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Las Redes Oscuras (capítulo 3): El estanque

Puerto Esperanza simboliza un triunfo para el Reino de Thais. Esa colonia es una muestra de su tenacidad y perseverancia, del Rey Tibianus III. Tras décadas de esfuerzo, sudor, sangre y un derroche de recursos que no conocería rival se logró erigir un campamento en una orilla de la agresiva selva de Tiquanda que nada envidia a otras ciudades. Angus, representante del Rey y dirigente de la Sociedad de Exploradores de Tiquanda, ha sido un gobernante férreo, pero con excelentes resultados. Se enorgullece principalmente de su actividad mercantil. Gracias al ajetreado puerto que nutre uno de los mercados mejor surtidos de todo Tibia.

Ese día era peculiarmente caluroso. Quienes estuvieran en la playa podrían disfrutar de una agradable brisa marítima o ir a beber licor para refrescar su cabeza. Pero Lenn Lennister y Argon Rikan no podían disfrutar nada de eso, pues llevaban días atrapados en unas cavernas cientos de metros bajo el puerto.

«¿Cuántos hechizos puedes hacer antes de agotarte? ¿Dos? ¿Tres? ¡Exacto! Un mago sin pócimas de mana es más inútil que un escudo de papel —le había recriminado hace tiempo Black Anuman— debería darte vergüenza salir sin una sola».

—Necesito mana para crear comida, y para regenerar mana, necesito comer. ¿Entiendes el dilema? —explicó a Argón.

Lenn Lennister y Argon Rikan eran socios inseparables. Cientos de batallas y noches de juerga eran resultado de la cantidad de años en que uno había cuidado de la espalda del otro. Hasta el momento habían mantenido su existencia a través de varias muertes, pero todo indicaba que esta vez sería el verdadero final.

Irónico. Fueron los primeros en llegar a Puerto Esperanza, habían calculado que llegarían al Árbol cinco o seis días antes que cualquier otro. Ahora, ya iban tarde. Una semana sin ver la luz del sol, respirando solamente ese aire podrido. Y todo por aquel hombre que encontraron en el Almacén. Lenn miró bien su extraño rostro, era feo como una blasfemia. Éste se acercó a la mesa donde Argón Rikan y Lenn Lennister estaban. Argon le escribía una carta a Jarcor Rívench cuando el sujeto lo interrumpió: «Conozco dónde hay un botín que no puedo cargar solo. Se ve que ustedes son fuertes ¿qué tan interesados estarían en obtener una parte? —su aliento tenía el perfume de la carne echada a perder. —Se trata de gemas, oro y armas. Tú, druida, ¿tendrás contigo un par de runas? Con media docena nos bastará, las ratas son criaturas muy débiles... Y yo soy un hombre generoso. Ayúdenme a traer el cofre a la superficie y lo repartimos entre tres».  Cuando explicó los detalles de su plan, ambos cumplían un perfil muy específico y no les llevaría más que una tarde. Se citaron una noche después, en la fuente frente al Almacén. Caminaron unos minutos rumbo al oeste hasta dar con un puente colgante. Lenn conocía esa parte de la ciudad, se podía ver el Palacio Municipal, lugar donde Angus, líder de la Sociedad de Exploradores, regía el puerto. Ellos hacían continuamente misiones para él, pero era muy reservado y sólo trataba con Ib. Caminaron junto a ese enorme edificio, que era el único erigido con mármol en toda la ciudad. A lo lejos, junto a un platanar, el tipo movió unas rocas que cubrían una entrada en el suelo. Fue a gatas y les ordenó seguirlo. Bajaron con dificultad hasta que la caverna se fue ensanchando y él se pudo erguir. Caminaba muy deprisa, siempre hacia abajo, de repente lo perdían de vista y tenían que apresurarse. Le resultaba extraña la facilidad con la que un sujeto así de gordo pasaba por ahí. Entre más profundo, el aire parecía ser más escaso y un olor a estiércol se volvía insoportable. Cuando alcanzaron al tipo lo vieron apoyado en una piedra con una risa burlona en la cara. Lenn notó que tenía una cuerda amarrada en la cintura, lo que no pudo percibir fue el origen de la explosión. El suelo simplemente se deshizo bajo sus pies. Cayeron unos diez metros, menos el que había atado el otro extremo de la cuerda a una roca.

