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Las Redes Oscuras (capítulo 15): La sangre hirviendo

Sobre él se movían sombras largas, malévolas y aterradoras. Demonios preparándose para torturarlo por la eternidad.

—No sé si podrá salir este choque. Aumenta la infusión y reconstruye la arteria braquial o se va a quedar seco.

—Imposible, está calcinada. Haré un acceso lateral, pero tengo que reparar el hueso o la seguirá desgarrando, dame un minuto. ¿Se detuvo el corazón?

—Todavía no, pero no expande sus pulmones, me encargaré de su respiración. Creo que es el diafragma, hay que sellarlo...

—Maldito viejo, lo juro, si te mueres aquí, te voy a… —Le recriminó la druida, apretujándolo del brazo como si fuera un muñeco.

Este drama sólo podía significar una cosa: fracasó con su hechizo. La moza y el cobarde intentaban sanarlo. Se sintió avergonzado. Lo miraban como si fuera un perro. Le hubiera gustado empujarlos y gritarles que lo dejaran en paz, pero no podía mover ni un párpado.

—Si bien contuvimos las hemorragias y ya respira por sí mismo —informó la druida a Ab Muhajadim, quien acababa de trepar por las escaleras—, volverá a empeorarse en unos minutos. Perdió mucha sangre, se quemó más de tres cuartas partes y definitivamente hay que lavar las heridas o se infectarán. Llevémoslo a la base, allá terminaremos de estabilizarlo.

Ab Muhajadim lo cargó en brazos como si fuera un costal de algodón y bajó las escaleras. Cada escalón hacía que el dolor se incrustara sus articulaciones. Tenía la boca seca y amarga, con el inconfundible sabor a sangre quemada y costras. Pero eso era nada comparado con la amargura que le daba el haberse equivocado en la conjuración.

Las dos primeras veces había salido bien. ¿Qué había pasado con la tercera? Seguramente se trataba de un error microscópico, un semitono abajo o una exhalación en el momento inadecuado. Si se hubiera equivocado en otra cosa, de él no hubiera quedado más que una línea de carbón tatuada en el piso.

Lenn y la druida se reunieron con la compañía alrededor de unas escaleras tapeadas que descendían a los subterráneos de la pirámide del Sol. Ab Muhajadim, después de depositar a Anuman en una sábana limpia, caminó hacia su enorme mochila que estaba a una prudente distancia de la fogata. Ahí se dio cuenta que el caballero en lugar de su armadura traía un chaleco de cuero viejo y partido, que era poco mejor que ir desnudo. Las sombras dibujaban surcos profundos y negros en los músculos de su cuerpo.

—Anciana ¿cómo está el viejo? —Preguntó Duncan, quien los había observado mientras bajaban.

—Más muerto que vivo. Veremos qué se puede hacer por él —la druida miró de reojo al centro de la pirámide antes de preguntar —¿ha vuelto Samas?

—No —respondió Duncan, con la mirada puesta en las escaleras—. Cada vez me arrepiento más de haber dejado que fuera solo a hacer el reconocimiento.

—Eso se llama responsabilidad. Y habla bien de ti que sientas esa presión, pero no dejes que te nuble el juicio. Necesitas tener una mente despejada y clara. Hay algo de lo que quiero hablarte —miró al líder con ojos inquisitivos y se acercaron un poco más a Anuman—. Las quemaduras siguen siendo el peor de los problemas de Anuman, cuando cierro una herida me encuentro más vasos calcinados. Sus huesos todavía están frágiles, tendremos que darle más tiempo. Pero mi pronóstico es sombrío, ¿te advirtió que esto podría ocurrir si lanzaba el hechizo?

—No lo mencionó.

—Mantener vivo al viejo está volviéndose muy problemático. Además ¿qué haremos si muere? Llevarlo a Puerto Esperanza puede representar un gran coste de elementos. Si me lo ordenas, suspendo la curación y lo dejamos morir, sufrirá menos.

Antes de que Duncan pronunciara una palabra, el mago emitió un gruñido de dolor y se retorció. Ella se dirigió a él y le dio vuelta. Sintió cómo penetraba su espalda con un dedo y la mitad inferior de su cuerpo se le entumeció. A los pocos segundos ya era incapaz de moverse o de sentir dolor.

