Las Redes Oscuras (capítulo 8): La deriva
Quote from Arena on January 17, 2024, 3:39 pmCuando el sol se escondió en el mar del oeste, arrastró consigo el último fragmento del verano. Dejó tras de sí una noche inusualmente silenciosa. La jungla nunca calla, y cuando lo hace es como si un manto inquietante se posara sobre cada ser vivo. Duncan recordó un silencio muy similar el año pasado, también en la reunión anual. Esa quietud había desembocado en agua. Lo que comenzó como una inofensiva llovizna, en cuestión de horas se transformó en un huracán tan violento que tuvieron que guarecerse en el árbol nueve días.
Las asambleas siempre se hacían el primer día del otoño, a la misma hora y en el mismo lugar: el Gran Salón, que, con excepción del Jardín del Cielo, era el lugar más alto del Árbol. Todas las ventanas estaban abiertas. Las tres que daban al sur dejaban entrar una sutil corriente de aire helado, que llegaba anunciando el cambio de estación.
Duncan sentía como si, a medida que envejecía, los días se tornaran más cortos y los años duraban menos. Otra vez otoño, otra vez temporada de huracanes. Las arañas estaban listas para volar. En su memoria aún tenía fresca la respuesta que le dio Ib Ging, cuando le preguntó sobre la necesidad de hacer las reuniones con el cambio de estación: «Porque las arañas vuelan en otoño».
Ocho juegos de instrucciones yacían en la mesa de caoba. Duncan contó tres veces para asegurarse. En las reuniones pasadas siempre hubo nueve juegos, uno para cada miembro y uno extra para Jarcor. El silencio profundo. Se podía oír el crujido musical de las velas estratégicamente colocadas por el salón. Otorgaban un brillo rojo y cálido, que intensificaba también el negro de las sombras. Duncan tenía la sensación de estar dentro de un sueño mudo. Una corriente fría amenazó con apagar las llamas. Pero tras una dramática sacudida, se mantuvieron encendidas, se podía decir incluso que más brillantes. Después unas gotas se estrellaron contra las paredes y el olor a tierra húmeda inundó el ambiente. Una ligera lluvia cayó y esto tranquilizó la agitada mente de Duncan, pues pensó que Ib Ging no sería capaz de expulsar a Járcor antes de la llegada de un huracán.
Como si el viento fuera una señal, Ib Ging se levantó de su silla. Agradeció a todos por su asistencia con su voz rasposa. Caminó hacia la pizarra y con un gis blanco enumeró tres oraciones ya escritas: «Uno: Banuta, la ciudad de los simios», «Dos; Yálahar, la ciudad de las sombras» y «Tres: Zao, la nueva frontera».
Dio un suspiro lento, casi inseguro. Miró a cada uno a los ojos. Sus ojos verdes habían adquirido cierto tono grisáceo, como si hubiera robado el color a las nubes del cielo cadencioso y amenazante.
Señaló el número uno en la pizarra. Explicó que, según los últimos reportes de la Sociedad de Exploradores de Tiquanda, en los seis meses previos se registraron quince invasiones a Puerto Esperanza. Cuatro veces más que el total del año pasado. Una veintena de cadáveres desmembrados fueron hallados en las afueras de la ciudad. Otros siete exploradores habían ido tras el rastro de las bestias y ahora se encontraban desaparecidos. En el último ataque dos mujeres habían sido violadas y una, aseguró Ib con un gesto confundido, afirmaba estar en cinta de un sibang. La Sociedad de Exploradores ofrecía doscientas mil dracmas a cambio de información que pudiera resultarles útil. Aunque ellos cobrarían millón y medio si podían acabar con lo que fuera que merodeaba en esas ruinas antiguas y abandonadas.
Después señaló con la punta de su daga al número dos. Un arcanista cuyo nombre había jurado ocultar, solicitaba enviar un paquete a Yalahar, la misteriosa ciudad descubierta hacía no más de un par de décadas. Del reino sólo se conocían rumores y leyendas, precisamente porque pocos marineros se habían aventurado tan al norte. Se decía que los Yalahar eran una población sabia y culta, pero hermética con el mundo exterior. Se hablaba de un gobierno dictatorial y despiadado. Entregar el paquete era una oportunidad perfecta para tejer las redes de Arakhné en un nuevo reino, aunque fuera furtivamente. Luego señaló la tercera. El filo de la daga se clavó justo en la zeta.
—No conozco ese lugar —Interrumpió Púscifer con una inquietud impropia en él—, ¿dónde queda?
—En los mares al este de Yálahar. Es un territorio aún inexplorado.
—Imposible. Ningún humano ha surcado esos mares. Son una tormenta eterna, no hay barco ni tripulación capaz de resistir una jornada en esas aguas —aseguró Ab, cruzado de brazos.
—Efectivamente —respondió Ib Ging—, ningún humano ha explorado ese territorio…
—Y si ningún humano ha llegado, entonces fueron los enanos —complementó Púscifer.
Ib asintió. No hay lugar en la tierra que no haya sido visitado primero por los enanos. Los dioses dotaron a esa raza con una voluntad inquebrantable y una curiosidad taladrante. Vestigios de exploraciones infructíferas de los enanos se han hallado en todos los rincones de Tibia desde siempre. Si alguien visitara la luna seguramente encontraría alguna hacha oxidada o un modesto casco cornado.
