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Las Redes Oscuras (capítulo 2): El hombre del traje gris

Llevaban horas dando vueltas por ese maldito laberinto. Hasta ahora, el silencio era tan profundo y pesado que lo mareaba. La exigua luz de su amuleto le permitió ver ese amasijo de huesos y tendones que se revolvían como millares de gusanos alimentándose de una manzana podrida. Rascó nerviosamente su calva morena mientras se lamentaba de haberse dejado engañar para llegar a este lugar.

—Son sólo huesos unidos por un encantamiento residual, no son peligrosos.

Ahí estaba el viejo dando explicaciones que nadie había pedido. Era evidente que eso no era peligroso. Recordó cómo fue que lo trajo aquí.

—Si llenas esta bolsa con el polvo, serán unas cuarenta o cincuenta onzas —le había asegurado el hechicero en la taberna de Edrón. —Cada una la puedes vender en veinte mil dracmas, lo que nos da un total de… —luego lo miró con sus ojos de lagarto codicioso. —¿Te interesan? Yo no necesito oro. Prefiero los diamantes, rubíes, zafiros y topacios. El oro varía de valor en cada pueblo al igual que cambia de estado ante el calor. Aunque me gusta su brillo, me resulta inútil. Te puedes quedar toda la ganancia, yo sólo necesito una pisca del polvo...» Hasta ahora se da cuenta que nunca se interesó en preguntarle qué quería hacer con ese polvo.

Se sentía como un estúpido. No era la primera vez que Anuman contaba verdades a medias con tal de satisfacer sus deseos. El mago sabía que los muertos, esqueletos y espíritus le causaban un malestar corporal al caballero, al que Ab se rehúsa vehemente a llamar miedo. Bastaba con hablar de ellos para que no pudiera controlar el temblor en sus manos.

Pero el mago se mostraba indiferente ante la molestia de Ab Muhajadim que se había visto en la necesidad de encender una antorcha tras aquel asqueroso encuentro. Contrario a Black Anuman, que iba a través de los pasillos de piedra negra tallada como si fuera un gato que ve en las penumbras. Su agilidad era curiosa, más que nada, por contradictoria. A juzgar por su físico, aparentaba ser un octogenario decrépito, pero sus piernas largas y flacas conservaban la flexibilidad y la fuerza de un hombre a la mitad de su vida.

—Ab —se detuvo de golpe y lo miró con los ojos blancos, sin iris bajo unas espesas y alborotadas cejas blancas—. Respóndeme algo, pero sin alterarte ¿quieres?

Ab bufó con sus gruesos labios.

—Si te dijera que volvieras solo al inicio ¿serías capaz?

Llevaban horas adentrándose a ciegas en el laberinto. El caballero giró el cuello para tronárselo, después pegó un golpe a la pared y agrietó la piedra negra.

—Lo que pasa es que así no me sirves de nada. No pensé que fueras a tener tanto miedo. Si no quieres volver está bien, pero contrólate. Haces mucho escándalo. Ya sé que hemos dado muchas vueltas, pero estamos cerca de la cripta, así indican los mapas.

—¿Sólo has visto mapas?  —El caballero infló su pecho hasta que su pecho apenas cupo en la armadura. —¿Es decir que nunca habías estado aquí? Dijiste que conocías muy bien este lugar.

—No te dije que estuviera aquí. Es posible que al lugar al que vamos nadie haya ido desde hace cientos de años. Conozco este lugar muy bien porque leí los libros correctos —el mago no aminoró su paso. Inspeccionaba todo a su alrededor, palpando las paredes como si buscara una señal gravada en la piedra negra y milenaria.

—¡Tus jodidos libros nos van a matar! Eres un... —Golpeó la pared con la misma mano que sostenía la antorcha y esta se esparció en ascuas ardientes por el piso.

Black Anuman debió mirarlo con lástima. Siguió caminando, no sin antes pronunciar unas palabras con esa entonación extraña que hacen los magos, seguido por un chasquido seco. Del dedo índice del mago brotó una luz pequeña, como la semilla de una sandía. La luz era similar al sol de la tarde en color y calidez.

—Tenemos que andar de prisa —su dedo brillaba como un faro en una noche de tormenta. —Carajo, Ab. Eres muy lento.

Continuaron adentrándose en el laberinto. Al paso de lo que debió ser una hora, la intensidad de la luz había disminuido de manera gradual, lo que les dificultó darse cuenta de que prácticamente estaban caminado a oscuras otra vez.

—Mierda… —Black Anuman sopló a la punta de su dedo y la semilla de luz se esfumó como si fuera la llama de una vela, sumiéndolo todo en una asfixiante oscuridad. El caballero no tuvo tiempo de responder. Escucharon ruidos lejanos. Alguien los había detectado. Black Anuman se apresuró a través del laberinto rocoso y Ab lo siguió. La armadura y las armas hacían que, con cada paso, el caballero fuera tan ruidoso como una sonaja. Llegaron a un callejón sin salida. No tardarían en dar con ellos.

Ambos buscaron refugio detrás de unas rocas y no tuvieron que esperar. Los pasos fueron haciéndose más fuertes hasta que los escucharon respirar. Era una respiración queda, casi imperceptible. ¿Eran dos sujetos? ¿Eran cinco? ¿Al menos eran humanos? Poco probable. Para llegar a ese lugar se habían cruzado una montaña plagada de guivernos, bosques atestados de lobos y osos hambrientos y no vieron un alma humana al rededor. Bajaron por una gruta oculta al borde de la playa.