—Me tomará alrededor de una hora valorarlo y si todo sale bien, quizá en dos ya se pueda mover con normalidad.

—¿Si Lenn te ayuda lo harían más rápido?

—Si Lenn me ayudara, nos tardaríamos cuatro horas. Él ya hizo lo que tenía que hacer allá arriba. Mejor apeguémonos al plan, no sabemos si los simios volverán a la pirámide. Yo me quedaré con él hasta que se recupere.

El proceso de sanación era doloroso y algunas veces podría volverse un suplicio. Pero la druida estaba bien entrenada y era cuidadosa, cualidades que jamás reconocería en voz alta.

Recordó las palabras que resonaban como un abismo profundo y negro. Las palabras que desataron el infierno de fuego. Eran sus palabras. Las había hecho suyas. No fue un problema de pronunciación. Era el tono correcto, el tempo adecuado. Los dedos hicieron la danza que había practicado veinte mil veces. Después vino la explosión: todo alrededor de su cuerpo estaba ardiendo. El fuego se propagó como una ola que avanza en todas las direcciones y él era el epicentro de la destrucción. El tercero, aunque definitivamente fue el más brillante y potente, fue su desgracia. Se acercó al sol y se quemó. Una lástima, ¿qué no hubiera dado por contemplar ese huracán de fuego a la distancia?

El polvo de vampiro era una sustancia increíble. ¿Cuándo duraría en su sistema? Según el viejo Werlin, serían años. Tenía que ser cuidadoso con sus palabras y pensamientos de ahora en adelante. Si por algún motivo se distraía, su cuerpo podía entrar en ignición en cualquier momento.

—El problema con ustedes los hechiceros, es que se creen los poseedores del secreto universal —aclaró Gardenerella mientras lo acomodaba boca arriba—, pero no son más que locos que buscan maneras más dolorosas de matar o morir. Y mira ¿qué pasa cuando uno de ustedes logra un dominio considerable en una de esas ramas? Esto, muerte y vómitos de sangre. He visto a Puscifer cuando usa sus rayos. También se lastima, lo sé, pero nunca tanto. Tú estás loco. Eres un suicida. Mírate ahora, das lástima. Hasta el más bondadoso de los sanadores te dejaría morir.

Quiso responderle, quiso ser ofensivo, pero no podía hablar. Sentía su garganta adormecida.

 

—Intenta tomar una siesta, te despertaré en unos minutos.

No iba a dormir. Él no necesitaba dormir, necesitaba encontrar su error. Uno a uno iba recorriendo cada instante sin hallar el fallo. No podía permitirse un error así de nuevo, si no había nadie para auxiliarlo moriría sin remedio. Recordó cada movimiento, cada palabra, cada flexión de voz: nada, el fallo no estaba ahí. Volvió a repasar la imagen y lo hizo diez más hasta que se quedó profundamente dormido, sumido en una caída negra y cómoda.

 

 

 

Lo despertaron violentamente. Su cuerpo aún se sentía torpe y entumido, pero ya no era un dolor infinito. El peso de sus heridas había dejado una estela que permanecería al menos por un par de días. Ya tenía fuerza para estar de pie, pero le dolía caminar, respirar y hasta pensar.

Miró a sus compañeros, Ab Muhajadim estaba terminando de llenar una mochila más pequeña y luego aseguró la otra a uno de los pilares. Samas había llenado su carcaj y en su cinturón cargaba antorchas extras. Gardenerella estaba frente a Black Anuman e inspeccionaba su cara, como si fuera un cadáver.

—Sí, todavía le falta reponer un poco de sangre, pero creo que estará bien —dijo, tras recorrerle un párpado hacia abajo—. Vamos. Levántate y anda, ya puedes caminar.

Pero se mareó y cayó al piso sin que nadie hiciera algo para ayudarlo. Seguía confundido y débil. Quiso decirles que lo esperaran un poco, pero su garganta se sentía rara. Áspera y pesada. No podía hablar. Esa maldita druida debió olvidar sanársela.

—Corre viejo —gritó Samas mientras descendía por la escotilla—, los otros ya nos deben estar esperando.

—Aquí están tus cosas, Black —dijo Ab, con esa voz lenta y torpe, mientras señalaba un macuto negro que se había colgado al cinturón. Si necesitas algo, sólo dímelo.

