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Las Redes Oscuras (capítulo 6): La posada de los muertos

Black Anuman es un hombre con apariencia de anciano, de complexión recia, seco de carnes y enjuto de rostro. Unos lo describen como un esquizofrénico, inestable, obsesivo, egoísta y amargado. Enumerar sus defectos puede ser cosa fácil, lo que no resulta tan sencillo es determinar si su curiosidad, quizá su mayor característica, deba colocarse entre la fila de las virtudes o sus vilezas.

La curiosidad, piensa él, es la rienda más fuerte que tira del ser humano o al menos, de lo que él entiende como humanidad. Los poetas como Lenn enaltecen al amor, a los dioses y su raquítica justicia, pero ellos son sólo traficantes de palabras, muchos no entienden de ideas concretas. La curiosidad es la perfecta justificación para estudiar al universo y es, también, su recompensa. A menudo uno descubre contradicciones naturales que el más elocuente de los poetas no sería capaz de imaginar, como que un volcán sea sólo un respiradero del núcleo de la tierra o que los soles no son dos seres divinos jalados por toros de fuego en un ciclo de infinita estupidez, sino que danzan en una canción armónica con el resto de todo lo creado, ¿cómo va imaginar un poeta que para descubrir un secreto del sol hay que bajar a estas profundidades del planeta?

Sin olvidar su misión primordial, estudia con indiscreta atención a aquel sujeto de traje gris. Cargaba a Ab Muhajadim con una sola mano cual conejo muerto. Caminaron por interminables y lóbregas galerías, diseñadas por una mente antigua y misteriosa, que nada tenía que ver con la arquitectura de humanos, elfos o enanos. De tanto en tanto el mayordomo abría y cerraba puertas, giraba unas veces a la izquierda y otras a la derecha. Black Anuman estaba atento en cada paso, esforzándose en memorizar la ruta.

Llegaron a una cámara un tanto peculiar: una diminuta vela negra con flama roja ardía y manchaba con carmesí todo lo que la luz tocaba, dándole incluso color a la pálida piel del mayordomo. Colocó al caballero en un diván y sin apenas mover los labios, le pidió al hechicero que esperara un poco, informaría al vizconde de su llegada.

Se quedó ahí, junto a su amigo. Lo miraba dormir y sentía vergüenza, parecía un niño. ¿Qué haría al despertar? ¿Sería difícil hacerlo mantener la calma rodeado de vampiros? Algo perturbó sus sentidos y miró a la puerta por la que recién entraron. Recargada en el marco estaba una mujer mirándolo. Era hermosa, la piel parecía porcelana y el color otorgado por la veladora hasta la hacía parecer viva. Sin embargo, sus ojos dejaban ver su naturaleza soberbia.

Caminó hacia Anuman con el silencio de los gatos. Su melena roja se contoneó como una invitación. Cuando la tuvo frente la olió. Flores húmedas, tierra. Nada más. Sintió a la vez, pena y repulsión por ella.

Llevó su palma cóncava a la entrepierna del hechicero y palpó con tres curiosos apretones, cada uno más largo que el otro. Por la puerta se asomaron otras dos mujeres y se apretujaron contra él. El hechicero no supo qué hacer. Ambas, entrando en una singular confianza, deslizaron sus frías manos por debajo de su túnica. Black Anuman no soportó tanto atrevimiento y las empujó antes de que llegara el mayordomo.

—El vizconde ordena que pase. Su amigo sigue dormido, puede permanecer aquí —dijo mirando a las vampiresas y ahuyentándolas con un ademán—, nada le pasará.

Black Anuman las miró con prudente desconfianza y volvió a seguir al mayordomo. Seis o siete mujeres del mismo aspecto que las anteriores pasaron a su lado, pero Anuman no quiso ni verlas a los ojos. Caminó de largo a través del enorme comedor hasta que estuvieron cerca del ser que había venido a buscar: el vizconde Olat.

El libro decía la verdad, aquel era el vampiro más majestuoso que había visto en su vida. Era muy alto. Incluso Ab tendría que levantar el cuello para verlo a los ojos. Una melena de plata recorría sus hombros y bañaba su espalda. Su cara era tosca pero elegante. Sin ponerse de pie, le indicó con el mentón que tomara asiento. Anuman recorrió una pesada silla y después de más de un día sin descanso, pudo sentarse.