Resultó que Óngulf, el dorado, necesitaba una sola cosa: manos fuertes para fortalecer el campamento base al que había denominado «Farmine». Un escuadrón para proteger y mantener el campamento que habían levantado en la costa sur de ese continente inhóspito. Desde guardaespaldas hasta exploradores. La recompensa de esta misión era el doble de lo sumado en las dos anteriores, sin contar, con la gloria de ser de los primeros en recorrer el continente.
Aunque Járcor parecía muy atento a todas las palabras de Ib, pues anotaba de cuando en cuanto detalles específicos, debía estar agotado. La noche anterior él y Duncan habían entrenado intensamente hasta la media noche. Se detuvieron cuando faltaban pocas horas para la asamblea y decidieron que lo mejor era volver al Árbol.
—Me van a expulsar del clan ¿verdad? —le preguntó Járcor a Duncan mientras caminaban en la oscuridad.
Cuando se unieron al clan, Ib había sido claro con las reglas. Eran pocas y claras, así que Duncan no se molestó en repetirlas. Járcor era un aspirante a miembro y ni siquiera tenía edad para la unción.
—No lo sé —respondió Duncan pesarosamente, con la voz más ecuánime que tenía. En ese momento no supo cómo ponerlo en palabras, pero no iba a permitir que lo expulsaran.
Duncan, sentado en la enorme mesa cuadrada, tomó la taza de café que tenía frente y cuando bebió, se quemó la lengua.
Ib regresó al primer punto, luego al segundo y volvió al tercero. Esta vez ahondó más en los detalles de cada una de las misiones. Duncan comenzó a impacientarse cuando hubo borrado y reescrito en el pizarrón media docena de veces. No podía mirarlo sin sentir una ardiente incertidumbre. Luego sus dedos empezaron a tamborilear por su propia cuenta. Afuera la lluvia se intensificaba con tanta delicadeza que ninguno pareció percatarse del cambio.
Los datos técnicos y las estrategias, las recompensas y los acuerdos, antes eran el único tema de interés. Pero esta era una reunión diferente. Samas Rívench miraba con atención a Ib. Duncan intentó ser discreto mientras estudiaba su rostro, parecía como si hubiera envejecido al menos cincuenta años. Una cosa era sentir el frío beso de la muerte en las entrañas de una caverna y otra muy diferente era morir bajo tortura y ser resucitado sólo para experimentar las mismas vejaciones una y otra vez. Samas había sufrido las peores bajezas que una persona, si es que a un ungido se le puede llamar persona, hubiera podido aguantar. Tenía la piel frágil y arrugada, como el papel mojado tras secarse en el sol.
—Basta ya, Ging—interrumpió Ab Muhajadim mientras con su palma pesada golpeó la enorme mesa—, ¿Por qué le estás dando vueltas al asunto? Necesitamos hablar de lo que pasó con Samas y Jarcor.
Ib Ging suspiró decepcionado. Estaba a punto de proseguir con la explicación cuando Duncan también intervino:
—Ging, Ab tiene razón. ¿Por qué eludes el tema? Tendremos tiempo de sobra estos días para ver los detalles de cada misión. Hay que resolver el asunto de Járcor de una vez.
Señaló al muchacho con la mirada. Ib apretó los labios hacia arriba y exhaló lento.
—Porque ya no nos queda tiempo, dentro en un par de horas saldré rumbo a Thais —acarició el filo la daga blanca que tenía entre las manos y que había usado como señalador—, pero tienes razón, todos estamos muy tensos. Samas —le hizo una seña con los ojos azules y se sentó en la silla que tenía más cerca.
A pesar de su aspecto, Samas se erguía como el ágil guerrero que era. Su nariz y sus ojos mantenían ese altivo aspecto aguileño. Eran la única prueba de que dentro de ese cuerpo ardía el alma de su amigo.
—Señores, no tengo nada qué decir que no sepan ya. Hubo un conflicto en Carlin y fui capturado por Clúster. Ahora estoy aquí y eso es todo lo que importa. Lo urgente es saber qué pasará con mi hermano. Ging —el arquero carraspeó— estoy en deuda contigo, pero si se va él, también me voy yo.
Dicho esto, se sentó.
Ib miró su cuchillo en silencio. Se centró en su filo y entreabrió la boca como si fuera a hablar y luego se hubiera arrepentido.
Muchas veces les había dicho que las reglas eran inquebrantables. «No las escribí yo, pero me aseguraré de que se cumplan. Ni los reyes por encima de la ley».
Por culpa de Jarcor se habían crispado las relaciones con otro clan, el más vasto del mundo. Eso sin contar que gracias esto, se habían roto acuerdos diplomáticos con el reino de Carlin y eso meritaba la expulsión. Ging los había obligado a firmar el contrato, incluso a Jarcor. Y como él era todavía un niño, su estatus sería el de elemento a prueba. Lo admitirían oficialmente en el clan hasta que cumpliera la mayoría de edad, y sólo si se ungía, igual que el resto. Duncan, que había analizado esa situación desde que estuvo con Ib en Thais, había encontrado un hoyo legal y defendió al joven Jarcor:
—Las reglas sólo aplican para los miembros, no hay ningún apartado que diga que también sean para los elementos a prueba —aclaró Duncan con el pecho lleno de orgullo y la mano izquierda bien alta.
