Las Redes Oscuras (capítulo 16): La madre serpiente
Cita de Arena en febrero 14, 2024, 4:08 pmEn una oscura encrucijada, Duncan espera. Tiene los ojos bien cerrados pues de nada le sirven entre tanta negrura. El oído es su prioridad. Aguzó tanto el sentido, que por un instante creyó escuchar el rugido de las capas terrestres, esas que de todas partes vienen y a todas partes van.
Sabe que la impaciencia es una debilidad y aunque tiene prisa, aprovecha esos instantes de reposo para darle calma a sus doloridos músculos. Después de lo que pudieron ser veinte minutos o un par de horas, alguien se acerca. Como los pasos vienen del este, debía tratarse de Argón. Con él, viene la luz. La antorcha le lastima los ojos con cada paso que lo acerca. Sin formalidades le entregó un frasco. Duncan miró la sustancia, era mucha menos de la que esperaba. Sin embargo, es suficiente pasta. La sujeta en distintos ángulos para apreciar que iluminada por cierto ángulo parecía brillar como el aluminio.
ꟷEs todo lo que trajo Lenn ꟷjustificó Argón.
Duncan estudió cuidadosamente la pared. La pasta sería suficiente para unos cuantos trazos, no más. Primero dibujó una flecha que señalaba al oeste, añadió una equis a su lado. La miró y después de un momento le pareció confusa. Quiso arreglarla añadiéndole unas letras que no añadieron más claridad al mensaje y para cuando se le ocurrió un detalle más, ya se había acabado la pasta.
«¿Y bien?» preguntó Duncan, con un movimiento de quijada. Argón le hizo una señal de aprobación con la mano izquierda mientras la estudiaba. A juzgar por el semblante dubitativo del caballero, los temores de Duncan eran ciertos, el mensaje no era lo suficientemente claro.
ꟷYa la vi. Sí, es una madre serpiente ꟷDuncan se estremeció al escuchar esa voz detrás de él. Una vez más, Puscifer se había acercado sin hacer ruido, como los gatos. ꟷNo está muerta, está borracha. Seguramente fue obra de nuestro rehén. Creo que deberíamos aprovechar esto a nuestro favor.
ꟷ¿Podrías matarla de un solo golpe?
Puscifer negó con la cabeza.
ꟷ¿Y los tres juntos? ¿Podríamos encargarnos de ella?
Volvió a negar.
ꟷPodríamos, pero sería desastroso. Lidiar con ella en un lugar tan reducido me parece desfavorable. Supongo que recuerdan el tamaño de su cola, pues déjenme decirles que es puro músculo. Es tan fuerte, tan fuerte, que podría incluso asfixiar a un elefante agarrándolo del cuello. Una lucha contra ella sería desfavorable, además, no tenemos nada para defendernos de su mirada.
—¿De qué hablas? —Preguntó Argón.
—Lo más peligroso de una madre serpiente es su mirada. ¿Cómo podríamos pelear sin verla? —Puscifer debió haber notado el cambio del semblante de Duncan, porque tras una breve pausa, su voz se volvió más confiada. —Pero no todo son malas noticias, estas bestias son sensibles a los cambios bruscos de temperatura. Los aceites que lubrican su cuerpo la vuelven una presa fácil para el fuego o la electricidad.
—¿Te refieres a energía galvánica? —Preguntó Duncan.
—Efectivamente. Podríamos matarla en de un golpe si la atacáramos los cuatro hechiceros a la vez, los riesgos serían mínimos ꟷla voz del hechicero era ecuánime, sin sobresaltos y bien modulada, como la de todo buen mago.
Argón dejó escapar una risa quizá demasiado confiada.
—Te olvidas de mi espada —presumió desenvainado unas cuantas pulgadas del acero del que brotó una ardiente llama.
—Olvídalo Argón, esas escamas son casi como piedras y sé por experiencia propia que esa espada de fuego se quebraría al tercer golpe. Tendremos que esperar al grupo de la bruja —Duncan se rascó la nuca y caminó hacia el este, de donde venía Argón—. Pues no tenemos opción, de regreso con los otros.
—¿Y si despierta antes de que ellos lleguen? —Preguntó Argón, enfundando su espada.
—Pues seguramente nos matará a todos.
—Hay una cosa que me preocupa —dijo Puscifer, muy quedo. Duncan volteó y puso mucha atención, el hechicero rara vez hablaba si no era para responder alguna duda. —Los simios nunca hubieran sido capaces de vivir en una ciudad en la que habitara una de estas criaturas. Tengo dos ideas, o esta criatura estaba dormida o llegó desde otro lugar. Si así fue ¿cómo lo hizo?
