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Las Redes Oscuras (capítulo 18): Hombre al agua

 

Con la caña de pescar bien asida entre las manos, Argón soltó la vista en la superficie del océano y se dejó arrastrar por la corriente. Podía haber monstruos abominables luchando en las profundidades y ellos como si nada, apenas percibiendo la suave y ondulante caricia que el mar le hacía a La Porquería. Con un pescado más alcanzaría para que todos cenaran un poco.

Igual que la corriente había hecho con la barcaza, la mente de Argón lo arrastró al pasado. Recordó aquella mañana fría hace más de treinta años, en la que se negó a acompañar a su abuelo. Barajó alguna tonta excusa, pero la verdad es que tenía miedo del mar y las tormentas. Y como si hubiera sido un presagio. El barco nunca llegó a su destino y de su paradero, ni a quien preguntarle. Fue afortunado por haber salvado su vida, desdichado por no tener con quién compartir la dicha de vivir. Y ahora, en medio de la inmensidad de los mares del sur, aquel temor se sentía tan lejano.

Un enérgico pez jaló el hilo y lo sacó del trance. Era un atún de aleta larga, lo sabía por la fuerza. Lo sacó sin problemas. Dorado y jugoso como pocos. Notó algo curioso dentro del hocico. El atún no había mordido el anzuelo. Había sido uno más pequeño que terminó en las fauces del mayor. Así es la vida. Los peces grandes siempre devoran a los pequeños. Y a veces, estos últimos son afortunados, pues tienen el privilegio de arrastrar al infierno al pez mayor. Es una cadena sin fin. Hasta que llega el hombre, que todo devora con su fuego... O con sus cuchillos... O con sus palabras. No importa el tamaño del enemigo. Sea una sardina, tiburón o ballena. Siempre habrá un humano que encuentre su debilidad y lo haga sangrar. Todo ser con sangre, si es herido lo suficiente, puede morir

Pero ahí están, frágiles humanos que, jugando a ser arañas, se perdieron en el mar. ¿Y qué hacen nueve arañas en medio del mar? ¿Qué hacen trepadas en La Porquería? Pues orar para que una corriente los lleve a tierra firme. Tienen miedo como cualquier sensato haría. Basta una diminuta tormenta o un cruel oleaje para hundir a La Porquería y que ellos se ahoguen irremediablemente. Y muertos, en el fondo del mar, algún diminuto pez, seguramente les morderá el corazón.

Culpó a esos simios, pues fueron ellos quienes los condenaron a morir en el mar. Duncan dijo que eso era mejor que se dilapidados. Era evidente que no podían salir impunes después de haber matado a tres veintenas de simios, por más promesas de amistad que Empélocles y Duncan hubieran hecho.

A La Porquería, ni un marinero ahogado en alcohol la hubiera llamado barco. Por eso decidieron nombrarla como algo que sí parecía: una Porquería. Era obra improvisada de enanos. Uno se podía dar cuenta de eso cuando miraba la manera en la que habían entrelazado los troncos que formaban el piso de la balsa. Las decenas de años que esa cosa permaneció oculta en la selva había mermado su calidad, pero si una tormenta no la hundía, seguro duraría otros cincuenta años. La Porquería era pequeña, apenas cabían cinco personas si querían estar cómodas, así que los ocho constantemente chocaban sus codos. Por un segundo, Argón se alegró de que Puscifer fuera un gusano, porque de lo contrario no habría lugar dónde meterlo.

Ab Muhajadim de inmediato improvisó una vela con una lona que traía. Dijo que con suerte y vientos favorables podrían regresar a la costa en un día o dos. Sin embargo, Argón sabe que la suerte es una damisela escurridiza, que nunca favorece a quien la anhela con delirio. Al día siguiente fueron arrastrados al océano profundo sin que pudieran hacer nada más que ver.

