—Aunque seamos familia, sabes que no puedes hacer eso. Si me vuelves a tocar te cortaré un brazo.
Ab se estremeció de coraje y regresó a su asiento, gruñendo. Y cómo no, una persona que tenía la mitad de su estatura y era una pluma comparado con él, tenía la autoridad para sentarlo.
—No es mal plan —reconoció Lenn Lennister—, pero regresar a Thais después de haber recibido una carta tan amenazante del Rey es muy riesgoso. Y más si vas solo —completó, con aire pesimista.
Un día antes de la llegada de Samas habían recibido una visita inesperada. Era Chinasky, un viejo cartero borracho que pertenecía al Heroico Servicio Postal. Quizá fuera una coincidencia, pero para Gardenerella, era un cuervo de tormenta. Él siempre traía las peores noticias. Ib comunicó de inmediato que el rey Tibianus se había enterado de su viaje a Carlin y ahora demandaba una explicación mientras barajaba hipótesis de traición.
—Arriesgaste demasiado por ese contacto que tienes en Carlin. ¿De verdad es de fiar? Mira el embrollo en el que te metió, casi pierdes el favor de Tibianus.
—¿Por qué no le envías una respuesta por carta al Rey y vas directo a Carlin? —preguntó Puscifer.
Ib abandonó toda la expresión de seriedad y respondió como si nada hubiera pasado.
—Con Tibianus sólo sé tratar en persona, así puedo sacar provecho de su enojo. A mi contacto, lo conocía de vista, más nunca había cruzado palabra con él hasta aquella noche en la taberna de Sam. Era el que nos estaba siguiendo —miró a Duncan—. Resultó ser alguien muy cercano a la Reina.
—Yo creo que no deberías poner todos tus huevos en una canasta. Estás caminando a la boca del lobo. Tú mismo dijiste que en Carlin tu cabeza tiene precio —argumentó Argón Rikan—, y además, si no logras convencer al Rey de Thais te apresarán de inmediato y luego confiscarán el Árbol.
—Tienen razón, ¿por qué te buscaría alguien cercano a Eloísa? —preguntó Lenn.
—Mi contacto no es leal a la Reina. Y si me estuviera equivocando, tengo ese como plan alterno —señaló a las hojas que les había dado. —Si me atrapan, es importante que ustedes muestren este documento. Creo que con esto bastará para que los dejen en paz. El riesgo de no actuar es mucho peor —suspiró—. Alguien está tramando algo, pero no estamos viendo claro.
—Déjame acompañarte —se ofreció Duncan—, es muy peligroso para una sola persona. Además, necesitarás a alguien que vea lo que tú no puedes ver ¿recuerdas?
—Se hará como dije —respondió con una severidad extraña en él.
Se alzó un murmullo, como el ruidoso canto de los grillos. Ab Muhajadim era el único callado.
—Creo que lo mejor es seguir el plan de Ib —propuso Gardenerella, harta—. Si lo matan, que lo maten a él solo. Y si así pasa, nos libraremos de la deuda con Arakhné ¿verdad? Si algo falla, siempre podemos buscar refugio a la orilla del mundo, como dice Lenn.
—Pero Gard… —interrumpió Jarcor. Antes de que terminara, Gardenerella le arrebató la palabra.
—Tú te callas. Como dijiste hace rato, esto es culpa tuya. Y ahora que ya eres una araña, o aprendes a seguir órdenes o te largas de una vez.
El joven paladín desvió la mirada, pero no la contradijo.
—Discutir por las decisiones ya tomadas es una pérdida de tiempo. Ustedes se las arreglarán muy bien sin mí. Prométanme que cumplirán los contratos.
—Si eso es lo que quieres, eso haremos —aseguró Duncan estoico. El resto asintió también, incluso Ab Muhajadim, que murmuró molesto.
Gardenerella primero creyó que se trataba de un despliegue de sarcasmo, pero en la cara de Duncan no había nada más que amarga resignación.