Luego se miraron entre todos con un silencio que se expandía más y más.
—No había considerado eso… —respondió Ib, con cierto alivio. —Tampoco creo que sea necesario expulsar a Járcor. Amigo, no tienes de qué preocuparte. El honor propio es una prioridad, no hay guerrero sin orgullo. Aunque el conflicto no hubiera escalado tanto si actuaras menos impulsivamente. Pero al fin de cuentas llevas la imprudencia en la sangre. Era difícil suponer quién era ella. Te ordeno discreción la próxima vez, ya que si cometes otra falta de este tipo serás expulsado, porque desde este momento eres un miembro oficial.
La noticia no pareció aliviar mucho la tensión. Ib Ging caminó hacia él y le ofreció la daga de asesino que cargaba con él desde que lo conoció. Era un arma sencilla pero letal. El pomo era negro y rugoso, para mantener un agarre preciso.
—No lo merezco —respondió Jarcor tajante tras rechazarla—. Por mi culpa todos estamos en el ojo del huracán. El clan más peligroso del mundo está detrás de nosotros. Esto se acaba de una vez. Me voy a entregar.
—Te equivocas, Járcor. En ambas cosas. Sospecho que no lograrás nada si te entregas. Además —aclaró Ging—, nosotros somos el clan más peligroso del mundo. Es Clúster los que están bajo nuestro asecho. Sospecho que esta persecución tiene otro motivo. Clúster llevaba semanas negociando con Tibianus para infiltrar un pequeño grupo de espías a Carlín, pero al final resultó que ya estaban vendidos a Eloísa, quien, por cierto, lleva ya más de medio año reclutando a clanes en secreto. Está formando un ejército, el más grande que se ha visto en los últimos cincuenta años. Ha reunido a la mayoría de los mercenarios norteños. Si los secuaces de Galleta Asesina se unieron a ella, fue porque habían sido invitados y no por la paliza que le diste. Hasta el momento la Reina ha sumado a los Carneros, Vida Bandida y la Rosa Azul. ¿Entiendes por qué entregarte no arreglará nada? Arakhné entró a su lista roja por ti, sí, pero son nuestros nexos con Tibianus lo que nos puso bajo su lupa. Creen que tramamos algo.
—¿Qué no se supone que Arakhné es un clan neutral? —Interrumpió Lenn Lennister.
—Lo somos. Pero al parecer la reina Eloisa se ha olvido de los servicios que le hemos prestado. Y claro, una infiltración a su reino nos quita de la lista de los neutrales.
—¿Vamos a saldar cuentas o no? ¡Mira lo que esos cabrones le hicieron a Samas! —replicó Ab Muhajadim.
—No es tan sencillo. ¿Conoces quiénes son los de Clúster? Lo supuse. Además, entiende, el problema se extiende más allá de una pelea de taberna —explicó Lenn Lennister, moviendo su mano en la que cargaba un cigarro—. Es uno de los tres clanes más poderosos del mundo. Están por todos lados. Su capacidad para buscar y aniquilar a sus presas los hizo famosos. Ib, además, sigues sin responder ninguna carta: ni la de tu contacto en Carlin ni la de Tibianus —Le recordó Lenn—, los miembros de ese clan tienen espías en cada ciudad, tenemos que andar con mucho más cuidado que nunca, incluso aquí en el Puerto.
—Ib —interrumpió Gardenerella—, aunque desprecio profundamente a todos los dirigentes, banqueros, políticos y militares del planeta, debemos dar prioridad a mantener el favor de Tibianus, después de todo, su reino sigue siendo el más fuerte. Si nos da caza él también, pronto habrá carteles con nuestro precio en cada mercado de Tibia. Mira nada más, atrapados entre dos reyes, ese es el precio de la neutralidad. Estamos jodidos… —exhaló desanimada y bebió de la taza.
—Durante estos días he buscado una posible solución al predicamento. Mi principal interés es evitar que estalle una guerra entre los estúpidos hermanos —respondió Ib, con pesadumbre.
—Si de sobrevivir se trata, podemos buscar refugio en las islas del sur, mientras los reyes terminan de matarse —propuso sarcásticamente Lenn Lennister. Sólo Gardenerella lo encontró gracioso.
—Esa también es una opción, pero quizá la peor de todas. Tenemos frente a nosotros una guerra que parece estar perfectamente orquestada. Tanto ajetreo y provocaciones. Dos coincidencias ya son mucha casualidad. Y considerando que uno de nuestros miembros sufrió un agravio irreparable, no podemos quedarnos al margen. Necesitamos enviar a nuestras arañas de cacería —Ib Ging sonrió con malicia. Desde el cielo un trueno anunció el inicio de la tormenta. La jungla se había oscurecido aún más y las ráfagas azotaron las ventanas que se abrían y cerraban erráticamente, hasta que por fin y al unísono, un azotón definitivo las dejó cerradas. Sólo en ese momento el líder accedió a seguir hablando.