Por fin, uno pronunció palabras que Ab no pudo entender bien, pero al instante la habitación se iluminó con ligeros e instantáneos resplandores azules, tan tenues como el que hubieran dado un par de luciérnagas borrachas. Eso le bastó a los agudos ojos del caballero para notar algo que le heló la sangre. Había tres rostros: un esqueleto y dos fantasmas aproximándose entre las sombras. Ab sintió que sus piernas eran de piedra.

El crujido de los huesos del esqueleto andante se detuvo. estaba cerca, pero ¿lo habría visto él también? El miedo salía desde el centro de su estómago hacia la piel, sobre la que había una capa de sudor. Pero nada de eso se comparó al terror de esas falanges posándose sobre su calva.

De pronto, una ráfaga de fuego impactó a la criatura. Black Anuman había arrojado un orbe de fuego. Ab se lanzó hacia atrás. La habitación se iluminó por completo y los tres nigromantes quedaron al descubierto al igual que sus invocaciones: dos fantasmas pálidos que arrastraban su flotante existencia por el pasillo y esa calavera con ojos carmesí.

El esqueleto era aterrador. Tenía los huesos añejos. Eran rojos y oscuros, como sangre seca. Los fantasmas, que ahora estaban cubiertos en llamas, emitían un chillido agudo como el de una tetera vomitando vapor. El esqueleto demoníaco caminó a través de las llamas sin problema y con una mano intentó sujetar a Ab Muhajadim, que estaba arrodillado.

—¡Que no me gustan los muertos! —gritó y se levantó como un feroz tigre, asió el cráneo del monstruo entre sus dedos y trazó un arco brutal que concluyó con un azote seco contra el piso. El hueso estalló y soltó una serie de mordidas que arrancaron trozos de la piel de la pantorrilla del caballero. Pateó la cabeza y tomó la enorme maza que colgaba de su espalda. Dio un martillazo tan fuerte que pulverizó el hueso de un golpe. Ab Muhajadim miró con odio a los nigromantes, dándoles a entender que eran los próximos.

Black Anuman arrojó otra llamarada a los tres hechiceros, pero éstos corrieron como las ratas que eran. El mago no perdió tiempo y los persiguió. Ab Muhajadim sacó una antorcha de su mochila y la encendió con los restos de fuego que quedaban en el piso. Corrió detrás de Black Anuman, orientándose únicamente por el sonido de sus pasos, pero cada vez estaban más lejanos.

Como era de esperarse, terminó perdiéndose y la desesperación no tardó en dominarlo. Caminaba a través de los pasillos de piedra negra como toro rabioso. ¿Cuánto le iba a durar la luz? El laberinto era gigante, si se perdía, las cuatro antorchas no le servirían de nada.

Tenía que tranquilizarse, la calma era esencial para un guerrero y él la había perdido toda. Escuchó el golpe de huesos moviéndose a lo lejos y sintió cómo se le helaba la espalda. Aguzó el oído, pero no oyó nada más. ¿Y si estaba alucinando? Sí, debía ser eso, su cerebro le estaba jugando un cruel truco.

A su mente vino un recuerdo de su niñez. La pirámide en la que creció era grandísima y durante las noches tenía que recorrer enormes tramos poco iluminados y cuando se adentraba en ellos escuchaba voces que parecían ser obra de demonios. Tenía que controlarse, pero el miedo lo arrastraba como lo hace la corriente con un camarón dormido. Si no se calmaba ¿cómo reconocería una alucinación de un verdadero fantasma? Tenía que ser cuidadoso y valiente.

Tenía que encontrar al viejo Anuman de una vez por todas, si no jamás podría salir de aquí. Era probable que el fin de su existencia llegara en ese espantoso lugar, rodeado de fantasmas y calaveras andantes. ¿Y si se volvía una de ellas? Sintió pulgas frías recorriéndole la gruesa piel de la nuca y se rascó nervioso.

Debió haberse ido cuando el mago se lo propuso, pero siendo realistas, no habría podido dar con la entrada. Ese maldito viejo lo había abandonado. Se tranquilizó, pensando que, si no llegaba a la reunión otoñal, el resto de Arakhné vendría por él. Pero eso sería dentro de muchos días. Para ese entonces ya estaría muerto. Anuman era su única esperanza.

Ese maldito sólo pensaba en sí mismo. Si le importara un poco su amistad no lo hubiera llevado ahí con mentiras. Pero ¿cuál amistad? Eso era negocio, no había que confundirse. Eran compañeros, haber pasado tantos años con él, hizo que Ab lo considerara su amigo, pero nada más alejado de la realidad. Black Anuman era un pirómano que rayaba en la demencia: fuerte, orgulloso y solitario. En otras ocasiones había demostrado ser un irremplazable elemento para el equipo, pero hasta ahí. Si Duncan estuviera aquí, jamás hubiera dejado atrás a nadie.

Siguió dando tumbos, hasta que la desesperación lo hizo detenerse y obligarse a respirar profundo para no perder la calma ante la inminente visión del fin. Por poco pasa por alto un extraño crujido muy cerca de él. Miró a la pared fijamente. La aluzó con la antorcha y vio una grieta en la oscura piedra con curiosas marcas. Apagó la llama por precaución. Luego intentó convencerse de que eso no había sido más que un engaño de su mente. Pero luego escuchó a Black Anuman.

—¿Quién anda ahí?

—Nadie —respondió Muhajadim, alegre de haber encontrado a su amigo.

La voz venía del otro lado de la pared. Volvió encender la antorcha. El muro de piedra había desaparecido. Perdió el aliento cuando al lado de Black Anuman vio a una figura pálida que medía casi seis varas de alto. No se impresionó por la altura ni por la pálida piel del hombre del traje gris, sino por ese par de colmillos que se asomaban amenazantes entre agrietados labios púrpuras.

—¡Vampiro! —quiso gritar, antes de perder la consciencia y caer como un costal de papas.

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