Gardenerella soltó una ligera risa, pero Anuman no quiso prestar atención. El hechicero caminó tan rápido como pudo hacia la escalera.

Los escalones de piedra eran amplios y extrañamente bien conservados. Estaban sucios, como si nunca los hubieran limpiado.

Abajo estaban el caballero, la druida y su primo lejano, Samas, quien explicaba detalladamente qué había encontrado en su reconocimiento fugaz.

—...Duncan me había ordenado no adentrarme demasiado, además los bloques que tapeaban la escotilla eran muy pesados para moverlos yo solo —decía con su rasposa voz—, si caminamos otros quince minutos llegaremos al lugar.

El laberinto subterráneo no envidiaba en calidad y estructura a ninguna ciudad hecha por los humanos. Los pasillos eran todos de piedra, labrados por una civilización antigua y con mucho conocimiento de arquitectura. Era evidente que no fue hecho por humanos, las proporciones de las puertas, los ladrillos y hasta las escaleras no estaban pensados para que unos pies rosas los caminaran. Todas las paredes tenían detalles pictóricos que, aunque bajo capas de tierra y moho, dejaban asomar fragmentos. Black Anuman, intrigado por uno, arrancó un parche de musgo y lo entendió con claridad. Había una representación de una deidad serpiente sin piernas, con media docena de reptiles bípedos adorándola de rodillas.

Hizo una mueca y un sonido amorfo que los tres ignoraron. Anuman estaba comenzando a exasperarse.  Alcanzó a la druida y la jaloneó de un hombro, después señaló a su garganta.

—No sané tu garganta —reconoció sin vergüenza—, me pareció que sería lo más prudente. Es muy tardado sanar esa área y si lo hubiera hecho, a esta altura ya estarías intentando lanzar hechizos de nuevo. Tienes una varita —señaló a su cinturón—, con esa te bastará. Considera que ya has hecho suficiente por hoy.

Sintió rabia. Quiso abofetearla, pero una náusea terrible se le subió a la cabeza. Tuvo que agacharse con cuidado para no caer desmayado. Maldita sea la hora en la que permitió que esa sucia druida lo sanara. ¿Quién se creía que era?

Una gruesa capa de sudor le llenó la frente. Necesitaba tranquilizarse o no podría volver a caminar. Respiró profundo una vez más y cuando se sintió mejor, caminó tras ellos, que ya se habían adelantado más de lo que era prudente. Siguió la luz de la antorcha. Cuando estuvo con ellos, vio que Samas iluminaba al piso. Era el cadáver de un kongra.

—Hace rato me tropecé con este. Es el único que encontré —aluzó desde distintos ángulos, hasta que dio con el correcto. Bajo la costilla izquierda tenía una mordida por la que se asomaban putrefactas entrañas. El caballero se tapó la nariz y miró a otro lado. Gardenerella se inclinó para inspeccionarlo con mucha atención. Giró una mano y lanzó los vapores a su nariz.

—Veneno, claro. Eso explica por qué no he visto ningún otro insecto desde que bajamos. ¿Que será lo que se esconde en este lugar?

Black Anuman recordó la imagen que había visto, pero ni se esforzó por volver a hablar.

No tuvieron que andar mucho antes de llegar a las escaleras que llevaban aún más profundo. El grupo de Duncan debió haber movido las piedras que tapaban las escaleras a las profundidades. El hechicero pensó en decirles lo que vio en la pared, pero era tan complicado y sentía ganas también de hacerlos sufrir un poco más. Bajaron.

Ahí abajo se encontraron con otro cadáver. Este en un peor estado de putrefacción. El olor dulzón de la putrefacción era insoportable, nauseabundo. No había ni una corriente de aire que ayudara a despejar un poco el humor tan denso. Había sangre, vómito y pedazos de carne embarrados por todas partes. Los cadáveres eran de sibangs, kongras y una especie que Black Anuman no había visto hasta ese entonces, pero que Puscifer había mencionado en el trayecto a la ciudad de Banuta «los merklin son los simios más peligrosos. Aprendieron a utilizar los poderes de los arcanos. Tienen la capacidad suficiente para lanzar hechizos, que, aunque básicos, pueden ser mortales si te sorprenden.