Habían pasado ya dos semanas rodeados de nada más que mar. Los ánimos del clan tocaron fondo cuando los druidas anunciaron que ya no podrían crear más vegetales. Pero Argón se resistía a que la corriente del desánimo lo arrastrara. Ya tenía los pescados, pero el sabor dependía de los druidas. Caminó hacia Lénnister con una sola petición en la cabeza. Chocó con Ab Muhajadim. Tenía una diminuta camisa de tirantes. Jalaba de una soga para tensar y manipular la improvisada vela. A juzgar por su cara, no tenían el viento a favor. Miró con reprobación la armadura de Argón, pero no le dijo nada. Entendía los peligros de tener armadura en un barco, pero a Argón no le gustaba quitársela a menos que estuviera en un lugar realmente seguro. Avanzó unos pasos hasta tocar el mástil que se alzaba más de tres metros. En la parte más alta, parado en un sólo pie y manteniendo el equilibrio como un verdadero acróbata circense, estaba Duncan. Miraba a través de su telescopio de bolsillo y de cuando en cuando ponía orden entre ellos. Pasó de largo a los hermanos Rívench, que estaban en mitad de una acalorada partida de cartas que colocaban en sus piernas. Para dormir, tenían que hacerlo en turnos, porque de lo contrario corrían el riesgo de caer al mar a la mitad de la noche. Hasta atrás, estaban los druidas y Black Anuman. Lenn Lennister miraba al mar en silencio, fumando como siempre. Gardenerella tenía un libro entre las manos y Black Anuman meditaba mientras en su mano izquierda sostenía una runa en blanco.

Gracias a Lenn y a Gardenerella no faltaba agua potable. Los druidas eran verdaderos genios de la supervivencia. Precipitaban el agua del mar y la depositaban en botellas, dejando como resultado agua destilada y un poco de sal, para comer. «No es la mejor agua para beber —reconoció la druida—, pero es mucho mejor que morir de sed». Las primeras dos semanas habían sintetizado frutas y verduras, pero ya no les quedaba nada más que una considerable cantidad de hongos ocres, a los que llamaban hongos de tierra o sencillamente hongos cafés. Eran caros y ligeros, cruciales en momentos de desesperación. No más grandes que las uvas y mucho más ligeros. Bastaban tres para satisfacer el estómago hambriento de un aventurero y Argón no conocía a la persona que se hubiera comido más de diez. Pero eran duros y fibrosos, era lo más parecido a comer madera. Después de masticar uno, la boca quedaba seca y el sabor a tierra tardaba horas en desaparecer.

—¿De verdad no hay manera de que hagas una cebolla? Vamos, esfuérzate, haz aparecer un chile o un rábano para darle sabor al pescado.

—Entiéndelo, es imposible —dijo el druida enfadado, llevándose las manos a la cara. La bolsita de tierra que se había colgado en el cuello oscilaba como un péndulo. Ahí transportaba a Puscifer. Ni Gardenerella, ni Lenn ni Black Anuman sabían cómo deshacer el hechizo de la madre serpiente.

—Has estado comiendo todo este tiempo así que no es energía lo que te falta, ¿qué es lo que necesitas?

—No lo entenderías. —Lenn miró a Gardenerella en busca de ayuda, pero ella se alzó de hombros y cerró los ojos. —No es energía lo que me falta… Unos lo llamamos alma, otros ánima o esencia, depende de la escuela. Algunos arcanos siguen llamándola en inglés, soul. No es algo tangible, sino algo dentro de cada uno de nosotros. Se nutre con la esencia de los seres vivos que habitan en el mundo. Cuando arrebatamos la vida de una criatura, una parte de su alma se queda con quien la mató. Esa alma es un requisito para hacer que aparezca algo que no existía antes. Algo así como la fuerza que se usó para dar forma a lo existente. Decir que es una moneda de cambio entre la vida y la muerte sería una definición vulgar pero no errónea. Digamos que es una constante para mantener el equilibrio en el mundo. Se da y se quita. ¿Entiendes? —Argón Rikan negó con la cabeza. —Mira a Black, supongo que sabes lo que está haciendo.

