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Las Redes Oscuras (capítulo 0): El topo

Sobre él pesa la duda, esa maldita intuición que carcome el corazón de los adentrados en las ciencias místicas. Suena como una idea idiota, quizá sólo sea una corazonada oscura y pesimista. Pero ¿y si sus sueños tuvieran razón? De ser así, puede que poco se pueda hacer para remediarlo, y menos ahora. Todos fueron unos idiotas. Él, y los reyes. Cayeron en la trampa. Pero al menos ellos no se engañaron a sí mismos. Estaba cansado, necesitaba acabar con eso lo más pronto posible y tomó un atajo. No prestó atención cuando debía. Estaba viendo sin ver. Y ahora, sin ojos por fin lo comprendió.

Pero no pudo esperar un día más.  Salió después de comprender el maquiavélico juego. Pensó que era patético. Un ciego yendo a explorar. Pero ¿qué se debe hacer cuando se está atrapado entre una piedra y algo duro? ¿A dónde se deben llevar las naves? ¿Al vacío o al fracaso?

«A todos los lugares menos a donde voy» le hubiera gustado responderse cuando salió. Sin embargo, aquí está, adentrándose sin descanso en la selva de Tiquanda, infierno de savia verde que amenaza con las yerbas que se defienden desesperadas y todo lo llenan de sí mismas. Chocan contra sus botas de cuero y han logrado perforarlo. Es sólo una molestia minúscula, un sangrado menor. Anda por los pasajes que, aunque no ve, conoce casi de memoria y ha cruzado durante años. Muchas veces con prisa, otras no tanto. Pero siempre con la naturalidad de quien anda por su casa.  Aun así, la selva es un monstruo que sabe cambiar de cara. Algunos árboles crecen a un ritmo inverosímil, volviendo todos los caminos un laberinto perfecto y cruzarlo sin ver, a ciegas, será un reto más que interesante.

La incertidumbre gana terreno en su corazón, como un manto oscuro y crepitante crepita en la noche. Está nervioso y decide hacerlo una vez más. Conjura algo, tan quedo que ni él escucha su propia voz. El aire va y viene, trayéndole pequeñas piezas, como de rompecabezas. Todas le indican lo mismo, todas forman la misma figura. Frente a él hay una gigantesca mansión de mármol blanco. Se olvida de la fatiga que pesa en sus pies.  Lanza otra vez el mismo conjuro y obtiene una nueva imagen.  El lugar parece abandonado, como si los años y la selva se hubieran encargado de devorarla sin descanso. Intenta recordar y vienen a él el nombre de los todos los ríos y arroyos, el nombre de las lomas, los acantilados y lagos de la jungla. No aparece por ningún lugar. Hace un año cruzó el puente colgante de las montañas de Kha’zeel y por lo que pudo ver con su ojo, un palacio tan grande no podía ser ignorado, en ese entonces la mansión no estaba ahí.

Alerta, se acerca apartando las ramas que le abrazan las piernas, parece que intentan detenerlo. Sube a un árbol como una araña e incrementa el alcance de su hechizo. Habitaciones llenas de fornitura arcaica y polvo amontonado. Abajo, en el recibidor junto a las oscuras e impenetrables escaleras, una mujer que lo espera.

Hay algo en el aire que le parece corrosivo. Ese mal augurio es un gato asustado que daña el corazón. Besa su anillo de rubí en busca de la valentía para cruzar la puerta. Emite una frecuencia más y detecta el largo pasillo que se alza frente a él. Pero sus sentidos no viajan más allá. Son devorados por la oscuridad.

Le gustaría irse de inmediato. Su instinto se lo suplica, pero no puede huir con las manos vacías. Avanza por el pasillo y siente la brisa que entra por una ventana ligeramente abierta. Lanzó su hechizo una vez más y sintió cómo en la negrura de su cabeza se construían magníficas pinturas que podía apreciar con un detalle soberbio. Era como tener un par de nuevos ojos con una paleta de colores más amplia. ¿Qué magia mística y cuál mano mítica habrá pintado eso? Dijinns flotando sobre arenas doradas, evocando llamas verdes que se alzan hacia el cielo. Hay otros tantos con figuras femeninas besándose entre ellas, a los genios de ardientes ojos o siendo abrasadas por el fuego dorado de Fafnar.