—Por eso seremos nosotros quienes les demos una lección a esos cabrones. Sin embargo, la palabra es primero y nuestros contratos son la prioridad de Arakhné. No podemos posponerlos, eso sería el fin de nuestra organización. Por eso he decidido formar dos equipos: uno se dedicará a realizar las tres tareas que tenemos encima y otro, irá con el Rey Tibianus a darle una oferta que no podrá rechazar: rastrear y eliminar a miembros clave de Clúster, con el fin de desarticular el ejército de Eloísa.
El entusiasmo se apoderó de la mayoría. Incluso Argón y Ab Muhajadim abandonaron su aspecto sombrío y se mostraron extasiados.
—Ib ¿estás loco? ¿Sabes contar? Somos nueve. Si atentamos contra ellos destinarán más recursos a darnos caza. Tienen más de mil miembros, sin contar a los recién contratados. Nos aniquilarían con una quinta parte de su ejército —recriminó Gardenerella con una risa amarga.
El desorden se apoderó de la sala hasta que Ib golpeó el pizarrón con su anillo de rubí.
—Podemos refugiarnos en caso de que la guerra estalle. Aquí tenemos comida para vivir por lo menos un año. Y si dan con nosotros, que den. Así sean doscientos, los recibiré con el filo de mi espada —dijo Argón con un orgullo escuálido.
—¿Cuál espada, tremendo cabrón? Arruinaste la última que te llevaste —recriminó Ab Muhajadim.
—Cien, sí, Argón —respondió Black Anuman, dejando una colilla en el cenicero—, pero doscientos soldados sería muy difícil. Tengo un par de proyectos que me gustaría exponer. Los secretos del Árbol son antiguos, podríamos emplearlos como mecanismos de defensa. Quizá misiles desde lo alto. Trampas mortales y alarmas subterráneas, usando sus raíces. Unos cuantos cañones serían magníficos. Eso sin usar la magia, porque tengo un ungüento ignífugo y si lo untáramos en el Árbol, podríamos incendiarlo todo afuera y el Árbol a lo mucho aumentaría cinco grados de temperatura, mientras afuera todo ardería a más de medio millar de grados de temperatura. El único inconveniente que encuentro es el olor, sería terrible —se dijo a sí mismo el viejo—, pero podríamos....
—El Árbol no se pone en riesgo.
Nunca había sonado tan estentórea la voz de Ib. Luego recuperó la calma.
—Tampoco vamos a quedarnos aquí a esperarlos. Evidentemente no se trata de un ataque frontal, Argón. Se trata de una cacería silenciosa. En mi último viaje a Thais conocí a una persona que sospecha al igual que yo, que algo truculento se está tejiendo entre los reyes. Por eso fui a Carlin —miró a Duncan, y este sintió la piedra vibrando, lo que le causó una extraña incertidumbre. —No esperaba que Tibianus se diera cuenta —reconoció—, pero de no haber ido, no hubiera comprendido la situación. Necesito aclarar las cosas con el Rey. Luego tendré que zarpar a Carlin.
—Eso es un movimiento tan ingenioso y como estúpido. Pero valiente —admitió Puscifer desde su asiento, de una forma tan ecuánime y gentil que nadie lo percibió como un insulto.
—No necesitas cortarle la pierna a un Behemoth si conoces y puedes dañar los ligamentos que lo mantienen de pie —le respondió Ib. —Basta con hacer rodar ciertas cabezas y amainará lo peor de la tormenta.
—¿Tienes a algún topo?
—Sí —afirmó el líder—. Mi contacto me ayudará a dar con esos puntos débiles.
—Decidido. Quien quiera morirse que vaya contigo a Carlin—respondió Gardenerella y se desinteresó en el tema cruzándose de brazos—, apúntame en el otro equipo, en el de los contratos regulares. Te advierto: en ninguna circunstancia voy a dejar que esos cerdos me atrapen, antes preferiría matarme.
—Descuida. En ese estás. —El caballero pelirrojo fue el primero en preguntar en qué grupo estaba él. —En el mismo que Gardenerella —respondió Ib. El entusiasmo de Argón desapareció.
Ab, se vio notablemente emocionado, naturalmente lo seleccionarían a él, pues era necesario contar con un caballero que sirviera como escudo humano.
—También Lenn, Puscifer, Anuman, Jarcor, Duncan y Ab. Todos están relevados de esta misión.
Se miraron los unos a los otros. Fue Lenn Lennister quien se atrevió a preguntar lo que todos temían saber:
—¿No querrás decir que...? —Preguntó Duncan.
—Iré solo —respondió Ib mientras se sacaba unos guantes de cuero negro que había cargado en su cinturón.
Duncan casi se atraganta con su propia lengua tras escuchar a Ib.
—No sé cuánto me tome hacerlo —confesó pesaroso—, puede ser una semana o todo el año. Mi prioridad es que esta guerra no suceda. Voy a estar en cubierto todo el tiempo, pero prometo que el próximo año estaré aquí para la asamblea anual. Mientras tanto, renunciaré al liderazgo del clan. Y eso no es todo —tomó un montón de hojas que estaban en una mesa aledaña y se las entró uno a uno. En ellas había una cuarta misión. Se trataba de una recompensa jugosa. Y la presa no era otro que el mismo Ib Ging. Lo miraron sorprendidos, como si se le hubiera caído la cabeza de un momento a otro. Todos menos Gardenerella, quien arqueó una ceja mientras le daba un sorbo a su taza de café. Afuera, la tormenta había mostrado por fin su verdadero rostro, el de un huracán.