Claro que lo sabía. Nunca le había prestado tanta atención como en esos días. Después de horas en silencio, abría los ojos y con su dedo hacía una inscripción en la piedra basáltica. Muchas veces cambiaban a color naranja, verde o púrpura. Otras mantenían su color gris, pero un símbolo letal quedaba marcado en su superficie. Entre más inscripciones le hacía, más pesaba.

—Con cada runa que crea, gasta parte del alma que ha arrebatado. Mientras siga comiendo y tenga alma, podrá hacer cierta cantidad de runas. Pero una vez se haya quedado sin alma, tendrá que arrebatar vidas como un requisito indispensable para seguir creando.

Dos o tres veces al día salía de su estado para comer champiñones de tierra y volvía a sumergirse en su ensoñación. Era como si nada más le interesara. Argón nunca volvería a ver esas piedras de colores de la misma manera.

—¿Quieres decir que para cada runa se necesita asesinar? ¿Incluso para las de sanación?

—Sobre todo, para las de sanación. Y como te darás cuenta, inscribir una sola toma horas.

—¿Y por qué si él todavía tiene almas no las usa para crear comida?

—Porque es un hechicero —dijo riéndose, como si de un momento a otro hubiera olvidado que Argón conocía muy poco de los asuntos de la magia. Después de recapacitar, prosiguió—, los hechiceros no pueden crear comida. Son estériles. Es como si una mujer le pidiera a un hombre que se embarazara, sencillamente no hay manera. Aunque su vida dependiera de ello, no podría hacer crecer ni un rábano. Sus almas las usan para matar, nosotros para crear. Es una cuestión polar la que separa a los druidas de los hechiceros. Como una vez que giras hacia la derecha, dejas de hacerlo hacia la izquierda. Ellos cierran un ciclo, que nosotros somos capaces de abrir.

—Creí que sólo los dioses y las parejas eran capaces de dar vida.

—No es vida lo que damos, es existencia. Por eso dije «crear». Con mis almas puedo generar componentes orgánicos como manzanas o duraznos, rosales y gardenias. También runas de ataque, o runas que regeneren piel, vasos sanguíneos, músculos y hasta huesos. Los paladines pueden encantar lanzas o fabricarlas de un material etéreo, pero eso no es dar vida. En eso tienes razón, sólo los dioses y las parejas pueden engendrar vida.

—¿Entonces cómo haces en el jardín?

—Ahí utilizo precursores orgánicos. Más que otra cosa, dirijo las moléculas al igual que un arquitecto haría con sus albañiles. Es un arte perfumado con magia. Eso es un simple hobbie. Crear runas es el verdadero arte de usar las almas. Míralo, me tiene sorprendido, es un monstruo. Black tiene una capacidad increíble para concentrarse. Yo no sería capaz de hacerlo en un entorno tan ruidoso. Estoy seguro de que podrías moverlo de lugar y no saldría de su trance.

Primero lo miró con curiosidad y asombro. Ahí, sentado, con los ojos cerrados y la runa bien empuñada. De un momento a otro, abrió los ojos. Esos ojos blancos, sin iris ni pupila. Los ojos de un demonio. Con un dedo hizo un trazo en la piedra y ésta se marcó como con si fuera tinta de luz, que al enfriarse dejó ver las líneas negras sobre el gris metálico de la piedra. Argón la estudió desde lejos. La runa ya tenía varias marcas. Cuando se gastaba la última marca, la piedra desaparecía en el aire, igual que un estornudo.

Anuman volvió a cerrar los ojos inmediatamente después. Argón no pudo contenerse y se puso frente a él. Pasó su mano frente a él y no obtuvo respuesta. Se dejó llevar y con un dedo le picó la frente al hechicero, quien se levantó como un tigre enfurecido. Lo tomó de la muñeca y con la runa que tenía en su mano disparó hacia el peto del caballero, que salió expelido como si no pesara.