Un ligero disturbio del aire lo alertó, justo antes de que un brote de sombra saltara hacía él.  Era tan ruidoso que no necesitaría su radar. Giró a tiempo para evitar que las garras de esa criatura le destrozaran el cuello, dejando a cambio, un surco profundo en su antebrazo izquierdo por el que podía sentir su hueso expuesto al aire. La abominación se volvió a lanzar sobre él, pero con un preciso arqueo de su mano tomó una runa de su cinturón e hizo aparecer una barrera de energía infranqueable. La bestía no la podría cruzar, pero no tardó en revirar el ataque, desde un ángulo más preciso. El hechicero logró desenfundar la espada que había robado y conjuró una nube de vapor azul cálido que lo envolvía como una armadura de arena. La bestia lanzó mordidas a diestra y siniestra, mientras azotaba su cola y hacía tronar el piso. Bloqueaba los golpes que no lograba esquivar, ya fuera con su sangrante brazo izquierdo donde el vapor actuaba como escudo. Y tras una paciencia que parecía no poder estirarse más, atacaba con su espada en el momento preciso. No se valía de su filo, sino de la punta que actuaba como catalizador para disparar centellas heladas. La llama azul que lo rodeaba se había encogido más rápido de lo que esperaba. El hechicero pronto tendría la carne descubierta ante el ataque. Con un movimiento mucho más estúpido que prudente, se deslizó hacía la criatura y de un estoque afortunado logró introducir la punta de la espada en las fauces de la bestia. Con la otra mano comprimió una runa de color azul y esta se fundió en el metal de su espada. Media docena de carámbanos perforaron desde adentro hacia afuera el cráneo de la bestia. Una vez más inspeccionó a la abominación tirada en el suelo. Su rostro quimérico era grotesco, extraía la mayor fealdad de un humano y un felino, como una esfinge profana. El mago dio un suspiro profundo y de su cinturón tomó una botella que tras una firme agitación burbujeó. Dio un trago y se sintió mucho mejor mientras el vapor que lo envolvía aumentaba su densidad. Con la punta de los dedos, recorrió la herida que le había hecho la bestia y esta cicatrizó, dejando tras de sí una huella de tejido fibroso e inflamado.

—Qué ruin eres. Mira que matar a mi Panza así, sin antes preguntar si el gato tenía dueño. Pero lo tenía merecido, siempre fue la más desobediente. Le dije que esperara.

La resguardaban tres felinos idénticos al que acababa de matar. El más grande mostró sus colmillos y maulló. Los dos restantes azotaron sus colas contra el piso.

—Estoy buscando a una mujer muy parecida a ti.

Y como lo esperaba, no respondió nada más. Tendría que extraerle información a la fuerza.

            —Utevo gran res ven —dijo, modulando todo el aire de sus pulmones. De la espalda del hechicero brotaron rayos que latigueaban el aire. Se condensaron en una forma humanoide. Era un ser musculoso tan grande que rozaba el techo. El mago lo conocía de memoria. Su piel era como un cielo estrellado. Tenía líneas de luz dorada que dibujaba antiguos glifos fluctuantes. Las tres bestias lucharon contra su espíritu mientras él lo apoyaba lanzando hechizos y procesando toda la información de su alrededor.  La batalla fue tan feroz y rápida que no se percató de otro otros dos felinos que saltaron contra su creación y terminaron desmembrándolo. El mago retrocedió. Estaba acorralado contra la pared.

No le gustaba recurrir a ese método porque irremediablemente perdería el uso de sus piernas y brazos, dejando inútiles los anillos. Pero ya no tenía otra opción. De golpe se cortó la irradiación del halo azul que lo cubría. Sus brazos cayeron flácidos y poco a poco comenzaron a marchitarse como plantas privadas de agua. Destellos, como las venas que dejan los rayos en el cielo aparecieron alrededor del mago. Era un orbe con ocho tentáculos que tronaban como latigazos de un rayo domado, dejando redes quemantes a su paso. Las criaturas murieron aterradas cuando fueron atrapadas entre esos hilos de energía galvánica. El mago, entumido, fue arrastrado por esos tentáculos que usaba como las arañas usan las patas. Lo colocaron detrás de esa mujer, antes de que ella pudiera huir. Uno de esos apéndices eléctricos, el de menor tamaño y por mucho, el más preciso, desenfundó su espada mágica y la apretó contra el cuello de quien ahora era su rehén. Hizo brotar un hilo de sangre. Era negra y fétida.

—Ahora me responderás —sus palabras eran arrastradas, como si articular una sola sílaba fuera una tarea imposible para su garganta. —Quiero saber qué están tramando…

Una arteria eléctrica salió de la frente del hechicero y entró por el cuello de la mujer. Esto le causó perder el control de su cuerpo. La descarga unió por un instante los dos cerebros. Todo le parecía una nube de borrosa información que al disiparse le mostró una imagen tan vívida como la misma que le ofrecían sus ojos. Y vio algo que sólo en sus pesadillas había sido capaz de imaginar: este séquito de hechiceras había resucitado al legendario Ferumbras.

—Llévame con Asura —ordenó el hechicero ciego. Estaba temblando y tenía una respiración agitada que, los más crédulos e incautos podrían alegar que era un signo inequívoco de miedo.

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