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Las Redes Oscuras (capítulo 7): La canción de los (buenos) borrachos

Esas carcajadas partieron sus oídos igual que el casco de un barco bien construido rompe las olas de una tormenta. Se sintió aliviada de que sólo fuera un sueño. Hacía tanto que no dormía que había olvidado de la crueldad de las pesadillas.

Lo primero que hizo al salir de la cama fue maldecir en voz alta. Y maldijo bien. Con pasión. Con desprecio. Con una grosería tan profana que avergonzaría al más soez de los marineros. La dijo después de que un par de libros cayeran al piso al deslizarse por las sábanas. Uno se deshojó y el otro sufrió daños que parecían irreparables. Los miró con indiferencia. Para evitar los futuros reclamos, era mejor que Puscifer no se enterara.

La noche anterior los leyó en un intento desesperado de cansarse los ojos y dormir, pero era inútil. Tan inútil como siempre. En una hermosa pincelada de suerte, Ab Muhajadim tocó a su puerta y después de un buen rato sin verla, sólo le dio lánguido saludo. Pero le dejó un manojo de cincho de cardenal, el mismo que había estado anhelando. Gardenerella por fin podría volver a dormir. Molió una pizca en un mortero blanco, agregó un poco de ron y esperó quince minutos que le parecieron eternos. Diez gotas de la mezcla en un vaso de agua bastaban para calmar a un león y a una mujer de su complexión le bastaría para dormir tres días en un estado muy parecido al coma. Pero la druida estaba tan acostumbrada a sus efectos que podía descansar a lo sumo cuatro horas seguidas. Se vistió con frescas prendas que combinaban tonalidades de seda azul y placas de brillante metal. Se enjuagó la cara con agua fresca de una palangana y se untó un ungüento perfumado en la cara y en el cuello. Estiró sus delgados brazos y salió, resignada a enfrentar al mundo.

El escándalo venía de la sala común, inconvenientemente cerca de su habitación. Había tres sujetos enfrascados en una conversación que seguramente no iba a ningún lugar. Era un cuarto con amplias ventanas, que albergaba una cómoda sala y una vasta, pero a la vez selecta, colección de libros que Puscifer consideraba necesario tener a la mano en todo momento. Había un puñado de cómodos sillones de cuero y una mesa de caoba con suaves cojines a su alrededor. Estantes abarrotados de juegos de mesa de todos los rincones de Tibia. Gardenerella notó que el centro del lugar yacía una mesa en la que un diminuto pergamino de laca gris estaba extendido y sobre él, un polvo negro.

—Bruja. Buenos días —saludó Duncan desganado, mientras expurgaba el polvo con las puntas de sus largos dedos. Ab saludó con un movimiento de cabeza y Puscifer apenas alzó la vista del libro en turno.

—¿Y por qué no tomaron el barco de Edron hasta Puerto Esperanza? Es la ruta más cortapreguntó Duncan.

—El Capitán Marcaballo dijo que era por seguridad. Tormentas, krakens y dragones de mar están hundiendo barcos de la ruta.

—¿Eso dijeron los capitanes? —Duncan lucía extrañado. —Ib llegó desde Thais hace tres días y no mencionó nada. Yo estuve en el puerto y tampoco oí al respecto, pero así son estas cosas, cambian de un momento a otro.

—Los capitanes de hoy son un montón de pusilánimes. Para viajar no hay cómo tener tus propios barcos.

—¿No pueden callarse? En este lugar nadie pueda descansar como es debido —interrumpió Gardenerella.

—¿Dormir? —preguntó Duncan molesto. —Estás loca si crees que son horas de dormir. Casi es medio día y tú sigues echada como una vaca.

—Tú tampoco pareces estar muy ocupado tampoco, señaló con los ojos el narguile sobre la mesa. El carbón se había coronado con una delgada línea de ceniza.

Duncan se llevó el pitillo a la boca y aspiró profundamente hasta que le salió humo por los anchos poros de su nariz. Lanzó la bocanada en dirección a Gardenerella y ella se apartó el apestoso humo con una palma.

—¿Funcionó? —Preguntó Ab Muhajadim desde el sillón.

—Hacía semanas que no dormía tan bien.

—No agradezcas —dijo con una sonrisa sospechosa mientras recibía el narguile– son quince mil dracmas.