Cuando el sol se escondió en el mar del oeste, arrastró consigo el último fragmento del verano. Dejó tras de sí una noche inusualmente silenciosa. La jungla nunca calla, y cuando lo hace es como si un manto inquietante se posara sobre cada ser vivo. Duncan recordó un silencio muy similar el año pasado, también en la reunión anual. Esa quietud había desembocado en agua. Lo que comenzó como una inofensiva llovizna, en cuestión de horas se transformó en un huracán tan violento que tuvieron que guarecerse en el árbol nueve días.
Las asambleas siempre se hacían el primer día del otoño, a la misma hora y en el mismo lugar: el Gran Salón, que, con excepción del Jardín del Cielo, era el lugar más alto del Árbol. Todas las ventanas estaban abiertas. Las tres que daban al sur dejaban entrar una sutil corriente de aire helado, que llegaba anunciando el cambio de estación.
Duncan sentía como si, a medida que envejecía, los días se tornaran más cortos y los años duraban menos. Otra vez otoño, otra vez temporada de huracanes. Las arañas estaban listas para volar. En su memoria aún tenía fresca la respuesta que le dio Ib Ging, cuando le preguntó sobre la necesidad de hacer las reuniones con el cambio de estación: «Porque las arañas vuelan en otoño».
Ocho juegos de instrucciones yacían en la mesa de caoba. Duncan contó tres veces para asegurarse. En las reuniones pasadas siempre hubo nueve juegos, uno para cada miembro y uno extra para Jarcor. El silencio profundo. Se podía oír el crujido musical de las velas estratégicamente colocadas por el salón. Otorgaban un brillo rojo y cálido, que intensificaba también el negro de las sombras. Duncan tenía la sensación de estar dentro de un sueño mudo. Una corriente fría amenazó con apagar las llamas. Pero tras una dramática sacudida, se mantuvieron encendidas, se podía decir incluso que más brillantes. Después unas gotas se estrellaron contra las paredes y el olor a tierra húmeda inundó el ambiente. Una ligera lluvia cayó y esto tranquilizó la agitada mente de Duncan, pues pensó que Ib Ging no sería capaz de expulsar a Járcor antes de la llegada de un huracán.
Como si el viento fuera una señal, Ib Ging se levantó de su silla. Agradeció a todos por su asistencia con su voz rasposa. Caminó hacia la pizarra y con un gis blanco enumeró tres oraciones ya escritas: «Uno: Banuta, la ciudad de los simios», «Dos; Yálahar, la ciudad de las sombras» y «Tres: Zao, la nueva frontera».
Dio un suspiro lento, casi inseguro. Miró a cada uno a los ojos. Sus ojos verdes habían adquirido cierto tono grisáceo, como si hubiera robado el color a las nubes del cielo cadencioso y amenazante.
Señaló el número uno en la pizarra. Explicó que, según los últimos reportes de la Sociedad de Exploradores de Tiquanda, en los seis meses previos se registraron quince invasiones a Puerto Esperanza. Cuatro veces más que el total del año pasado. Una veintena de cadáveres desmembrados fueron hallados en las afueras de la ciudad. Otros siete exploradores habían ido tras el rastro de las bestias y ahora se encontraban desaparecidos. En el último ataque dos mujeres habían sido violadas y una, aseguró Ib con un gesto confundido, afirmaba estar en cinta de un sibang. La Sociedad de Exploradores ofrecía doscientas mil dracmas a cambio de información que pudiera resultarles útil. Aunque ellos cobrarían millón y medio si podían acabar con lo que fuera que merodeaba en esas ruinas antiguas y abandonadas.
Después señaló con la punta de su daga al número dos. Un arcanista cuyo nombre había jurado ocultar, solicitaba enviar un paquete a Yalahar, la misteriosa ciudad descubierta hacía no más de un par de décadas. Del reino sólo se conocían rumores y leyendas, precisamente porque pocos marineros se habían aventurado tan al norte. Se decía que los Yalahar eran una población sabia y culta, pero hermética con el mundo exterior. Se hablaba de un gobierno dictatorial y despiadado. Entregar el paquete era una oportunidad perfecta para tejer las redes de Arakhné en un nuevo reino, aunque fuera furtivamente. Luego señaló la tercera. El filo de la daga se clavó justo en la zeta.
—No conozco ese lugar —Interrumpió Púscifer con una inquietud impropia en él—, ¿dónde queda?
—En los mares al este de Yálahar. Es un territorio aún inexplorado.
—Imposible. Ningún humano ha surcado esos mares. Son una tormenta eterna, no hay barco ni tripulación capaz de resistir una jornada en esas aguas —aseguró Ab, cruzado de brazos.
—Efectivamente —respondió Ib Ging—, ningún humano ha explorado ese territorio…
—Y si ningún humano ha llegado, entonces fueron los enanos —complementó Púscifer.
Ib asintió. No hay lugar en la tierra que no haya sido visitado primero por los enanos. Los dioses dotaron a esa raza con una voluntad inquebrantable y una curiosidad taladrante. Vestigios de exploraciones infructíferas de los enanos se han hallado en todos los rincones de Tibia desde siempre. Si alguien visitara la luna seguramente encontraría alguna hacha oxidada o un modesto casco cornado.