Duncan se paró frente a él y lo vio a los ojos, quiso estudiar bien su cara antes de responderle.
—Míralo a él y mírame a mí —respondió Duncan, osco—. Argón propuso quebrarle la espada en el lomo y yo sólo pienso en clavarle una flecha en cada ojo. Los dos somos estúpidos, peleamos con nuestras manos, no con nuestro cerebro. Guarda esa pregunta para cuando estés con Gard, Lenn o Anuman. Sus conjeturas son mucho más valiosas que las nuestras.
La antorcha se apagó a los pocos minutos, pero ninguno tuvo reparo en caminar a oscuras. Supieron que habían llegado porque un campo de luz verde se mostró a lo lejos. Lenn había colocado su varita en la pared y sobre ella flotaba un orbe brillante.
El druida los saludó y disipó una bocanada de humo en el aire.
—Tenías razón —dijo Lenn, dirigiéndose a Duncan—, el mono sabe hablar.
Claro que su rehén podía hablar, por eso no lo amordazó. Escuchó cómo el animal lo maldecía cuando lo atrapó. Había sido una persecución rápida, molesta, cuando Duncan intentó asirlo por la cola, la encontró faltante. El simio era un ejemplar roñoso y de no haber estado en tan deplorable estado, capturarlo le hubiera costado mucho más que sólo unos rasguños. Argón lo maniató y luego lo sujetó con firmeza a una columna. Duncan lo había interrogado hasta el hartazgo y el simio no había dicho ninguna palabra. Como nunca fue su intención herirlo, le encomendó a Jarcor la tarea de vigilarlo mientras él iba a explorar.
—Ustedes manténganse alerta… y coman algo —ordenó el líder antes de abrir las alforjas que tenían en el piso. Sacó unas galletas, un queso, una pera y las guardó en las bolsas de sus pantalones. Después de rellenar su cantimplora, tomó una antorcha y entró a la bodega.
Las cosas estaban como debían estar: el rehén seguía atado a la columna. Acercó la antorcha y lo observó con calma. Notó que en su pecho había dos microscópicas migajas de pan e inmediatamente después miró a Jarcor. Apreció la mancha de sangre que se extendía desde su espalda baja hasta sus patas. Era sangre seca y vieja. En el suelo hizo una base con piedras rotas para que la antorcha no se ladeara.
—Hay algo que debes de saber —Jarcor quiso continuar, pero Duncan lo interrumpió llevándose el índice a los labios.
—No digas nada y sal de aquí —Ordenó. Luego miró al simio con desprecio—. Si ya habló contigo, también lo hará conmigo.
Tomó un cuchillo y acercó la hoja al fuego hasta que su brillo iluminó el rostro del rehén.
Sus ojos rojos le daban un aspecto siniestro, pero estaba tan flaco y maltrecho, que lejos de parecer amenazante, daba lástima. Y Duncan despreciaba la lástima.
—Dime, ¿qué fue lo que le pasó a tu cola?
El rehén no respondió.
—Hace un rato me hiciste perder el tiempo. Incluso llegué a creer que tu voz había sido fruto de mi imaginación. Fíjate que no soy de por aquí cerca y hay muchas cosas que me cuesta entender de estos lares. Las pirámides, los reptiles come huesos y tú, el único misterio que sí entiendo: un macaco sin cola, que puede hablar y que de alguna manera se las ingenió para dormir a una madre serpiente por su cuenta. Si intentabas matarla, fallaste —reconoció con amargura— y seguramente pronto despertará. Pero no te desanimes, hoy es tu día de suerte. Mis amigos y yo la vamos a matar por ti. ¿Ves esto? Bien. Esta piedra me otorga poderes mágicos. Con ella puedo saber si alguien me está mintiendo con sólo verlo a los ojos y a mí no me gusta que me mientan… ¿Tienes sed?
El simio dijo que sí, con voz queda. De un tajo cortó las ataduras del rehén. Lo miró con una mezcla de sorpresa y miedo. Duncan dejó la cantimplora a sus pies y se sentó junto al patético fuego de la antorcha. Sacó dos peras, una se la llevó a la boca, la otra la colocó frente a él.
—Seguramente también tienes hambre, acércate y cómetela.
No pasó mucho tiempo considerándolo. Se sentó a su lado y después hablaron.