Aspiró con fuerza.

—¿Qué? ¡Pero me dijiste que la encontraste! ¿Por qué me la venderías tan cara?

—Que la haya obtenido gratis no le resta valor. Tuvimos que enfrenarnos a una hidra. Si no estás de acuerdo, regrésamela y la vendo en el puerto. Aunque te puedo dar otra opción: lo abonaré a tu deuda —dicho esto, Ab le ofreció el aparato y ella lo rechazó tajantemente.

Puscifer abandonó la lectura en la que se encontraba sumido y mirando a Gardenerella, le preguntó:

—¿Qué te parecieron los libros?

—Flojos —dijo desganada—. Tienen sus momentos, pero no son la gran cosa. Aun así, los releeré por la noche, o ¿urge que te los devuelva?

—No, puedo esperar.

De ninguna manera podría regresarlos como estaban, Puscifer era quisquilloso hasta la ridiculez con el cuidado de los libros y no sólo de los suyos. Medía el ángulo en que los abría para que no se deshojaran, tenía bolsitas con sal cerca de cualquier librero para evitar que la humedad hiciera sus estragos, incluso había entrenado a los hijos de Kafki para que devoraran con premura a cualquier insecto que comiera papel.

Los libros le habían parecido basura. No había ningún momento de brillantez, estaban llenos de descripciones de lugares áridos y animales gigantescos, calvos y estúpidos que le recordaron a Ab Muhajadim, quien habló:

—Esto está buenísimo ¿cómo dijiste que se llama esa isla donde lo conseguiste? —Preguntó a Puscifer, después de darle una honda calada al narguile.

—Es un continente...

—¿Hablan de Krailos? —contestó Gardenerella. —Está cientos de millas al oeste de Venore. Deberías ir a visitar, seguramente te llevarás bien con los lugareños. Por lo que leí, son muy parecidos a ti.

Puscifer llenó la habitación de humo negro. Mientras todos tosían dentro de la nube negra que se iba disipando, Duncan miró a la ventana con desconfianza. Después un tintineo de cristales que sólo un oído bien entrenado era capaz de detectar.

Sacó un par cuchillos arrojadizos que colocó entre sus dedos de la mano, acto que Gardenerella encontró patético e innecesario. Pero después ella también lo percibió: había un galopeo misterioso acercándose. No. Era más de uno, no sobaban como caballos

y no estaban esperando a nadie.  ¿Clúster había dado con ellos?

Ya estaban atravesando el claro de la selva que mantenía una distancia segura del Árbol. Algo serpenteó el aire. La vio, una saeta clavada en la tierra, frente a los recién llegados. Duncan guardó las armas y bajó las escaleras a toda prisa. Gardenerella entendió la situación tan pronto como se asomó: tres jinetes, montaban en gigantescas aves carnívoras que los lugareños llamaban Aves del Terror. Gallinas de seis o siete pies de altura y con la fuerza de un oso. Estaban cubiertos con túnicas oscuras que protegían su identidad. Jarcor, desde el cuarto del vigilante, después de haber lanzado la flecha había gritado el nombre de su hermano.

Le costó creerlo, pero reconoció al sujeto que se había quitado la capucha. El contorno de su ropaje no escondía la huesuda figura bajo las mantas. Fue su coleta, ahora canosa y delgada la que le permitió identificarlo. Aunque parecía una parodia grotesca de él mismo, se trataba de Samas Rívench. Se alegró de verlo, pero sintió una rabia inmensa, pues a juzgar por su apariencia, debió haber muerto al menos una docena de veces.

Ab Muhajadim se acercó respirando como un animal furioso, gritó a todos que bajaran. Puscifer, quien seguía absorto en la lectura, se levantó con pesadumbre, cerró el libro y lo dejó sobre la mesa junto al narguile, aún encendido.

Los saludos fueron silenciosos y exiguos. Jarcor luchaba por mantener las lágrimas dentro de los ojos, pero se le desbordaron finalmente por la nariz.

—Lo siento —dijo Gardenerella.

—Gracias —le sonrió, sus dientes seguían completos y blancos, en incongruencia con su apariencia—. Mi hermano está bien y es gracias a ustedes. No se disculpen, soy yo quien está en deuda.