Siguieron caminando hasta que se toparon una encrucijada. Los símbolos brillantes escritos en la pared se podían apreciar desde decenas de metros. No eran ni elegantes ni claros.  Anuman decidió esperar hasta estar lo suficientemente cerca para interpretarlos. Pero el mensaje era igual de confuso.

—A juzgar por la flecha, no debemos ir al oeste —comentó Samas, después de un largo silencio.

            —A mí me parece todo lo contrario —contradijo la druida, con un deje de orgullo en la voz.  —La flecha a la izquierda indica movimiento, la cruz a la derecha significa que fueron allá y encontraron algo peligroso.

—A mí no me lo parece —respondió Samas, rascándose la barbilla con inquietud. —¿A ti que te parece, Ab?

El caballero, que estudiaba la pared con unos ojos pesados, como de estatua, confesó que tampoco sabía. Gardenerella miró disimuladamente a Anuman, quien estaba hasta atrás, refugiado en las sombras. El mago era orgulloso. Si no querían oír su voz, no comunicaría tampoco nada con sus ojos. La miró sin entregarle siquiera un parpadeo.

—Pues no se diga más, nos vamos por acá —ordenó Gardenerella y caminó por delante.

Habían acordado apagar la antorcha, pero había tantos cuerpos apestosos en el piso que era frecuente tropezar con ellos o hundir un pie en la gelatinosa carne peluda, cosa que hizo que Gardenerella gritara llena de asco.

Gardenerella gruñó una grosería cuando tropezó por culpa de una grieta en el piso. Se giró sobre su cuerpo y buscó en su mochila con desesperación. Sacó un objeto envuelto en una gruesa capa de tela, que a medida que retiraba, mostraba su verdadera naturaleza. Brillaba con el mismo color de una luciérnaga, pero con una intensidad mucho mayor, aunque igual de discreta.  Alzó una mano y caminó de prisa.

Samas, quien iba a su lado, se atrevió a profanar el silencio con un suave murmullo.

—Viejo —susurró el arquero, quizá demasiado cerca—, necesito preguntarte algo.

Anuman seguía sin poder articular palabra, pero de haber podido, hubiera preferido no hacerlo.

—Responde con la cabeza sí o no —se atrevió a ordenarle—. ¿Has muerto más de treinta veces?

El piso estaba pegajoso y sus botas tronaban con cada paso. Ab y Gardenerella seguían avanzando sin considerar que él podría necesitar un poco de paciencia. Samas seguía atento a su respuesta, hasta que se cansó de esperar y se le puso enfrente.

Black Anuman movió la cabeza de arriba para abajo, luego lo apartó y siguió caminando. Samas lo alcanzó, con ese susurro tan molesto.

—Recibí el beso de Alas veinte veces. Antes de eso ya había muerto cinco veces. Primero no sentía más que alguna confusión esporádica, pero de un momento a otro me doy cuenta de que, mi cerebro no es el mismo. He olvidado años completos de mi juventud, casi no recuerdo mi niñez, como si se hubieran arrancado páginas de un libro…

Anuman se exasperó y lo volvió a apartar. Caminó más deprisa y el arquero lo alcanzó una vez más,

—Lo que quiero saber es… —se notaba el miedo en su voz cuando se volvió a plantar frente a él, impidiéndole avanzar— ¿sigues siendo el mismo?

Gardenerella los había dejado atrás y con ella se había llevado la luz. Ahora volvían a estar en penumbras. Samas tuvo que encender un cerillo para ver lo que Anuman le respondía usando su severo rostro. El arquero debió deprimirse con su respuesta, porque de inmediato apagó el diminuto fuego y se alejó, molesto.

La luz ahora se había alejado tanto que no vio un cadáver en el piso y tropezó de lleno, cayó en un charco de podredumbre y se quejó como una bestia. Levantarse por su propio pie fue difícil. Su mente seguía nublada. Retomó el paso como endemoniado, con la luz tan lejana, que no se dio cuenta que había una bifurcación en el pasillo y que se había equivocado de camino.