Para subirlos les pedía que dejaran sus armaduras y dinero. Buscaron un camino diferente, no sin antes prometer que lo descuartizarían tan pronto salieran de ahí.

—¿Qué no se supone que hay un hechizo para aparecer una cuerda mágica? —le increpó Argón una vez se hubieron alejado.

—No me acuerdo cómo va —reconoció amargamente el druida, sin revelar que en realidad nunca se había tomado la molestia de aprenderlo.

Qué lejano se veía ese momento. Hacía cinco días que se les había terminado la comida. Aunque la tierra era húmeda y rica en nutrientes, Lenn Lennister, no tenía la energía mágica suficiente ni para germinar medio rábano.

Cuando se terminaron las antorchas, Rikan hablaba más, se movía torpemente y reaccionaba con exageración cada vez que tropezaba con alguna raíz en el piso, pero seguía manteniendo la compostura. Tomaron caminos sinuosos, bajaron, escalaron y buscaron la salida en vano.

Al cuarto día ocurrió el primer encuentro con los habitantes de esas cavernas. Los conocían como coryms, ratas que podían medir desde tres hasta seis pies de alto. No tuvieron problemas las primeras veces, a pesar de que las ratas los superaban a razón de cinco a uno. Fueron capaces salir casi ilesos de esa y las otras cinco batallas que se avecinarían en los próximos días. Sin embargo, las esperanzas y los víveres se consumían día tras día.

Encontraron algo que los inquietó: una choza contigua a un estanque putrefacto. La estructura de madera y ladrillo que cubría el hoyo en la pared de la cueva no era obra de ratas. La inspeccionaron y una vez que la vieron segura decidieron tomar un merecido descanso, necesitaban retomar fuerzas a como diera lugar.

Tanto Lenn como Argon estaban hartos. Se sentían enfermos y mareados todo el día. Ya no tenían ni ánimo ni energías para pelear contra la próxima bandada de coryms que se encontraran. ¿Y si esas tablas apiladas eran más ataúd que refugio? «Pues hasta aquí llegué. Se acabó. Puff. No más Lenn, no más Argón, no más Arakhné. Adiós al oro, al vino y al placer» pensó el druida. Algún día tenía que morir la muerte definitiva, eso siempre lo supo, pero era hipócrita negar que cuando llegara, espera que fuera en un lugar más digno. Quizá en alguna batalla contra un rival de fuerza inigualable, quizá de una enfermedad dolorosa e incurable, no le gustaba pensar en su muerte, pero nunca consideró morir entre lodo, agua podrida y mierda de rata.

Un sonoro rugido de tripas sacó a Lenn del letargo.

—¡Suficiente! ¡Vamos a comérnosla!

—De verdad eres un idiota.

—Lenn, por favor. Comérnosla es nuestra única oportunidad para salir de aquí.

—No me voy a comer tu mano, maldita sea. Mientras absorbo los nutrientes de tu mano, morirías desangrado. Además, tu espada no tiene filo y es asqueroso. Yo esperaré a que se nos presente alguna otra criatura —Argón agachón la mirada—. Nunca creí decir esto, pero ahora me muero por clavarle mis dientes a algún corym.

—Tú fuiste quien no quiso. Dijiste que sería peor que no comer nada y empezaste a nombrar parásitos y diarrea. Eres un derrotista. Ninguna solución te gusta —recriminó amargamente Argón.

—No se trata de buscar culpables… había olvidado la carta que escribías a Jarcor ¿la pudiste enviar?