—Cazar a los cabecillas de Clúster puede ser una misión corta o muy larga. Los cálculos son complicados, hay demasiadas variables. Si estuvieran reunidos en un consejo de guerra podría quemarlos a todos juntos, he considerado que envenenarlos de poco a poco puede ser una buena opción también, pero muy lenta. Aún tengo mucho qué pensar.
—¿Fijaste ya el precio? Seguro el Rey estará dispuesto a pagar una fortuna a quien desarticule el ejército de su hermana —preguntó Lenn, encendiendo otro cigarro.
—Una misión excepcional requiere una recompensa excepcional. Le pediré algo que en otro momento no estaría dispuesto a darme.
—¿Qué será eso? —El humo que salía de su boca se confundía con el vaho.
—Le pediré esto —respondió Ib y abrió los brazos, como si intentara abrazar el aire—, le pediré el Árbol.
—Creí que el Árbol ya era tuyo —dijo Lenn confundido, luego recapacitó—nuestro, es decir, de Arakhné.
—Desearía que así fuera. Pero como todo en Puerto Esperanza, le pertenece a al Rey. Fue construido mucho antes de la fundación del puerto.
—¿Hace cuánto se fundó Arakhné? —Preguntó Lenn Lénister.
—Más de sesenta años. Pertenecemos a la tercera generación del clan. Desde siempre hemos intentado comprarle el Árbol a Tibianus, pero se rehúsa a vender. Lo único que conoce de la fortaleza son sus planos y la renta, que sube cada año.
—Cueste lo que cueste, será más barato que pagar una guerra —aseguró Púscifer.
—Ojalá fuera así, pero el Árbol es caro. La fianza que pagué por ustedes es apenas una diminuta fracción de lo que el Tibianus pide por este lugar. Por eso debo darme prisa, negociar con él no será fácil. Espero estar en Thais antes de tres días.
—¿De verdad tienes que irte ahora mismo?
—Podría quedarme a esperar que pase el huracán, pero sería darle tiempo al ejército de Eloisa —aseguró Ib—, por lo que he pensado en asignar a un líder interino.
Gardenerella, ya sabía el nombre que sería pronunciado, pues lo había escuchado de la boca de Ib Ging la noche anterior, cuando le pidió que lo acompañara al Gran Salón.
—Duncan es un gran sujeto. Desde que lo conocí me inspiró más confianza que cualquiera de ustedes —confesó Ib, abriendo las ventanas.
Gardenerella suspiró poco convencida, pero asintió.
—Dunk es impredecible, un desorganizado completo y no tiene la capacidad intelectual de entender cómo tratar con situaciones delicadas. Pero no te equivocas, es un gran sujeto. Espero que haga buen trabajo.
Miró una silla de parota junto a la ventana donde estaba recargado Ib y se sentó. El joven empezó a hablar con soltura. Le contó el plan que tenía en mente, e hizo lo que nunca: pidió un consejo.
—Vaya, qué alivio. Por un momento creí que me lo ibas a pedir a mí —Gardenerella se llevó la botella a los labios negros. —Sigo sin creérmelo, ¿de verdad Duncan?
—Sí —Ib sorbió del vaso—, tiene lo que se necesita. Además, mantiene buenas relaciones con cada uno de ustedes.
—Eso no forma a un buen líder. Se necesita fuerza para mandar y disciplina para asegurarse de que todos sigan las órdenes.
—Si de fuerza se tratara, Puscifer sería mejor opción —reconoció Ib.
—Es cierto. Y te aseguro que no conocemos ni la mitad de lo que puede hacer.
—Siempre está callado —agregó— y sé poco de él además de su evidente obsesión con los libros, ¿sabías que ha transcrito la mayoría de los que hay en el Árbol? Lo he visto en las madrugadas rondar los rincones, parece que tampoco puede dormir... Pero ¿qué te cuento a ti? Tú debes conocerlo mucho mejor, después de todo estuvieron juntos en el Kazé-haram.
—Siempre ha sido así de hermético. En dado caso sería mejor que le preguntaras a tu primo, él fue quién lo trajo. Lo que sí te puedo decir, es que nada le importa más que los libros. Está obsesionado. Lee todo lo que pueda y ese es su problema. Una vez lo encontré leyendo los registros catastrales de Venore ¡del siglo anterior! ¿Lo puedes creer? ¿Qué mierda puede haber ahí que le interese? Lo que me recuerda que... —se detuvo de inmediato, era una tonta. Se había dejado llevar por el momento y estuvo a punto de pedirle una recomendación de lectura, como si no estuviera ensombreciéndose el porvenir frente a sus ojos.