El mayordomo los presentó mientras su amo bebía de una copa dorada que otro sirviente, muy parecido al primero, mantenía llena.

—Disculpad si no os ofrezco, Black Anuman, pero hasta ahora a todos los humanos lo han declinado, ¿o acaso os gustaría un poco?

—Depende —respondió el mago—, supongo que es sangre ¿de qué?

El vampiro pareció divertirse con la respuesta, ordenó al sirviente llenar la copa del invitado. El chorro era una cascada de plata. Acercó la copa a la nariz, pero no olía nada. Sintió el ardor del licor bajando por su garganta, pero sólo eso. Nada diferente del aguarrás simple.

—Sangre de elfo con licor de ajenjo—dijo Olat, vaciando la copa.

Para mantener sus músculos ágiles y fuertes bebía una sangre de oso una vez al mes. Había estado consumiendo de dragón mientras amaestraba el poder de una runa ígnea e incluso una vez probó la grotesca sangre de orco, sólo para sacarse una duda de la cabeza.

—Pues no sabe a nada —confesó el mago sin reparo.

—Espera unos minutos y sentirás el efecto. Eres el primero en probarla.

Sabía perfectamente bien de quién hablaba. Merquímedes, Cérberus y Werlin, tres de los cuatro hechiceros más famosos de todos los tiempos. Gracias a décadas de recopilación de información y a libros escritos por ellos que se creían perdidos, se enteró de la existencia de este palacio subterráneo, ruinas de una civilización primigenia.

Vampiros hay en todo Tibia, se podría decir que son fáciles de encontrar, pero frente al hechicero estaba sentado un ser milenario, proveniente de la estirpe pura de una casta tan vieja como el planeta mismo, cuyo polvo era único en todo el mundo. ¿Cuántos años tendría? ¿Mil, dos mil? Y en los textos se mencionan criptas inmensas llenas de antepasados que vivieron hace miles de miles de miles de años, números que, aunque parecen imposibles, son reales y el planeta los ha vivido.

—¿Ha venido otro hechicero antes de mí? —Preguntó, insolente.

El vampiro respondió que no, pesaroso.

En toda su vida no había sentido un alivio más grande. Ni Ferumbras pudo realizar un hechizo que Anuman eventualmente, llegaría a dominar.

—Quizá vos seáis menos críptico en vuestra literatura y abras la invitación a otros magos de vuestro talante, si es que los hay —el vampiro tomó un gesto serio mientras golpeteaba sus dedos en la copa.

Black Anuman alzó la copa para que le sirvieran más.

—Nunca he escrito un libro y nunca lo voy a escribir. No me interesa perpetuar el conocimiento a las generaciones venideras. Vine porque estoy seguro que puedo lanzar el fulgor final.

El vizconde pareció encontrar graciosa la respuesta.

—Supe por Cérberus que Merquímedes murió conjurándolo. Por Werlin que Cérberus cometió la estupidez de lanzarlo bajo la luz del sol ¿es cierto?

—Así es —confirmó Anuman con la copa vacía—, y se llevó consigo a un continente entero.

—No cabe duda que los humanos sois estúpidos. ¿Sabéis cómo murió Werlin?

—Los autores se contradicen, pero sospecho que se envenenó —mintió Black Anuman.

—Curioso. Al próximo que venga le preguntaré cómo habréis muerto vos.

—Puedes preguntármelo a mí —el licor pegó como la patada de un caballo. Se le sacudió el mundo y un calor alegre subió por su pecho. Tras recuperar la calma, Anuman pareció recordar algo de golpe y se llevó la mano a uno de los bolsillos ocultos de su túnica, de donde sacó un frasco y se lo entregó al vizconde, quien retiró el corcho y extasió sus pulmones con el aroma. No se esforzó en disimular un desagradable gemido grotesco.

—Detecté esta exquisitez tan pronto entrasteis a las ruinas, pero habéis tardado tanto en llegar que envié a mi sirviente —Olat se levantó.

Sus brazos eran fuertes y largos, Black se alegró de no tener que combatir contra alguien así. Fue hacía un librero del cuál sacó una caja negra donde guardó el frasco. Abrió un cajón y regresó con otro frasco. Anuman se percató de este detalle y tuvo que esforzarse en mantener la calma.

—¿En serio esto es todo lo que pides a cambio del polvo?