—Sí la envié, pero no mencioné que vendríamos aquí. Le dije que pronto iríamos al Árbol.

—Carajo... Si mis cálculos no me fallan todavía deben faltar un par de días para la reunión otoñal... —Lenn no podía engañarse a sí mismo—, tendremos que salir por nuestro propio pie. Por ahora sigamos descansando un poco más.

—Lo que tú quieres es morirte aquí. Voy a dar un paseo. —Abrió su mochila y de repente su escondite se iluminó con un tenue ardor de una llama carmesí. El druida se tapó los ojos para no encandilarse, sus coyunturas magulladas le agradecieron el calor. El cabello de Argón Rikan parecía fuego contaminado con carbón, estaba manchado con marañas de lodo y su barba no estaba más limpia.  —Me estoy muriendo de hambre. Voy a seguir buscando algo qué comer.

—¿A dónde iremos? ¿A que nos maten por donde veníamos o prefieres morir todavía más profundo en la cueva? —Preguntó el druida sin levantarse. Se sintió algo avergonzado por su actitud derrotista, pero tenía que esperar un poco más siquiera para ponerse de pie.

—Lenn. Eres muy lento. Si vas conmigo sólo podré avanzar una fracción de lo que lo haría solo —, y, además, el que estemos perdidos es tu culpa. Volveré pronto, no te muevas de aquí.

Quizá Lenn hubiera reaccionado mal en otra ocasión, pero esta vez le ardía la cara de vergüenza. No tuvo intención siquiera de recordarle que fue Argón quien sugirió hacerle caso al estafador.

—Sólo prométeme que vas a volver pronto. No quiero tener que ir a buscarte.

—Yo volveré, queda muy poco de la antorcha. Si tú sales de esta pocilga, ten por seguro que nunca más nos volveremos a ver.

El alto caballero tomó su espada estropeada. La sujetó del puño con su mano derecha y se fue. Con él se fue la luz, dejando al druida en una total oscuridad que hasta parecía acogedora. Las paredes goteaban con esos sonidos viscosos y desagradables burbujeando desde sus entrañas. Su estómago rugió. Pensó en dormir un rato para calmar el calambre en su estómago, pues ¿qué otra cosa podía hacer?

Unos pasos despertaron a Lenn Lennister. Era Argón Rikan, fue como si apenas hubiera pasado un instante.

El caballero tiró una bolsa a los pies del druida. Se trataba de una alforja derruida, casi deshecha. En el piso había basura atípica, pero basura, al fin y al cabo. Argón Rikan estuvo explorándola con una mano y sacó instrumentos viejos, un par de runas y las tiró al piso.

–Tuve suerte, no fue ni media milla. ¿Sólo quedaron dos runas? —Se preguntó Argón Rikan extrañado. —Las otras se me debieron haber caído.

—Y para colmo una de ellas está rota —dijo Lenn.  Rota era inutilizable, sin embargo, la otra parecía funcionar. Lenn la sopesó con una mano y sintió la energía que descansaba dentro de la piedra. El color lapislázuli y la estrella inscrita en color oro la volvían una runa inconfundible. La guardó contra su cinturón. Continuó buscando y se alegró cuando sacó algo diminuto y asqueroso.  Lo mostró ayudándose de la luz de la antorcha. Una sonrisa incipiente creció en la boca de Argon. Se trataba de un pequeño loro color rojo, o mejor dicho, del esqueleto de uno. Su carne apestaba, pero todavía tenía plumas colgándole del pellejo.

—Tampoco me voy a comer eso.

—No es para comer, Lenn. Mírala, está fresca o las hormigas ya lo hubieran descarnado.

Ah, esas malditas hormigas. Había miles de variedades en toda la selva. Eran otro peligro que Lenn quería evitar. Conocía muy bien los peligros de las hormigas de fuego, recordó el triste relato de un aventurero novato que se quedó paralizado tras haber probado una pizca de miel silvestre en la jungla. Las hormigas lo encontraron inmóvil y él no pudo más que ver mientras ellas arrancaban cada hebra de carne hasta dejar el puro hueso.