—Lo que te recuerda que…
—Es una tontería, olvídalo.
—Una tontería que por algo llegó a tu mente.
La voz de Ib Ging era pausada y bien modulada. Lo que facilitaba que se sintiera en confianza.
—¿Tienes algún libro que valga la pena leer? Últimamente todo me aburre. Antes me emocionaba aprender cosas nuevas, disfrutaba hasta de las mentiras que ensucian el papel. A veces culpo a la unción, ¿sabes? El diablo está en los detalles. Siempre hay algo que se pierde tras la muerte, pero nunca queda claro qué es. Y como no lo comprendes, no lo puedes extrañar. Quizá mi interés por aprender cosas nuevas se habrá diluido en alguna muerte… Me parece arriesgado que alguien como tú no esté ungido, pero respeto tu decisión.
Ib miraba el vaso frente a él, sin decir palabra.
—La curiosidad es una mala hierba difícil de arrancar. Quizá sólo no te has topado con un libro que represente un verdadero reto para ti. ¿Probaste ya con el Voynich? ¿Y con el Libro de los nombres? ¿Y el cuatro seis nueve?
—Sí, sí y no me interesan los acertijos sin respuesta —admitió.
—Siempre encuentro interesante releer los tratados de Asimósteles. Pero si ya te hartaron los clásicos, tengo algo que podría interesarte. Estoy seguro que nunca has visto uno así.
Había un brillo peculiar en su ojo. Una disimulada sonrisa adornó su boca y pareció emocionarse por lo que iba a decir. Caminó hacia un escritorio, abrió un cajón y sacó una caja de piedra lisa. Aunque no se veían las bisagras, se abrió como si hubiera introducido una llave invisible a una cerradura inexistente con sólo colocar un dedo sobre ella. En sus manos había un volumen pequeño, envuelto en cuero negro. Aunque viejo, estaba bien conservado. Ib regresó y se lo entregó. —Era de mi mentor. Hace muchos años, lo encontré ebrio en este mismo cuarto. Parecía devastado, miraba este diario con lágrimas en los ojos. Entre sollozos desvergonzados se reía de sí mismo, como sólo los borrachos lo hacen. Me confesó que este diario era una cicatriz cruel. «Es un juego, tal vez una broma. Encontré este libro en un lugar que preferí olvidar. Lo guardo como un reto. Para recordarme que hay misterios que no puedo resolver. A veces intento descifrarlo, sin éxito… hoy, después de beber un poco tuve una idea brillante que me reveló un verso. Vinieron a mí recuerdos amargos de días que por fortuna nunca volverán».
Gardenerella abrió el libro y cuando vio las páginas sintió una presencia que hizo a sus manos estremecerse, de tal manera que casi suelta el libro. Cada página de papel amarillo parecía una especie de lienzo, en el que centenares de símbolos plateados bailaban en ritmos desordenados. Intentó fijar su vista en uno y seguirlo a lo largo del papel, tenía un trayecto caótico de orilla a orilla. Crecía y luego se achicaba, vibraba como la cola de una abeja. Un zumbido grave resonó dentro de su cabeza y la atravesó, como si le hiciera eco por la nuca. Entre más intentara enfocar, más resplandecientes se hacían los símbolos, proyectando sombras y luces que dejaron encandilada a Gardenerella, que cerró el libro.
—¿Qué carajo es esto? —Preguntó, tallándose los ojos.
—Zedder lo llamó aléphica. Tiempo después le pregunté, pero negó la existencia del libro. No quise insistir. Murió meses después. Abrir esta caja me costó mucho, pero cuando lo logré este fue mi mayor tesoro. Encontré también sus anotaciones y traducciones. Mira esto —le entregó unas treinta hojas de papel llenas de instrucciones confusas que parecían formar un glosario— este, creo que se trata del fragmento de un poema o una canción dedicada a un eclipse. Hay páginas que parecen recetas de cocina, otras anotaciones sobre anatomía y botánica.