Resultó que Óngulf, el dorado, necesitaba una sola cosa: manos fuertes para fortalecer el campamento base al que había denominado «Farmine». Un escuadrón para proteger y mantener el campamento que habían levantado en la costa sur de ese continente inhóspito. Desde guardaespaldas hasta exploradores. La recompensa de esta misión era el doble de lo sumado en las dos anteriores, sin contar, con la gloria de ser de los primeros en recorrer el continente.
Aunque Járcor parecía muy atento a todas las palabras de Ib, pues anotaba de cuando en cuanto detalles específicos, debía estar agotado. La noche anterior él y Duncan habían entrenado intensamente hasta la media noche. Se detuvieron cuando faltaban pocas horas para la asamblea y decidieron que lo mejor era volver al Árbol.
—Me van a expulsar del clan ¿verdad? —le preguntó Járcor a Duncan mientras caminaban en la oscuridad.
Cuando se unieron al clan, Ib había sido claro con las reglas. Eran pocas y claras, así que Duncan no se molestó en repetirlas. Járcor era un aspirante a miembro y ni siquiera tenía edad para la unción.
—No lo sé —respondió Duncan pesarosamente, con la voz más ecuánime que tenía. En ese momento no supo cómo ponerlo en palabras, pero no iba a permitir que lo expulsaran.
Duncan, sentado en la enorme mesa cuadrada, tomó la taza de café que tenía frente y cuando bebió, se quemó la lengua.
Ib regresó al primer punto, luego al segundo y volvió al tercero. Esta vez ahondó más en los detalles de cada una de las misiones. Duncan comenzó a impacientarse cuando hubo borrado y reescrito en el pizarrón media docena de veces. No podía mirarlo sin sentir una ardiente incertidumbre. Luego sus dedos empezaron a tamborilear por su propia cuenta. Afuera la lluvia se intensificaba con tanta delicadeza que ninguno pareció percatarse del cambio.
Los datos técnicos y las estrategias, las recompensas y los acuerdos, antes eran el único tema de interés. Pero esta era una reunión diferente. Samas Rívench miraba con atención a Ib. Duncan intentó ser discreto mientras estudiaba su rostro, parecía como si hubiera envejecido al menos cincuenta años. Una cosa era sentir el frío beso de la muerte en las entrañas de una caverna y otra muy diferente era morir bajo tortura y ser resucitado sólo para experimentar las mismas vejaciones una y otra vez. Samas había sufrido las peores bajezas que una persona, si es que a un ungido se le puede llamar persona, hubiera podido aguantar. Tenía la piel frágil y arrugada, como el papel mojado tras secarse en el sol.
—Basta ya, Ging—interrumpió Ab Muhajadim mientras con su palma pesada golpeó la enorme mesa—, ¿Por qué le estás dando vueltas al asunto? Necesitamos hablar de lo que pasó con Samas y Jarcor.
Ib Ging suspiró decepcionado. Estaba a punto de proseguir con la explicación cuando Duncan también intervino:
—Ging, Ab tiene razón. ¿Por qué eludes el tema? Tendremos tiempo de sobra estos días para ver los detalles de cada misión. Hay que resolver el asunto de Járcor de una vez.
Señaló al muchacho con la mirada. Ib apretó los labios hacia arriba y exhaló lento.
—Porque ya no nos queda tiempo, dentro en un par de horas saldré rumbo a Thais —acarició el filo la daga blanca que tenía entre las manos y que había usado como señalador—, pero tienes razón, todos estamos muy tensos. Samas —le hizo una seña con los ojos azules y se sentó en la silla que tenía más cerca.
A pesar de su aspecto, Samas se erguía como el ágil guerrero que era. Su nariz y sus ojos mantenían ese altivo aspecto aguileño. Eran la única prueba de que dentro de ese cuerpo ardía el alma de su amigo.
—Señores, no tengo nada qué decir que no sepan ya. Hubo un conflicto en Carlin y fui capturado por Clúster. Ahora estoy aquí y eso es todo lo que importa. Lo urgente es saber qué pasará con mi hermano. Ging —el arquero carraspeó— estoy en deuda contigo, pero si se va él, también me voy yo.
Dicho esto, se sentó.
Ib miró su cuchillo en silencio. Se centró en su filo y entreabrió la boca como si fuera a hablar y luego se hubiera arrepentido.
Muchas veces les había dicho que las reglas eran inquebrantables. «No las escribí yo, pero me aseguraré de que se cumplan. Ni los reyes por encima de la ley».
Por culpa de Jarcor se habían crispado las relaciones con otro clan, el más vasto del mundo. Eso sin contar que gracias esto, se habían roto acuerdos diplomáticos con el reino de Carlin y eso meritaba la expulsión. Ging los había obligado a firmar el contrato, incluso a Jarcor. Y como él era todavía un niño, su estatus sería el de elemento a prueba. Lo admitirían oficialmente en el clan hasta que cumpliera la mayoría de edad, y sólo si se ungía, igual que el resto. Duncan, que había analizado esa situación desde que estuvo con Ib en Thais, había encontrado un hoyo legal y defendió al joven Jarcor:
—Las reglas sólo aplican para los miembros, no hay ningún apartado que diga que también sean para los elementos a prueba —aclaró Duncan con el pecho lleno de orgullo y la mano izquierda bien alta.