—Una runa y un loro podrido.

—Y esto —completó el caballero, mostrándole un cristal opaco que cabía perfectamente en la palma de su mano.

—¿Eso qué es?

—No tengo la menor idea, pero ese enano lo cargaba colgado al cuello. Me lo voy a quedar, quizá valga mucho.

—Si salimos de esta.

Argón no quiso discutir, lo percibió Lenn. Intentaba mantener el espíritu en alto, pero al druida eso le causaba un conflicto interno: ¿cómo podía alimentar las irrealidades? Les esperaba el mismo destino. No era él quien tenía que forjar su carácter con resignación, sino Argon. Ese cristal, al fin y al cabo, era basura.

El caballero de élite se levantó y fue al charco de agua podrida afuera de la casa. Llenó la alforja de vil lodo y empezó a colarla a través de la tela. Bebía las escasas gotas que era capaz de extraer cuando la apretaba. Muy mala idea, beber agua sucia siempre es peor que la sed, Lenn lo sabía muy bien, y recordó lo que había dicho de la carne de rata y cómo se arrepentía en este momento.

De inmediato Argon se alejó del charco y corrió hacía Lenn, le indicó que se callara y ambos quedaron expectantes. Después de unos largos minutos unos pasos muy quedos comenzaron a hacerse notar más y más. Entró un corym muy delgado que no pasaba de los tres pies de alto, avanzaba valiéndose de su nariz como radar. Cargaba una lanza frágil y se dirigió a la edificación sin chistar. Ellos eran su objetivo, ya los había detectado.

Lenn escuchó como Argon desenvainó su espada y salió por una de las ventanas maltrechas de la casa y corrió al encuentro. Su espada de púas estaba desgastada. Matar a la rata sería muy difícil. Lenn no dudó: sacó la runa de su bolsillo y apuntando con ambos brazos concentró su disparo hacia la rata. El rayo azul que salió de la piedra pasó al lado de Argon, quien al ver a su presa paralizada saltó con tanto ahínco, que, si bien el golpe no sirvió para cortar la gruesa piel de la rata, sí logró romperle huesos al menos un par de costillas. No dejó pasar ni un segundo en vano. Le dio porrazos con el pomo de la espada hasta decapitarla. Al terminar, el agotado caballero se dejó caer de espalda.

Lenn miró al corym que seguía convulsionando. Sacó el diminuto rabo de antorcha, una astilla en sí misma. Era lo único que les quedaba e iluminó el cadáver.

—Es un soldado de avanzada. Pronto vendrán más, tenemos que irnos.

—Ve por donde fui.  Deben de estar las runas que se me cayeron. Los voy a retener. —Argon se acercó al cadáver y jaló la piel de la rata hasta que la rasgó. Comenzó a morder la carne de la rata directamente del cadáver. Arrancó un trozo y se lo ofreció a Lenn, lo tomó y se fue corriendo.

La antorcha no duró ni dos minutos. Todo era negrura amarga. Frecuentemente tropezaba con gruesas raíces y una vez cayó tan fuerte que creyó haberse quebrado la muñeca, pero ni esto lo detenía. Corrió como un león hacia su presa. Iba a ser toda una proeza encontrarlas en la oscuridad, pero si se concentraba lo suficiente y las runas estaban bien cargadas, podría guiarse con su energía.

Antes de encontrar cualquier cosa, escuchó unas pisadas rápidas y ágiles acercándose. Se detuvo, pero era demasiado tarde, el ruido había desaparecido. Debía de tratarse de unos pies bien entrados.

—¿Quién anda ahí? —Preguntó una voz en la oscuridad.

Lenn suspiró profundamente cuando escuchó la cuerda del arco tensarse

—Nadie —respondió Lenn con las manos en alto.

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