Gardenerella no dijo nada más, pero advirtió los pasos detrás de ella. Eran Ib Ging, Argon Rikan y Lenn Lennister.

El líder se abrió paso entre todos y miró a Samas con una sonrisa mal disimulada. Le tendió la mano y ambos se abrazaron.

—Bienvenido —la voz del Ib era ronca. Cuidaba la entonación justa de cada palabra. Luego miró a los acompañantes y les agradeció. Ambos lo atraparon en el aire, uno se bajó y ató al ave que se había quedado sin jinete, después le entregó un sobre.

—El coronel solicita respuesta inmediata. Nos ordenó esperar a que la escribas, sólo date prisa —dijo la más alta. Una rala melena grisácea era lo único que dejaba ver la capucha.

Ib no pareció irritarse ante la insolencia del escolta, pero su mirada se había tornado fría.

—Katafracto me había dicho que ustedes llegarían ayer a esta hora. Si yo he tenido que esperarlos un día completo ustedes pueden hacer lo mismo conmigo.

—¿Tienes idea de lo difícil que fue llegar aquí? —Espetó el otro jinete.

—Si tienen prisa, tienen pues váyanse ahora mismo. La entregaré yo mismo. Y lo haré antes de que ustedes lleguen.

El jinete subió al ave, refunfuñando. Dieron media vuelta, no sin antes reparar en una mirada avergonzada de Samas y se perdieron en medio de la espesura de la jungla.

—Gracias a ellos estoy aquí —remarcó Samas, con un incómodo desconcierto—. Masacraron a un escuadrón completo de Clúster sólo para ayudarme a escapar y a otros dos para traerme aquí, incluso tuvieron que robar un barco ya que ningún capitán se atrevía a venir.

—Lo sé —confesó cambiando completamente de tono—, y estoy muy agradecido, pero mi relación con ese coronel es algo complicada... Se equivoca si cree que puede venir a repartir órdenes a nuestro árbol.

—Lamento mucho que todo esto se haya salido de control, nunca fue mi intención…

—No quisiera apresurarte, sé que has pasado por mucho, pero la situación es crítica y tenemos que hablarlo de inmediato —dijo Ib mirando el sobre, sin abrirlo—, después podrás descansar todo lo que quieras. ¿Puedes acompañarme arriba?

Ib caminó de regreso, detrás de él iban Samas y Jarcor, como si fueran a estar ambos en la reunión. Gardenerella sabía que una vez en el salón principal, la puerta se cerraría justo en la nariz del menor de los Rívench.

 

 

El Árbol era una fortaleza gigante. Representaba una tarea titánica darle el mantenimiento requerido. Ese día, Gardenerella tendría que ir a la cocina y revisar el almacén donde había docenas de cajas llenas de comida. Su trabajo consistía en vigilar que los víveres estuvieran en buen estado, algo sencillo pero que requería atención constante, sobre todo si lo comparaba con el de Ab, que se encargaba de cuidar y mantener a las armas, armaduras y objetos que entraban al bastión, o la peor de todas las labores, la de Argón Rikan, quien se encargaba de las reparaciones que necesitara el Árbol además de cocinar dos de las tres comidas diarias.

Había terminado lo más desagradable: congelar y almacenar el jamón de dragón. Lo tachó de su bitácora. Tras una breve inspección a las otras vasijas selladas tachó también el jamón de cerdo, la trucha, el salmón. Sacó los filetes de cocodrilo y olió con mucha atención. Hizo una breve anotación antes de tacharlos: «Seis meses y revalorar». Abrió el baúl de hielo donde almacenaba las frutas y las verduras: las fresas estaban cubiertas con una precisa y bien calculada capa de escarcha que mantendría su frescura otro año. Los pepinos, cocos y elotes gozaban de la misma salud. Pero las piñas y sandías mostraban en su corteza una diminuta mancha que indicaba el fracaso de Gardenerella. Lo anotó en la lista y prosiguió. Ahora tenía que valorar los granos, las semillas y bálsamos. Comprobó que todo estaba en perfecto estado y cuando llegó a la sección de licores se desencantó. Quedaban sólo tres garrafas de ron.

Se llenó una cantimplora que tenía amarrada en el cinturón de cuero. Lenn ya debería haber terminado sus tareas, así que subió las escaleras rumbo al Jardín del Cielo, un diminuto bosque que coronaba la fortaleza. El jardín ahora contaba con diversas hortalizas, tres docenas de árboles frutales y lo más importante: las benditas hamacas.