Luego se miraron entre todos con un silencio que se expandía más y más.
—No había considerado eso… —respondió Ib, con cierto alivio. —Tampoco creo que sea necesario expulsar a Járcor. Amigo, no tienes de qué preocuparte. El honor propio es una prioridad, no hay guerrero sin orgullo. Aunque el conflicto no hubiera escalado tanto si actuaras menos impulsivamente. Pero al fin de cuentas llevas la imprudencia en la sangre. Era difícil suponer quién era ella. Te ordeno discreción la próxima vez, ya que si cometes otra falta de este tipo serás expulsado, porque desde este momento eres un miembro oficial.
La noticia no pareció aliviar mucho la tensión. Ib Ging caminó hacia él y le ofreció la daga de asesino que cargaba con él desde que lo conoció. Era un arma sencilla pero letal. El pomo era negro y rugoso, para mantener un agarre preciso.
—No lo merezco —respondió Jarcor tajante tras rechazarla—. Por mi culpa todos estamos en el ojo del huracán. El clan más peligroso del mundo está detrás de nosotros. Esto se acaba de una vez. Me voy a entregar.
—Te equivocas, Járcor. En ambas cosas. Sospecho que no lograrás nada si te entregas. Además —aclaró Ging—, nosotros somos el clan más peligroso del mundo. Es Clúster los que están bajo nuestro asecho. Sospecho que esta persecución tiene otro motivo. Clúster llevaba semanas negociando con Tibianus para infiltrar un pequeño grupo de espías a Carlín, pero al final resultó que ya estaban vendidos a Eloísa, quien, por cierto, lleva ya más de medio año reclutando a clanes en secreto. Está formando un ejército, el más grande que se ha visto en los últimos cincuenta años. Ha reunido a la mayoría de los mercenarios norteños. Si los secuaces de Galleta Asesina se unieron a ella, fue porque habían sido invitados y no por la paliza que le diste. Hasta el momento la Reina ha sumado a los Carneros, Vida Bandida y la Rosa Azul. ¿Entiendes por qué entregarte no arreglará nada? Arakhné entró a su lista roja por ti, sí, pero son nuestros nexos con Tibianus lo que nos puso bajo su lupa. Creen que tramamos algo.
—¿Qué no se supone que Arakhné es un clan neutral? —Interrumpió Lenn Lennister.
—Lo somos. Pero al parecer la reina Eloisa se ha olvido de los servicios que le hemos prestado. Y claro, una infiltración a su reino nos quita de la lista de los neutrales.
—¿Vamos a saldar cuentas o no? ¡Mira lo que esos cabrones le hicieron a Samas! —replicó Ab Muhajadim.
—No es tan sencillo. ¿Conoces quiénes son los de Clúster? Lo supuse. Además, entiende, el problema se extiende más allá de una pelea de taberna —explicó Lenn Lennister, moviendo su mano en la que cargaba un cigarro—. Es uno de los tres clanes más poderosos del mundo. Están por todos lados. Su capacidad para buscar y aniquilar a sus presas los hizo famosos. Ib, además, sigues sin responder ninguna carta: ni la de tu contacto en Carlin ni la de Tibianus —Le recordó Lenn—, los miembros de ese clan tienen espías en cada ciudad, tenemos que andar con mucho más cuidado que nunca, incluso aquí en el Puerto.
—Ib —interrumpió Gardenerella—, aunque desprecio profundamente a todos los dirigentes, banqueros, políticos y militares del planeta, debemos dar prioridad a mantener el favor de Tibianus, después de todo, su reino sigue siendo el más fuerte. Si nos da caza él también, pronto habrá carteles con nuestro precio en cada mercado de Tibia. Mira nada más, atrapados entre dos reyes, ese es el precio de la neutralidad. Estamos jodidos… —exhaló desanimada y bebió de la taza.
—Durante estos días he buscado una posible solución al predicamento. Mi principal interés es evitar que estalle una guerra entre los estúpidos hermanos —respondió Ib, con pesadumbre.
—Si de sobrevivir se trata, podemos buscar refugio en las islas del sur, mientras los reyes terminan de matarse —propuso sarcásticamente Lenn Lennister. Sólo Gardenerella lo encontró gracioso.
—Esa también es una opción, pero quizá la peor de todas. Tenemos frente a nosotros una guerra que parece estar perfectamente orquestada. Tanto ajetreo y provocaciones. Dos coincidencias ya son mucha casualidad. Y considerando que uno de nuestros miembros sufrió un agravio irreparable, no podemos quedarnos al margen. Necesitamos enviar a nuestras arañas de cacería —Ib Ging sonrió con malicia. Desde el cielo un trueno anunció el inicio de la tormenta. La jungla se había oscurecido aún más y las ráfagas azotaron las ventanas que se abrían y cerraban erráticamente, hasta que por fin y al unísono, un azotón definitivo las dejó cerradas. Sólo en ese momento el líder accedió a seguir hablando.
—Por eso seremos nosotros quienes les demos una lección a esos cabrones. Sin embargo, la palabra es primero y nuestros contratos son la prioridad de Arakhné. No podemos posponerlos, eso sería el fin de nuestra organización. Por eso he decidido formar dos equipos: uno se dedicará a realizar las tres tareas que tenemos encima y otro, irá con el Rey Tibianus a darle una oferta que no podrá rechazar: rastrear y eliminar a miembros clave de Clúster, con el fin de desarticular el ejército de Eloísa.