Black Anuman seguía tropezando torpemente con los cadáveres regados por doquier, pero se alivió cuando muy a la distancia pudo distinguir un resplandor verde y se apresuró. Es resplandor fue incrementando mucho más de lo que hubiera esperado hasta que se dio cuenta que había llegado a una habitación amplia y que el brillo provenía de los múltiples charcos que compartía un brillo muy similar al de la estrella de Gardenerella. Frente a él estaba una criatura aberrante. Había encontrado por sí solo al asesino los simios.  Una mezcla grotesca de dragón, serpiente y vaca. La mitad inferior de su cuerpo estaba cubierto por escamas jade parecidas a las de dragón, pero con un patrón geométrico repulsivo que le recordaba a las celdas de un panal. El vientre era amarillo y profuso, como el de los sapos. Se trataba de una hembra, lo sabía por sus enormes pechos. En su espalda había un par de alas replegadas sobre sí mismas, eran pequeñas y seguramente, al igual que las de los dragones, eran vestigios evolutivos y no servían para volar.

Regresó por donde venía. Era una tontería intentar otra cosa. Se había vuelto a adentrar en la oscuridad hasta que unos horrorosos gritos le erizaron los cabellos.

—¡Black! ¡¿Dónde estás?!

Maldita sea, lo creían perdido y en vez de encontrarlo, sólo despertarían a la bestia. Usó todas sus fuerzas para correr tan rápido como pudo, pero fue demasiado tarde. Escuchó el rugido de la criatura y el siseo lejano de su desplazamiento. Un batir de alas monstruosas agitó el aire dentro del túnel y el aire por poco lo hizo perder el equilibrio.

Los tres estaban cerca. Llegó a la intersección donde había cometido el terrible error de desviarse. Vio acercarse un par de ojos rojos en la oscuridad. Sin embargo, el engendro de serpiente llegó hacia donde estaba Black Anuman antes que sus compañeros. La serpiente dio un coletazo que Black Anuman logró esquivar más por suerte que por habilidad, pero ésta debió impactar contra una columna o un arco, porque sobre ella se derrumbaron pesados bloques de piedra.  Escuchó los siseos desesperados de la bestia, pero nada más que eso.

Aun en el piso, Anuman se palpó rápidamente y por fortuna seguía completo. Se puso de pie como un gato viejo e intentó recitar un hechizo, pero falló. Por un segundo olvidó que no podía hablar. Tomó la varita que colgaba de su cinturón y se concentró. Una llama resplandeció en la punta de su varita dorada. Vio cómo el monstruo se retorcía de coraje, pero no lograba liberarse. Su cola había quedado bajo la columna. No tenía la capacidad de conjurar hechizos, pero el destino lo había colocado en una posición privilegiada. La sacudía con elegancia y cada secuencia de movimientos hacía brotar llamas que se quemaban a la bestia. Aunque le tomara tres horas matar a esa bestia con un ataque tan modesto, estaba decidido a hacerlo.

Las flamas dejaban quemaduras sangrantes, la bestia chillaba con la fuerza de docenas de trompetas. Nunca había escuchado algo tan ensordecedor. La bestia enloquecida, al igual que hacen los lagartijos, usó sus garras para arrancarse el pedazo de atorado de cola. Black Anuman corrió por el único camino que tuvo frente a él, que era el que lo llevaba a la encrucijada. Ya había visto para qué usaba las alas esa madre serpiente, si llegaba a ser embestido por ella, su vida habría terminado.

Volvió a tropezar, pero esta vez no fue ni con un cadáver ni con una piedra, alguien le había metido el pie para derribarlo. Esa misma persona le tapó la boca.

Lo arrastró hasta un recoveco y le ordenó que esperara. La bestia estaba cerca, su rugido era inmenso. La persona se desplazó al centro del camino y esperó a que la bestia se acercara corriendo, luego recitó «utevo lux» y el collar de Duncan nació el destello de un pequeño sol, cuyo brillo encandiló a la bestia. Esta intentó taparse los ojos con unos retorcido y flacuchos brazos. Anuman prestó especial interés en los ojos. Pero Duncan disparó una flecha y le cegó un ojo.

—¡Huye! —Gritó el arquero y corrió hacia la encrucijada.

No sabía de dónde había sacado fuerzas para mantener el paso del arquero, pero poco le importó después de que algo más extraño llamara su atención. De la espalda de Duncan colgaba un mono apestoso y sin cola, que lo estudiaba con ojos rojos, quizá demasiado curiosos, quizá demasiado insolentes.

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