Hay verdades que parecen sacadas de un sueño. Tan extrañas y fantásticas que suenan a mentiras. Ahora Duncan que era un radar de falsedades, y aprendió que la verdad no se obtiene por un sendero directo y fácil, sino que es uno que se retuerce con cada pregunta. Hay verdades duras, difíciles de minar, pero otras que salen a la luz con ligeras preguntas, suaves como la corriente de un manantial. Empélocles había llevado una vida dura y extraordinaria. A Duncan no le gustaba hablar con otras especies que no fueran humanas, y, de hecho, además de los elfos, no recordaba haber hablado con una especie que no fuera humana. Pero ahora que tuvo tiempo de sobra para interrogar y conocer la vida de un ser tan distinto a él, se sentía extraño. Confundido. ¿Se estaba sintiendo culpable de la matanza en Banuta? Tonterías. A un mercenario no se le paga para sentir empatía y entablar amistades con las otras especies, pero Duncan tampoco era un cruel descorazonado. Hubiera preferido no matar a ninguno, y si lo hicieron fue porque tuvieron que. ¿O iba a ponerse así de empático también con los orcos? Al fin y al cabo, la vida es un océano y el pez grande se come al pequeño. La relación entre los seres vivos es un río tumultuoso y el equilibro entre las especies es una utopía. «Somos como dos estanques, sólo nos parecemos en la superficie —recordó esas dolorosas palabras—. Pero en el fondo tú y yo somos muy diferentes. Nunca nos podremos entender, ni en lo simple ni en lo inmenso. Estar juntos no es más que un juego». Sintió una puñalada helada en el estómago. No se dejó desanimar. Al menos había roto su propio récord, diecinueve días sin pensar en elfos. Esto de ocupar la mente en mantener junto un clan daba frutos inesperados. Dio un suspiro profundo y recordó cuál era su prioridad.
Afuera, en el pasillo iluminado por el tono verde oscuro similar al de las plantas que crecen bajo los frondosos árboles, Jarcor aguardaba paciente a que Duncan terminara de interrogar a Empélocles. El líder salió a toda prisa, pasando de largo del arquero. Se apresuró con los hechiceros, que estaban enfrascados en una conversación desde hacía ya un buen rato.
—Sólo cuídate de tres cosas: de sus ojos… —Puscifer se calló, esperando a que Duncan hablara, pero él, con la mirada pidió que concluyera—, de su cola y de su boca. Los iris rojos de las madres serpientes vinculan un bloqueador neuromuscular. Ojalá hubiéramos traído un…
—¿Un qué? —Preguntó Duncan.
—Parálisis muscular profunda —aclaró Lenn— ¿dependiente de vínculo o de conjuro?
—Conjuro —aclaró Puscifer—. Pero sobre todo hay que cuidarse de su boca, desde ella lanza un rayo transmutador.
—¿Y eso qué significa? —Preguntó Duncan a Lenn.
—Significa que puede cambiar tu forma a voluntad. No sabía que hubiera criaturas salvajes capaces de usar ese tipo de conjuros. —Lenn hizo una mueca aderezada con ansiedad. —Si me lo dijera alguien más, no lo creería. ¿En qué te transforma?
—En un gusano —dijo Puscifer, sin darle tanta importancia.
—Pues si creen que una es peligrosa, deberían saber que hay muchas más —Duncan habló como un cínico—. Puscifer ¿recuerdas que te dije que yo no tendría tu respuesta? Pues me equivoqué. Ya sé cómo llegó la bestia, por un portal.
—¿Po… Portal? —Lenn Lennister estaba anonadado, su cigarro se le resbaló de la boca y fue a estrellarse al suelo. Duncan lo recogió, dio una calada y se lo volvió a poner en los labios.
—¿Te dijo a dónde lleva? —Preguntó Puscifer, mirándolo con esos ojos negros y serenos.
—No lo sabe, ni él ni nadie. Los simios ni siquiera tenían idea de que hubiera uno aquí abajo. Al parecer unas personas de ojos de demonio vinieron y lo activaron. Total, estos simios lo que querían era cerrarlo y salió esa bestia. ¿Creen que podrían hacerlo?
Ambos se miraron confundidos.
—No tengo la menor idea. Nunca he visto uno en mi vida y no creía que existieran —dijo Lenn. Los portales eran algo extremadamente inusual en Tibia, se hablaba mucho de ellos de la misma forma que se habla de los demonios, todos sabían de su existencia con una facilidad casi banal, pero pocos podían afirmar haber visto uno. Ni el mismísimo rey de Thais, que tenía los recursos suficientes para reunir a los conjuradores, magos y hechiceros de todo el mundo, era capaz conjurar tener uno, de haberlo hecho, los reyes darían hasta medio reino. Los banqueros de Venore te asegurarían tres generaciones de riquezas sin fin, pero, a la vez, era algo que no le interesaba.