—Con vuestras agradables visitas basta para divertirme. Aunque debo confesar que desde estas profundidades es imposible conseguir sangre de doncella. Por eso Merquímedes inventó esa mentira. Toma, esto lo olvidó Cérberus, lo encontré hace años y pensé en dárselo al siguiente visitante —le entregó el polvo a Anuman, quien vertió un poco en la palma de su mano, con una incipiente sonrisa en el rostro.

La descripción en aquel viejo tratado de Werlin fue precisa: arena fina de diminutas esquirlas de metal. Suave y fría, con un brillo azul apenas perceptible, parecido al de una estrella lejana. Apretó un poco entre sus dedos y chispas resplandecieron por un instante.

—Me temo —dijo tras carraspear—, que esto no será suficiente. Le prometí a mi amigo que recogeríamos un poco para venderlo en la superficie.

—Llevaros todo el que quieras, hay cientos de criptas llenas de mis ancestros, esperando a que vosotros, curiosos humanos lleguéis a raspar hongos de su piel, pero me temo que no tengo estaca para prestaos por motivos de seguridad, ¿habéis traído la vuestra?

Anuman se palpó el cinturón y no la sintió. Quiso recordar dónde fue la última vez que la vio, pero no tenía claro desde que los nigromantes los habían atacado en el laberinto. Poco le importó cuando escuchó un estruendo que le caló en la nuca. Venía de donde debía estar Ab. Sintió una serpiente de escamas heladas recorriéndole por el cuerpo.

Cuando fueron, se encontraron con un vampiro con una complexión similar al vizconde Olat, pero de alguna manera se podía notar que era más joven. Junto a un diván se encontraba Ab de pie, jadeante y casi tan pálido como un vampiro

—¿Qué hacen estas ratas en nuestra casa? —Preguntó el vampiro, acomodándose el hombro dislocado.

—¿Nuestro? —Preguntó orgulloso el vizconde. —Es mi propiedad y no tengo que pediros permiso, hermanito.

—¿Sigues rebajándote? Mira lo que me ha hecho ese sucio buey —se paló la cara, donde un dejo de sangre escurría.

—Dejadlos en paz o el próximo golpe que sentirás será el de mi puño rompiéndote la espalda.

Olat inspeccionó cuidadosamente a Ab. Parecía confundido, seguramente no entendía nada de lo que estaba pasando. Black Anuman esperaba que el caballero no perdiera la calma.

—¡Exijo una retribución! —Exclamó el vampiro— ¡Esta escoria no puede levantar el puño contra mí y marcharse como si de nada se tratara! Por los huesos de nuestros padres, esto no se va quedar así.

—Me meo en los huesos de tus padres —gritó Ab —¡fuiste tú quien estaba sobre mí cuando desperté! —Anuman no pudo hacer nada para detenerlo, alzó el mazo contra el hermano menor, quien tuvo que desviar el golpe con el brazo sano. El arma salió expulsada y al caer astilló los adoquines. Ab aprovechó para asestarle un puñetazo en donde debería tener el hígado, pero fue inútil. Cayó al piso y quedó expuesto. El vampiro contratacó con un arañazo directo al cuello, que pudo habérselo destrozado si no fuera porque su el vizconde lo detuvo con una velocidad que Anuman nunca había visto.

—No teníais nada que estar haciendo aquí. El golpe te lo ganaste por fisgón, Plat —apretó un poco más el puño y luego lo soltó.

Anuman trató de contener a su amigo, pero este se resistía. La imagen debió parecerle divertida al vizconde.

—Si la sed de sangre es mutua, matáos pues. Pero Plat, no seáis ordinario, luchad en un lugar más adecuado —reprendió con la mirada a Ab y a su hermano menor—, vayan a la fosa.

El vizconde, su sirviente y los dos humanos caminaron al lugar. Se sentaron en una especie de palco y el vizconde ordenó a un sirviente que llevara a Ab a la arena y lo siguió de mala gana.

La fosa resultó ser un cuadrilátero amplio, cubierto de tierra oscura y maloliente que parecía ser excremento de murciélago mezclado con los cadáveres de sirvientes.

—Quisiera que os quedarais aquí al menos unos días —confesó el vizconde, sentado en una silla de oro con rubíes incrustados—, hay muchas cosas que quisiera que me aclararas, como, por ejemplo, qué habéis hecho vuestro amigo y vos para perder la chispa vital. Además, hay algo que me intriga de ese sujeto —dijo, mientras miraba a Ab alejarse al cuadrilátero—. Él es un forastero. Viene de otro mundo.