Todo fue tan repentino que no pudo hacer gran cosa. Perdió el equilibrio y cayó de la balsa. Vio la luz de la superficie cada vez más lejos. Estaba siendo arrastrado a las profundidades, jalado por el peso de su armadura. Intentó impulsarse con sus brazos hacia arriba, pero era inútil. Luego vino el primer sorbo de agua. Como un instinto estúpido intentó quitarse la armadura. Pero no encontraba los cintillos y para cuando terminara, ya no le quedaría aire en los pulmones.

Miraba la sombra de la balsa cada vez más lejana. Quiso rendirse y sintió una pena estúpida por sí mismo. Como si sus amigos, lejos de lamentar su muerte, fueran a burlarse de él. Fue entonces cuando lo vio.

Duncan entró al agua con la gracia de un delfín en picada. Le tomó más tiempo del que le hubiera gustado, pero descendió hasta Argón. Ató una cuerda al peto del caballero y dio un tirón. Poco después se enteraría de que fueron Jarcor y Ab quienes lo jalaron a la superficie

Asido firme a La Porquería, y vomitando enormes cantidades de agua, Argón había esquivado una vez más la muerte. Arriba, sobre la lancha, Lenn Lennister y Anuman habían quedado petrificados en mitad de un combate.

Duncan daba hondos suspiros cuando se puso de pie. Primero tosió agua un par de veces, luego se sonó los mocos en su mano y de un muñequeo rápido los arrojó al mar.

—Libéralos —ordenó Duncan a Gardenerella, aun esforzándose por respirar. —Pronto tendremos visita. Antes de saltar vi un barco por el este.

—Lo haré en cuanto le adviertas a estos dos patanes que, si vuelven a pelear, los paralizaré de nuevo y los tiraré yo misma al mar. Prefiero eso a que nos hundan a todos —amenazó Gardenerella, acercándose a las estatuas iracundas con una runa en la mano. Si alguno de ellos caía al mar, iba a ser mucho peor que caer con armadura porque en estos momentos no podían ni respirar. El agua entraría a sus pulmones sin resistencia. Sólo duraba unos minutos, pero en ese periodo el afectado no podía mover ninguno de sus músculos. Una gran cantidad de estas era utilizada en cirugías o para emboscar a distraídos en callejones oscuros.

—Al menos no son piratas, tienen las velas del Rey. —aseguró Ab Muhajadim, mirando a través del telescopio que Duncan había arrojado antes de saltar.

—Preferiría un barco pirata —dijo amargamente Samas, recargado en el mástil.

—Nos irá bien, no se preocupen —aseguró Duncan, quizá con demasiada confianza.

—No estés tan seguro —contradijo Lenn, mirando con recelo a Anuman—. Puscifer tenía nuestro salvoconducto. Si tenemos suerte nos tratarán como náufragos y si no… —miró a Argón, que se estaba quitando el peto abollado por el impacto de la runa.

El caballero sabía lo que miraba en él: el pelo rojo, la cara afilada, el cuerpo fornido y alto, típico de los norteños. Todo en él delataba sus raíces.

—Algo se me ocurrirá —dijo Duncan señalando al caballero—. Argón, pase lo que pase, tú te vienes conmigo.

 

 

Fueron rodeados por cuatro botes procedentes del bergantín, anclado a una prudente distancia. Un tirador en cada bote los amenazaba con una ballesta. Una vez que fue seguro, llegó un quinto bote desde el barco. Ahí debía venir el heraldo, pues lo primero que vio fue el escudo de Thais bordado con hilo de oro. Había otros dos estandartes más abajo, uno representaba a Puerto Esperanza y un tercero que Argón no conocía.

En este bote había un ballestero, un heraldo pelirrojo, dos remeros y un sujeto con atavíos demasiado elegantes.