—¿Sabes dónde queda? —Preguntó Puscifer.
Duncan asintió y se adentró aún más en la profunda oscuridad del pasillo. Recorrieron caminos que aún no conocían. Evitaron media docena de bodegas y por fin, dieron con la última recámara. A juzgar por las cabezas de serpiente que estaban talladas en los muros, pensaron que habían llegado. Puscifer recitó un vis lux, y una burbuja de luz salió de su dedo y la lanzó a una pared, donde quedó pegada a la pared de la misma manera que lo haría una babosa a una gran hoja. Todo el cuarto quedó iluminado, revelando cada secreto. Un derruido altar se mostró ante ellos. Cientos de años en el abandono y hermoso de cualquier manera. Vieron los detalles de las paredes. Caminaron hacia la cabeza de serpiente más grande que había. Era tres o cuatro veces mayor que la que se habían encontrado en medio de la jungla. Sus escamas eran largas como plumas. En sus fauces, terribles colmillos se asomaban y donde debía estar la lengua, encontraron lo que habían ido a buscar. El portal parecía un espejo sin reflejo. Era extraño que una bestia tan grande hubiera cruzado por ahí.
—Y aquí ¿qué se hace? —Preguntó Duncan, como si ellos supieran que hacer.
Los dos magos tenían expresiones muy diferentes. Lenn estaba maravillado, había abierto los ojos e inspeccionaba con detalle todo lo que rodaba ese extraño artefacto. Puscifer, por otro lado, se había sentado en cuclillas y lo miró en silencio. Después de un minuto Lenn incluso se atrevió a tocar lo que sería la superficie del espejo. Este se movió como si fuera un líquido metálico en un estanque vertical. La imagen cambió, se volvió como un cuadro estelar en movimiento. La habitación perdió un poco de temperatura. Tuvo un mal presentimiento. Así que se alejó un poco para vigilar el pasillo. Y después de mucho juguetear, Lenn metió su mano y la sacó sin problemas. Dio una risa inocente y se animó a meter la cabeza. La sacó de inmediato y con tanta premura que tropezó de espalda.
—¡Hay cientos de ellas! —Exclamó con un grito tartamudo.
A diferencia de los magos, para Duncan, el portal distaba de ser lo más impresionante que había visto. Sólo era una herramienta para la guerra sucia. Pero de cualquier manera, no entendía cómo funcionaban los hechizos en general. Tampoco le interesaban. Él era un hombre práctico Podía recitar vis lux si necesitaba luz, el utani hur para aligerar su peso y el exura gran para sanar sus heridas y continuar en la lucha, pero de ahí en más todo era igual de sorprendente e increíble. Sabía que había hechiceros que podían cambiar la forma de sus cuerpos, eso incluía sus órganos. Otros podían controlar el rayo, la flama, el hielo o el despojo de vida. El hechizo que hizo Black Anuman en la punta de la pirámide era algo aterrorizante, fuera de este mundo. Por eso le sorprendía que los dos magos se mostraran tan sorprendidos por algo, en esencia tan sencillo. Al fin y al cabo, no era nada más que una de las excentricidades de la magia. A él le parecía más impresionante lo que él tenía en su bolsillo. Algo que podía entrar en la cabeza de las personas y ver lo que guardaban en sus corazones.
—Suficiente de estudiar, recuerden que tenemos que cerrarlo —recriminó Duncan.
—No sabría cómo hacerlo —respondió Puscifer—, necesitamos cortar el continuum del portal, algo que resista grandes tensiones de energía…, el borde, disculpa. Pero nos tomaría días de búsqueda encontrar algún material tan denso en la selva.
A Duncan le pareció muy extraña la reacción del druida, que primero mostró una sonrisa sencilla que se transformó en una vehemente carcajada.
—Supongo que una perla de oricalco podría funcionar ¿verdad?
Puscifer lo miró confundido antes de responderle.
—No es lo ideal, pero sí.
—Puede que Argón traiga una en su mochila. Iré a preguntarle.
Duncan lo detuvo.
—Soy más rápido que tú. Además, —miró a sus alrededores— este lugar parece ideal para tenderle una trampa y en eso, tú eres mejor que yo. Ve ideando la emboscada, porque cuando la bestia despierte, la traeré.
Se fue corriendo una vez más. Tan rápido como podía sin recurrir a la magia. Había descansado un poco y debía ahorrar energía para el conflicto que se avecinaba, no podía darse el lujo de desperdiciar su energía en banalidades. Corría contento de no tener que esperar a nadie.