Se acostó en una hamaca colgada entre dos tamarindos. Ojalá hubiera subido un libro, podría distraerse un rato. Pero ¿qué leería? El Árbol estaba repleto de libros y todos tan divertidos como las piedras. Una tarea más, buscar algo qué leer. Dio otro trago a la cantimplora.

El ron olía a mar, olía a limpio. El licor. La madera. El mar. Una combinación perfecta. Otro gran trago y esperar que el mareo llegara.

Ab Muhajadim estaba de pie junto a ella. La miraba con esos ojos pequeños color aceituna. Cuando ella percibió su presencia lo ignoró.

—Sé que estás despierta y necesito hablar contigo. ¿Qué fue lo que pasó en Carlin? Samas terminó de hablar con Ging y ahora todos están murmurando chismes. ¿Por qué nos quieren cortar la cabeza a todos?

—No quiero contar una historia tan larga. Ve y pregúntales a ellos.

—Es mala idea preguntarle a Jarcor ¿vedad?

—¿Eres idiota? —preguntó Gardenerella enfurecida. Jarcor continuaba desolado, evidentemente se sentía responsable de todo lo que había pasado en las últimas semanas—, el chico tiene ya bastante con lo que ha pasado. ¿O eres tan tonto como paran no darte cuenta?

—Hablas de Jarcor como si tuviera siete años. Aunque sea joven ya es un hombre.

—Exactamente, Ab ¿a qué edad un niño se vuelve hombre? ¿A los trece? ¿A los veinte?

—No es la edad lo que distingue a los hombres, es la fuerza.

—Tampoco se trata de fuerza, date cuenta. No insistas, pero —ella sonrió tras una larga pausa—, te propongo un trato: me tomaré la molestia de repetir lo que pasó, sólo si aceptas descontarme una tercera parte de la deuda.

—Una quinta parte.

—No lo vale.

—Una cuarta parte y tenemos un trato.

—Retiro la oferta. ¿Sabes qué? Se está oscureciendo. Aléjate, tu voz está haciendo que me duela la cabeza.

Ab repitió la oferta cuatro veces más. Gardenerella no respondió. En el quinto intento, harta de su áspera voz, lo interrumpió:

—Lo que sea, pero cállate de una buena vez. Y ve por una garrafa de ron —el caballero accedió y caminó rumbo a la cocina.

Cuando hubo regresado Ab se acostó en una hamaca contigua, la tarde ardía en un resplandeciente sol naranja y en el cielo comenzaban a asomarse pinceladas de púrpura oscuro. Ella llenó su cantimplora y se aseguró de que Ab Muhajadim tuviera una botella en su mano antes de brindar.

—Por Jarcor —Ab le mostró la botella de vidrio y ella chocó su recipiente y brindó por el muchacho.

 

Hace tres semanas, mientras tú estabas en Darashia visitando a tu amiguita, Dunk y yo desviamos nuestro viaje de Svargrond a Thais por sugerencia del idiota, pues se había enterado de que Samas y Jarcor estaban de paso. Aunque la idea me pareció una estupidez, no objeté. El día en que llegamos una tormenta azotaba la ciudad, tan fuerte que si no hubiera sido por el bendito faro, ahora estaríamos en el fondo del mar.

Todos los locales con techo estaban a reventar, por suerte, los hermanos Rivench habían conseguido una mesa en una taberna famosa por su pastelería. Cenamos y bebimos, esperando que la tormenta amainara para ir a buscar posada, pero todo cambió cuando Jarcor avisó que iría por una galleta.

—¿Una galleta? ¿Qué tontería es esa?

—Sí. Una maldita galleta. Ahora cállate y déjame terminar. Si abres la boca que sea para meter vino en ella, porque si me interrumpes una vez más te juro que me callo y me largo.

Yo misma vi cuando Jarcor pagó las seis monedas de cobre. Iba de regreso a la mesa cuando una mole grotesca le cortó el paso. Era una mujer gigantesca, gruesa y musculosa... como tú. Su cara era horripilante. Tan fea que cuando la vi sentí lo mismo que al ver un accidente. Ya sabes, no quieres ver pero una fuerza extraña guía tus ojos. Su cabello era rojo y alborotado. Tenía una cara maldita por los dioses, con más verrugas que pecas y más cicatrices que verrugas.