—Frente a ustedes —gritó el heraldo, su cabello era similar al sol de la tarde de verano—, se encuentra el Capitán Comino, dirigente del décimo sexto regimiento del brazo marítimo de su excelencia, y protector del Puerto, Angus.

—¿Por qué no tienen velas? —Preguntó el Capitán. Ninguno en La Porquería respondió. Había suficientes ballestas como para atravesarle el corazón a la mitad de Arakhné ante la mínima orden. —Exijo que se identifiquen.

Duncan había dado instrucciones vagas y confusas. Tenían dos cosas estrictamente prohibidas: responder ante cualquier agresión y comprometer la información que obtuvieron en Banuta. No debían revelar quiénes eran ni a dónde iban. El supuesto capitán los miró desconfiado. Algo tenía la cara de ese sujeto que le daba asco. Era larga y plana, como una mesa. Tenía los ojos pequeños y enjutos, la boca irremediablemente apretada en el centro de su cara, casi como un servilletero.

—Somos lugareños, capitán. Mi nombre es Duncan, soy el capitán y esta es mi tripulación. Venimos a pescar, pero nuestro barco se desvió demasiado de su ruta. Aunque tuvimos problemas al inicio, nos las estamos arreglando para regresar. No necesitamos de su ayuda.

—Su barco está obligado a cargar insignias en las velas. Como no las traen, son acreedores a una multa. Pueden pagarla ahora mismo para obtener un descuento especial.

—Por supuesto que lo haremos, Capitán. ¿De cuánto estamos hablando?

—Doscientos mil dracmas ahora o trescientos mil en el Puerto.

—Si pagamos en este momento podremos proseguir por nuestra cuenta sin que se nos moleste más ¿es correcto?

—En efecto —respondió el Capitán Comino, sorprendido, seguramente acostumbrado a que sus víctimas regatearan con él. Ordenó a sus remeros acercarlo más a ellos. Inspeccionó a todo el clan con malicia, sin dejar de poner especial y morbosa atención sus pertenencias. Tomó las veinte monedas de cristal cortado con avidez y luego hizo una mueca asquerosa.

—Vaya, vaya, ¿qué tenemos aquí? Armas, instrumentos de magia y runas. Supongo que tendrán licencia para transportarlas, ¿verdad? —Duncan negó con la mandíbula y el sujeto prosiguió. —Pues me temo que eso es otra multa, esta vez de trescientos mil. ¿Pagará aquí?

El arquero contó treinta monedas de cristal y las extendió.

—¿Después de esto podremos irnos?

—Por supuesto… —dijo el marinero, con una asquerosa sonrisa de dientes amarillos. Duncan soltó las monedas y el Capitán complementó:

—… Tan pronto confisquemos todo su cargamento. Si de verdad son pescadores no necesitarán todo esto.

Argon notó cómo Ab Muhajadim apretó los dientes y el puño que había sido sanado por Gardenerella. El silencio de todo el clan comenzaba a agrietarse. También notó una sonrisa venenosa asomarse en una mejilla del supuesto capitán. Era pequeña, quizá imperceptible. Pero Argón la había visto. El pez grande había mordido el anzuelo.

—Ab y Argon, entreguen todo —ordenó Duncan con resignación mientras ponía el resto de sus cosas en su macuto.

De mala gana, pero hasta Anuman cedió su morral. El capitán ordenó que otro barco se acercara y los dos caballeros cambiaron las cosas de un bote al otro.

El Capitán miró con mucha atención a Argón.

—Eso es todo lo que tenemos. ¿Somos libres de irnos?

—Bueno pues ¿cuál es la prisa por irse? Con este barquito no llegarán al Puerto, están tramando algo más. Tú —le dijo a Argón— ¿de dónde dijiste que eras?

—Soy lugareño, un simple pescador extraviado —respondió y su mentira fue tan, pero tan mala que sus compañeros torcieron los ojos.