El entusiasmo se apoderó de la mayoría. Incluso Argón y Ab Muhajadim abandonaron su aspecto sombrío y se mostraron extasiados.
—Ib ¿estás loco? ¿Sabes contar? Somos nueve. Si atentamos contra ellos destinarán más recursos a darnos caza. Tienen más de mil miembros, sin contar a los recién contratados. Nos aniquilarían con una quinta parte de su ejército —recriminó Gardenerella con una risa amarga.
El desorden se apoderó de la sala hasta que Ib golpeó el pizarrón con su anillo de rubí.
—Podemos refugiarnos en caso de que la guerra estalle. Aquí tenemos comida para vivir por lo menos un año. Y si dan con nosotros, que den. Así sean doscientos, los recibiré con el filo de mi espada —dijo Argón con un orgullo escuálido.
—¿Cuál espada, tremendo cabrón? Arruinaste la última que te llevaste —recriminó Ab Muhajadim.
—Cien, sí, Argón —respondió Black Anuman, dejando una colilla en el cenicero—, pero doscientos soldados sería muy difícil. Tengo un par de proyectos que me gustaría exponer. Los secretos del Árbol son antiguos, podríamos emplearlos como mecanismos de defensa. Quizá misiles desde lo alto. Trampas mortales y alarmas subterráneas, usando sus raíces. Unos cuantos cañones serían magníficos. Eso sin usar la magia, porque tengo un ungüento ignífugo y si lo untáramos en el Árbol, podríamos incendiarlo todo afuera y el Árbol a lo mucho aumentaría cinco grados de temperatura, mientras afuera todo ardería a más de medio millar de grados de temperatura. El único inconveniente que encuentro es el olor, sería terrible —se dijo a sí mismo el viejo—, pero podríamos....
—El Árbol no se pone en riesgo.
Nunca había sonado tan estentórea la voz de Ib. Luego recuperó la calma.
—Tampoco vamos a quedarnos aquí a esperarlos. Evidentemente no se trata de un ataque frontal, Argón. Se trata de una cacería silenciosa. En mi último viaje a Thais conocí a una persona que sospecha al igual que yo, que algo truculento se está tejiendo entre los reyes. Por eso fui a Carlin —miró a Duncan, y este sintió la piedra vibrando, lo que le causó una extraña incertidumbre. —No esperaba que Tibianus se diera cuenta —reconoció—, pero de no haber ido, no hubiera comprendido la situación. Necesito aclarar las cosas con el Rey. Luego tendré que zarpar a Carlin.
—Eso es un movimiento tan ingenioso y como estúpido. Pero valiente —admitió Puscifer desde su asiento, de una forma tan ecuánime y gentil que nadie lo percibió como un insulto.
—No necesitas cortarle la pierna a un Behemoth si conoces y puedes dañar los ligamentos que lo mantienen de pie —le respondió Ib. —Basta con hacer rodar ciertas cabezas y amainará lo peor de la tormenta.
—¿Tienes a algún topo?
—Sí —afirmó el líder—. Mi contacto me ayudará a dar con esos puntos débiles.
—Decidido. Quien quiera morirse que vaya contigo a Carlin—respondió Gardenerella y se desinteresó en el tema cruzándose de brazos—, apúntame en el otro equipo, en el de los contratos regulares. Te advierto: en ninguna circunstancia voy a dejar que esos cerdos me atrapen, antes preferiría matarme.
—Descuida. En ese estás. —El caballero pelirrojo fue el primero en preguntar en qué grupo estaba él. —En el mismo que Gardenerella —respondió Ib. El entusiasmo de Argón desapareció.
Ab, se vio notablemente emocionado, naturalmente lo seleccionarían a él, pues era necesario contar con un caballero que sirviera como escudo humano.
—También Lenn, Puscifer, Anuman, Jarcor, Duncan y Ab. Todos están relevados de esta misión.
Se miraron los unos a los otros. Fue Lenn Lennister quien se atrevió a preguntar lo que todos temían saber:
—¿No querrás decir que...? —Preguntó Duncan.
—Iré solo —respondió Ib mientras se sacaba unos guantes de cuero negro que había cargado en su cinturón.
Duncan casi se atraganta con su propia lengua tras escuchar a Ib.
—No sé cuánto me tome hacerlo —confesó pesaroso—, puede ser una semana o todo el año. Mi prioridad es que esta guerra no suceda. Voy a estar en cubierto todo el tiempo, pero prometo que el próximo año estaré aquí para la asamblea anual. Mientras tanto, renunciaré al liderazgo del clan. Y eso no es todo —tomó un montón de hojas que estaban en una mesa aledaña y se las entró uno a uno. En ellas había una cuarta misión. Se trataba de una recompensa jugosa. Y la presa no era otro que el mismo Ib Ging. Lo miraron sorprendidos, como si se le hubiera caído la cabeza de un momento a otro. Todos menos Gardenerella, quien arqueó una ceja mientras le daba un sorbo a su taza de café. Afuera, la tormenta había mostrado por fin su verdadero rostro, el de un huracán.
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