Claro, la unción era un encantamiento relativamente nuevo. Era imposible que Olat no supiera al respecto. De lo otro que mencionó, la verdad es que no sabía nada y tampoco le interesaba. Sacó una pitillera de su túnica y ofreció un cigarro al vizconde.

—Se trata de un contrato con un regente —dijo, encendiendo los cigarrillos con la punta de su dedo—, le llamamos unción y en el más básico concepto, el hechizo respalda nuestra alma para devolverla a nuestro cuerpo en caso de ser necesario. Bajo ciertos requisitos.

—¿Ahora sois inmortales? Qué terrible —carcajeó Olat. La ceniza del cigarro cayó en la bebida, pero no pareció importarle—. Así que por eso no teméis al fulgor final. No me queda duda, vosotros los humanos vais a destruir al mundo.

—Nada de eso —negó, con el cigarro entre los dientes. Una cascada de humo blanco baño su chamuscado y engrasado bigote—. Muy pocos humanos reciben la unción. El costo es altísimo. Los reyes no lo otorgan a cualquiera. Además, los requisitos para resucitar son muy estrictos.

Miró, con cierta preocupación a Ab Muhajadim, quien estaba terminando de atarse el escudo al brazo. Estiró el brazo que usaba para empuñar su mazo. Ab era fuerte, pero la ira lo cegaba. Anuman no era capaz de calcular el poder del hermano menor. Cuando el vizconde reveló su verdadera velocidad le quedó claro que sencillamente no serían rivales para esa raza.

—Así son los perros de guerra —explicó el vizconde—, necesitan pelear antes de llevarse bien, se quitan el coraje a mordidas. Vuestro amigo parece fuerte, no podrá vencer a Plat. Os noto preocupado. Mejor disfrutad de la pelea, voy a cuidar que mi hermano no cruce la raya.

Black Anuman tiró la colilla y encendió otro cigarro.

Abajo, la luz de las antorchas proyectaba cuatro sombras del caballero. Minutos después llegaron las vampiresas a primera fila y se sentaron en cómodos bancos de terciopelo. El hechicero dio una nerviosa calada al cigarro y el humo le salió por la nariz, los pelos chamuscados se bañaban en blancas cascadas de humo.

La batalla comenzó en cuanto Plat salió. Ni siquiera había traído arma. Ab se abalanzó contra su enemigo, blandiendo el enorme mazo como un gorila mueve sus brazos. El hermano menor esquivó nuevamente el golpe del mazo y se colocó de tal manera que pudo asestar una patada en el abdomen y lo derribó. El caballero se quitó el barro de los ojos tan pronto como pudo y miró a su adversario, estudiándolo. Se abalanzó como un oso, pero antes de golpear al vampiro lanzó su maza. El golpe fue brutal, lo asestó justo en el cuello y lo derribó. Ab intentó patearlo en el suelo, pero el enemigo no pareció haber sufrido daño alguno y lo tironeó con fuerza hasta que perdió el equilibrio. El vampiro lo alzó del cuello y apretó hasta hacer que la cara del caballero se llenara de sangre congestionada.

Black notó que el vizconde Olat miraba el combate un tanto decepcionado. Parecía estar a punto de detenerlo cuando el caballero hizo un movimiento inesperado. Del cinturón tomó un cuchillo de obsidiana y se lo clavó en el ojo izquierdo del vampiro, dejando atrás un manantial púrpura.

Entre maldiciones el vampiro azotó al caballero contra el piso y retrocedió. Plat, en un acceso de furia se encorvó y sacudió como un epiléptico antes de transformarse. Alcanzó tres veces su tamaño y ya no tenía ni un rastro de la elegancia que alguna vez compartió con su hermano. Su cuello había desaparecido, en lugar de los brazos ágiles y delgados ahora tenía las extremidades moradas y tan anchas como una columna griega. La cabeza, por los cuernos, recordaba a un demonio. Ab no tuvo miedo y se lanzó al ataque.

Olat se movió tan rápido y le asestó una patada en la cabeza a su hermano antes de que pudiera aplastar al caballero. El golpe desvió el trayecto y empujó a Ab Muhajadim contra una de las paredes.

—Ordené que no os excedierais. Sabéis muy bien que no debes revelar estos secretos... Vais a pasar cien años en las mazmorras por este acto de rebeldía.