—Ey, mocoso —le dijo, señalándolo—. La galleta, es mía.

—¿Ésta? Error, mí estimada dama. Se equivoca, entregué el precio justo y el vendedor puede atestiguarlo. En otra situación estaría contento de entregársela con tal de complacerla, pero... —dijo mostrándola— ya la mordí.

A la mujer no le había causado gracia el tono de Jarcor. Se acercó y sin advertencia lo abofeteó tan fuerte que lo tiró al suelo.

Jarcor no había soltado la galleta. Se levantó sin prisa, se sacudió el polvo y a pesar de que ella doblara la estatura del paladín, la miró desafiante.

—Al parecer no sabes quién soy. ¡Muchachos! Díganle a este mocoso —le gritó a seis sujetos, voltearon como un perro asustado mira a su dueño.

—¡La Valquiria Roja! ¡La capitana de los Filos de Hierro, la gran Gallarda Asesina! —Entonaron con ebrias lenguas para después levantar los ruidosos tarros.

—¿Galleta Asesina? Qué ridícula —respondió Jarcor, desafiante.

—Mocoso, escúchame bien —amenazó la mujer, apretando la quijada—, y no se te ocurra responderme otra vez que te arranco la lengua. No voy a permitir que ningún niño cagón me quite lo que es mío. Dame esa cabrona galleta. Si tanta hambre tienes te arrancaré los huevos y haré que te los tragues.

Samas había desenvainado una daga desde el primer momento en que la mujer golpeó a su hermano. Se mantenía en su sitio puesto que detrás de esa mujer horrorosa, estaban los seis sujetos atentos. Unos ya habían empuñado sus armas, otros dos habían tensados los arcos. Era demasiado peligroso. Duncan estaba atento a cada detalle, como una pantera esperando saltar. Todos en la taberna guardaron silencio. Sólo se escuchaba el ruido de la lluvia azotando los tejados rojos de Carlin.

Jarcor, de pie y más digno que nunca, levantó la mano en la que sostenía la galleta, se la llevó toda a la boca y la masticó lento, mirándola a los ojos. Ella no soportó la afrenta y lo atacó. Lo alzó de los hombros y lo sacudió violentamente mientras lo maldecía.  Jarcor tenía los brazos inmovilizados, pero aprovechándose de los gritos furiosos, escupió la masa mordisqueada en la boca de la mujer. Azotó a Jarcor contra el piso y lo vomitó violentamente. El muchacho la embistió. Sacó una runa ígnea y levantó con una sorprendente maestría una cortina de fuego, impidiendo que sus secuaces se entrometieran.

Jarcor la pateó en el vientre. La mujer cayó sobre su propio vómito e intentó levantarse, pero sus pantalones se deslizaron hacia a sus pantorrillas. La verdad no vi cuando cortó su cinturón, pero la taberna estalló en carcajadas al ver su asquerosa ropa interior.

—Perra. Me llamo Jarcor Rivench y así quiero que me digas la próxima vez que me tengas enfrente.

Los acompañantes bordearon el fuego, Duncan disparó dos flechas con su arco y dos cayeron muertos. Samas jaló a su hermano del codo y huimos a toda prisa. Nos dirigimos a la puerta norte, que debía ser la menos vigilada. Pero una guardia nos detuvo apuntándonos con su ballesta cuando la estábamos cruzando. Samas se acercó a él con las manos en alto ambos discutieron un poco. Luego el guardia cayó formando un charco de sangre diluida por la lluvia.

Corrimos durante horas y la lluvia no amainó. Agotados, decidimos descansar a unos cuántos kilómetros al oeste de los Campos de la Gloria. Samas nos contó sobre ese grupo de mercenarios, que era uno de los que en secreto había acudido al llamado de la Reina Eloisa y nos hizo ver el problema en el que estábamos. Jarcor no dijo ni pío, pero en un momento las acusaciones de Samas fueron tantas que no pudo más y los dos terminaron peleando. Ir a Thais a pie nos llevaría casi una semana, pero era lo único que podíamos hacer. Cruzamos los bosques del norte sin mayor preocupación, pero mientras bordeábamos las colinas de Fémur tuvimos nuestra primera escaramuza. Los atacantes eran débiles y nos deshicimos de ellos sin problema. Entre sus cosas encontramos carteles con un dibujo con la cara de Jarcor y abajo una jugosa recompensa. Como cereza del pastel, la firma de Fembala, relucía maravillosamente de color rojo.