—Tú eres norteño y algo me dice que ustedes son espías. Recibimos informes de que un grupo de rebeldes carlinís fueron vistos en Akrahmun y querían tomar un barco al Puerto… —el Capitán dio una orden a su heraldo y éste le pasó una caja de la que sacó varios grilletes de grueso acero. Fue arrojándolos a sus pies. —Quedan todos arrestados bajo el cargo de conspiración e infiltración.

Anuman se rehusó a ponerse las esposas, pero bastó una helada mirada del líder para que dejara atrás su fingida testarudez. El Capitán separó al clan y ordenó a los ballesteros que ante cualquier sospecha dispararan. En cada bote subieron dos arañas. En el último y junto a Comino, iban Duncan y a Argón.

—En ningún momento creí en sus mentiras, ningún pescador saldría tan profundo en el mar. Y menos ahora que estalló la guerra y nuestro ejército marcha al norte —Duncan sintió un escalofrío en la espalda. Eso quería decir que Ib Ging había fallado en su misión. Habían estado incomunicados por dos semanas y la primera noticia que recibían era la peor de todas. —Vaya, vaya. Parece que te sentó mal saber eso. Se me antoja ejecutar a este pelirrojo aquí mismo. Al Teniente Pimienta le gustará recibir la cabeza de un asqueroso carliní.

Para ese entonces, uno a uno, habían subido por la borda a todos los botes. Los remeros estaban colocando los ganchos en las argollas de hierro.  Comenzaron a subirlos con un brusco jalón, hasta ese momento Duncan había permanecido callado.

—Me agrada cuando los idiotas hablan y hablan sin ver a su alrededor —el arquero estaba esposado, tenía los codos recargados en las rodillas. Uno de los dos ballesteros que acompañaban al Capitán Comino lo apuntó con saña y esperó la orden del superior—. Ya perdiste y no te has dado cuenta. —Una sacudida estremeció las cuerdas. La madera del bote y la del bergantín crujió lo suficiente como para disimular tres gritos apagados que venían de la cubierta. —Te daré elegir, para no sentirme mal cuando te castigue. Te disculpas con mi amigo y nos llevas con tu capitán de buena gana, o te reviento los dientes y te entrego a tu capitán de mala gana.

Comino no entendió de qué estaba hablando y golpeó al arquero con el puño. Éste apenas se movió. Recitó un hechizo e hizo aparecer una lanza transparente entre sus manos atadas y con la punta del pie la lanzó hacia el ballestero. La lanza entró y salió, paralizándole el codo. Un crujido grotesco escapó de las muñecas de Duncan y liberó sus manos. Con otro sonido grotesco las rearticuló para sujetar al soldado que por poco cae al mar.

El bote se detuvo. El capitán Comino se congeló al ver que a unos extraños caminando libres por la cubierta. Sus principales guerreros estaban atados a los mástiles y Ab Muhajadim giraba el timón como si siempre hubiese sido suyo.

Jarcor Rívench los ayudó a bajar del bote mientras Samas apuntaba al corazón del Capitán Comino.

—Capitán, lo prometido es deuda —dijo, con una sonrisa maquiavélica.

 

 

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Esta historia también está disponible en formato dramatizado en el siguiente link:

LAS REDES OSCURAS

  1. Capítulo 0: https://youtu.be/wU4t09EWVq8?si=ryJVWwhl0ZaHQ70T
  2. Capítulo 1: https://youtu.be/fhyesVFlLVI?si=lgDe1mQLNqMkzDmS
  3. Capítulo 2: https://youtu.be/blnwlIt4H-s?si=Zlu5CoE85LVS3SD0
  4. Capítulo 3: https://youtu.be/Mpyd94YoB-A?si=GIislHSlZryXVt_z
  5. Capítulo 4: https://youtu.be/8i3kF8A3tS8?si=B_u_zscVh3kdrA6_
  6. Capítulo 5: https://youtu.be/_mGz7fEVZSI?si=d5Wvp4v6BSUlRwfM

 

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