—¿Tienes alguna idea de quién escribió el libro?
—Ninguna. Sospecho que es el diario de algún hechicero o vendedor. Si estás buscando algo desafiante, ten, para que te entretengas.
—Espero que no sean sólo delirios de grandeza de un desquiciado. No te ofendas Ib, pero todos los hechiceros usan los mismos trucos con diferentes nombres. Quizá no me resulte tan interesante como tú crees. Pero le echaré un ojo. Gracias.
—Quizá tenga cosas que te resulten por lo menos curiosas —dijo mientras buscaba entre las hojas—. Encontré descripciones de mares que no existen. Seis mapas de ciudades imposibles. Encontré una lista con plantas que desafían las leyes de la existencia misma y, por último —sacó la hoja rotulada con el número trece—, aquí menciona un tipo de hechicería que nunca había escuchado.
Ib se irguió frente a ella y la miró directamente a los ojos. Había visto a muchos tuertos, pero el iris que miraba en ese momento era profundo y brillante. Lo estudió con atención y sintió cómo la envolvía algo frío.
—¿Qué se supone que...?
Su cuerpo se congeló de golpe. Sentía la sangre helada recorriendo sus venas, como si la muerte estuviera frente a ella. Luego sintió otra vez la misma náusea que cuando abrió el libro, pero mucho más pesado. Y quiso vomitar. Pero no podía ni gritar, estaba tan aterrada que su garganta había colapsado. Se había perdido por siempre en la negra pupila del hechicero. Parecía un pozo sin fondo que la invitaba a saltar. No podía apartar la vista. Ib cerró los ojos y la opresión en su pecho se detuvo.
Volvió a respirar con calma.
—¿Qué mierda fue eso? —Su voz estaba entrecortada por hondas inhalaciones. Tan sólo pensar en esos ojos viéndola como si un deseo asesino manara de ellos, hacía que quisiera salir huyendo, pero su cuerpo no reaccionaba.
—No lo sé, Gard, tampoco lo entiendo. Espero que me ayudes a descubrir más.
Estaba asustada pero cautivada. No parecía nada que hubiera visto antes. Era como una sacudida de cerebro. ¿Sería acaso eso una nueva e inexplorada rama de la mística? Por primera vez en mucho tiempo, abrió esos ojos grandes y curiosos.
—No quiero que el libro salga del Árbol y tampoco que Puscifer sepa de su existencia.
Tomó el libro.
—Te prometo que cuando regrese seguiremos hablando de Zedder, del Árbol, de la primera generación de Arakhné y quiero que conozcas a unas personas muy especiales para mí. Pero volvamos a la razón por la cual te molesté, ¿tengo tu apoyo?
—Lo tienes. No mi aprobación, porque lo que intentas hacer es una idiotez, pero confío en ti.
Ib le pidió mantener un ojo siempre abierto y apoyar a Duncan. Al despedirse, chasqueó la mano izquierda, como si acabara de recordar algo esencial
—Una cosa más —y tras regresar a la mesa, sirvió agua en una copa de cristal. Caminó hacía una de las ventanas y arrancó una hoja del Árbol. —¿Podrías venir, por favor? —Le preguntó colocando ambos objetos entre él y la druida. Después realizó un extraño ritual infructífero, lo que pareció decepcionarlo.
Regresó a su habitación, agotada. Faltaban apenas dos horas para que comenzara la reunión. Como no pudo dormir, pasó el tiempo inspeccionando el libro, pero no se atrevió a abrirlo. La cubierta, el papel, hasta la caja de piedra eran objetos que nunca había visto.
Tras revelar el nombre de la nueva cabeza, los miembros se miraron unos a otros, atónitos. El paladín sin duda fue el más sorprendido, pero Gardenerella notó que Duncan la miró con cierto enojo y susurró algo que ella logró descifrar a la perfección.
¿Cómo no iba a reconocer ese movimiento de labios? Si desde que se conocieron él no había dejado de llamarla «bruja».
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