—Olat… —el vampiro aún estaba en el suelo. —Regresa a tu asiento y déjame. Los vampiros de verdad tenemos un orgullo que mantener.

—Nunca —se acercó a su hermano menor y le aplastó la cabeza con un pie, Anuman escuchó el crujir su cráneo—, nunca en vuestra maldita vida os atreváis a darme otra orden.

Después de un apretón más fuerte, lo soltó.

—No vamos a permitir que un ridículo como tú nos siga mandando —respondió jadeante Plat.

Black Anuman sintió un escalofrío tras oír el «vamos».

El vizconde estaba furioso y su delgado y largo cuello se congestionaba de rabia. Comenzó a hacer las mismas arcadas que había hecho su hermano antes de la transformación.

Hacía años que Black Anuman no tenía miedo y ahora estaba aterrado ante la inminente pelea de los hermanos. Un grito que le recordó a una parvada de cuervos le hizo mirar a las vampiresas, sus gritos eran igual que el vidrio tallándose. Saltaron al unísono para amontonarse como sanguijuelas en la espalda del vizconde Olat, quien se las quitaba de encima como podía, pero eran muchas y se aferraban con tanta fuerza que cuando las arrancaba ellas se llevaban entre sus uñas pedazos de su carne sangrante. Una estudiaba el suceso a la distancia. Era la pelirroja que lo había abordado y en su mano tenía empuñada la estaca sagrada que Anuman había perdido. Cuando la servidumbre leal intentó ayudar a su amo era ya demasiado tarde. La vampiresa había clavado la estaca en el corazón al vizconde y éste rugió con tanta fuerza que cimbró el salón. Apenas un instante después, su carne ardió como jirones de tela podrida lanzadas al fuego y un ser milenario fue borrado de este mundo.

Black saltó del palco y corrió con Ab, estaba desmayado. Miró por detrás de su hombro, la carnicería pronto terminaría y ellos serían los próximos en ser destrozados al igual que la leal servidumbre. Aunque sería una débil protección, desabrochó su túnica hecha con escamas de señor dragón y con ella cubrió al caballero herido.

Se lamentó de estrenar el hechizo en ese momento, pero era la única opción, así que vertió el contenido del frasco en el dorso de su mano, formando una larga y ondulada línea azul. Acercó su nariz y aspiró tanto polvo como pudo. Se retorció tosiendo, luego vinieron los violentos espasmos y luego la calma que precede a la tormenta.

Musitó palabras había repetido cientos de miles de veces en su cabeza, más nunca pronunciadas por su boca. Usó su mano derecha para formar una figura con los dedos y la complementó con la siniestra. Luego, como si intentara comprimir el aire, entre las dos manos se formó una chispa blanca como el sol. El aire giró en torno a él, como un huracán de fuego que apenas cabía entre sus palmas.

—Exevo… gran… mas… vis…

Un furioso mar de llamas explosivas inundó La Fosa, volviendo a Anuman el epicentro de un remolino ardiente.  Podía sentir cómo se hervía su sangre y sus huesos temblaban a punto de quiebre. Temió no soportar y que su cuerpo terminara carbonizándose al igual que todo a su alrededor.

Morir tras estrenar su más poderoso hechizo era una gran manera de despedirse del mundo, pero se contuvo al recordar al caballero. Su amigo debería estar muerto. Olat y las vampiresas que los habían seguido deberían estar muertas. El mismo Black Anuman debería estar muerto.

Despertaron sin saber cuántas horas habían pasado. Black Anuman había perdido una mano, con todo y brazo y la movilidad de sus piernas. Miró al caballero de pie, su morena piel estaba rosada, exudaba gotitas sangre y suero.

—Casi me matas, hijo de puta.

Miró a su alrededor, apenas había quedado ceniza de los cientos de vampiros que acudieron a ver el brutal espectáculo

—Ya no podremos conseguir más polvo— confesó el hechicero, con una voz rasposa y quemada.

—Lo que quiero es salir de este lugar de inmediato. ¿Sabes cómo volver?

El mago asintió en silencio, aunque no le gustaba la insolencia de Ab, no tenía energía para contestar.  Ab lo cargó a cuestas y siguió cada una de sus instrucciones.

Durante el camino de regreso, Anuman no se detuvo a mirar atrás, donde dejó carbonizados los restos de una raza tan antigua como la tierra misma

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