—Hasta los niños de Thais le temen a Fembala, la Guardia Real, no me digas que no la conoces —la druida aprovechó para beber un trago, cuando el caballero afirmó conocerla y en su ceño se podría entrever que Ab estaba por fin entendiendo la gravedad el asunto. —Por fin, nos dimos cuenta que estábamos en serios problemas. Si me preguntas a mí, hubiera preferido que me siguiera una docena de demonios.

Nos encontraron otras dos veces mientras nos escurríamos por la vereda occidental de la Gran Montaña, los grupos eran cada vez más numerosos y mejor entrenados. Teníamos que cruzar el puente de los enanos, pero tras un reconocimiento, Samas trajo malas noticias: nos estaban tendiendo una trampa. Había tropas listas para masacrarnos tan pronto pusiéramos un pie en el puente. Pero tenía un plan, primero se dirigió a su hermano y tras explicarle detalladamente su tarea, lo golpeó en el cuello con el filo de su mano y lo atrapó antes de que tocara el suelo.

—No van a descansar hasta que den con él. Ir a Thais es una locura. Vayan a Venore. Allá podrán tomar un barco a Puerto Esperanza, hay tanta gente que entra y sale que esconderse será más sencillo.

Duncan cargó a Jarcor y corrió sin preguntarme si estaba de acuerdo.

Pudimos llegar a Venore, pero hubo otro cambio de planes: Dunk recibió una carta de Ib y tuvo que caminar a Thais. El chico y yo vinimos a Puerto Esperanza, donde poca influencia tiene Clúster. Pues desde que se vendieron a la reina Eloisa, están desterrados de todas las colonias de Thais.

 

Un ronquido la interrumpió. Había sido un desperdicio de saliva, pero al menos se había quitado un peso de encima. De alguna otra manera se desharía del resto de la deuda. Dio un trago a la botella y éste bajó por su garganta hasta una gota se anunció como la última. Fue por una manta y cobijó al caballero antes de irse a su cuarto con un ligero mareo. Tomó un frasco y vertió tres gotas de la esencia oleosa en un vaso de agua. Se recostó a esperar con los ojos cerrados el suave efecto de la hierba.

Cuando sus párpados comenzaban a sentir el peso propio de un día bien trabajado, alguien tocó a la puerta.

Lo primero que hizo al salir de la cama fue maldecir en silencio. Pero maldijo bien. Con pasión. Con desprecio. Maldijo con una grosería tan profana que avergonzaría al más soez de los marineros.

Era Ib Ging y en su mano derecha cargaba lo que parecía ser un obsequio.

—Perdón por despertarte —entró y miró cada rincón del cuarto con curiosidad.

—No estaba dormida todavía. ¿A qué debo tu visita? —Preguntó, encendiendo unas velas en el tocador con un larguísimo cerillo.

—Surgió una situación muy peculiar y necesito consultarlo contigo —recogió un libro. Tras abrirlo, un montón de hojas cayeron al piso. Miró la tapa y apretó sus labios contra los dientes.

Gardenerella no prestó importancia. Miró al hechicero dejarlas con cuidado en un buró.

—Supongo que tiene que ver con lo de Clúster...

—Sí. Y con Tibianus. Y Eloísa.  Y los rebeldes mercaderes de Venore. También con los enanos de las minas de Kazordoon y los elfos de Ab’dendriel, pero sobre todo tiene que ver con el incierto futuro de Arakhné ¿podrías acompañarme arriba?

Le ofreció la botella a manera de compensación.

—Vamos —dijo tras abrirla, bebió de ella.

Era ron del bueno. El hechicero caminó por el pasillo y ella lo siguió sin entusiasmo, pero con curiosidad.

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Milie

Genial!!

Arena ha reaccionado a esta publicacion.
Arena
Cita de Milie en enero 11, 2024, 12:27 am

Genial!!

¡Muchísimas gracias por tomarte el tiempo de leerlo!

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