Estaba cerca de la bodega cuando lo escuchó y se detuvo en seco. Alguien estaba gritando. Parecía Ab Muhajadim. Esos gritos seguramente despertarían al engendro.
Estaba a punto de retomar el paso, cuando un siseó catastrófico viajó por todo el piso. Luego un golpe, como un seco rugido subterráneo, algo se había derrumbado a lo lejos. Pero no pasó nada y caminó hacia adelante.
Es inútil describir la alegría que sintió cuando Argón le dijo que sí había cargado la perla.
—Sigan el pasillo, de prisa. La guiaré hacia ustedes. Allá le tenderemos una emboscada —dijo mientras sacaba unas runas rojas de un macuto.
Empélocles, de un salto se asió fuerte a la espalda de Duncan y corrieron a toda prisa hacía el peligro.
Contar cómo encontró a Black Anuman, huyendo de la bestia podría parecer una redundancia, pero a Duncan le pareció muy interesante por dos razones que no me pude dar el lujo de explicar en la entrega pasada:
La primera es porque conoció la verdadera velocidad que ese hechicero podía alcanzar cuando estaba aterrorizado.
La segunda, fue su expresión. La memorizó para pintarla más adelante. Si salían de ahí, le regalaría un retrato en su próximo día del nombre.
Sencillamente la encandiló como leyó que se hace con las arañas gigantes.
Mientras sus pies mantenían el ritmo frenético, sacó una de las runas y la raspó contra el piso. Dejó una marca una larga marca de ascuas tras de sí. Anuman al ver el mediocre desempeño del arquero, le arrebató una runa y con la mano contraria dibujó un círculo en el aire. Una llama en forma de espiral salió de la piedra y quedó en medio del pasillo. Avanzar sería imposible sin quemarse.
La segunda es que, regresaron tan pronto que no le dieron el suficiente tiempo a Lenn y a Puscifer siquiera para cerrar el portal.
Cuando entraron al altar, Anuman tomó otra runa roja y levantó un muro de llamas justo en la entrada.
Duncan miró de reojo al portal y se dio cuenta que Puscifer no estaba. Un rugido anunció la llegada de la bestia, que reptaba herida, dejando un rastro de sangre púrpura en el piso. Tenía quemaduras en su panza, aunque ninguna fatal. Seguía viva, seguía fuerte y peligrosa.
Argón y Jarcor tenían las armas listas. Sin embargo, la serpiente enrolló lo que le quedaba de la cola y se preparó para atacar. Inesperadamente algo salió del portal, repelido con tanta fuerza que se estrelló con la pared, Duncan no lo pudo ver bien, pero pensó que debía de tratarse de Puscifer. La madre serpiente reaccionó asustada y soltó un rayo de humo blanco, que salió de su boca como un proyectil que envolvió al recién llegado.
Duncan sintió un escalofrío y no por el ataque del lagarto, sino porque vio cómo del portal salía una garra escamosa, luego una cabeza de una segunda madre serpiente. Pero el portal se cerró antes de que la bestia pudiera salir por completo, dejando caer un brazo con una garra apretada y la mitad de una cabeza. Pero la otra, la viva, se abalanzó contra el druida, que había corrido a ver a Puscifer. Su cola, aunque incompleta, sirvió para darle un azote en la espalda al druida. Fue arrojado al otro extremo del cuarto con la misma facilidad con la que un niño lanzaría una moneda.
Argón se plantó frente a ella, con su espada de fuego blandida entre sus dos manos. Jarcor había tomado una distancia más prudente y esperando el momento justo para disparar. Lucharon como fieras, pero el reptil se alzó y su único ojo brilló. Había lanzado
el hechizo contra el caballero, quien sostenía su espada por detrás de la cabeza. Duncan probó suerte y le susurró algo a Empélocles antes de salir corriendo hacia la espalda bestia sin que esta se diera cuenta. Duncan recibió otro coletazo, pero antes de ser golpeado, el simio saltó desde su espalda y cargaba una flecha en su mano derecha. Se la iba a clavar en el ojo, pero la bestia lo esperaba con las fauces abiertas. Sin embargo, un embate de la espada en la garganta de la bestia bastó para salvarle el pellejo al simio. Argón lanzó un ataque nuevamente, pero antes de dar el segundo golpe, la serpiente convulsionó y quedó tiesa. Argon entendió y tomó una
—¡No podemos matarla! —Advirtió Lenn, con una voz desquebrajada. Al parecer el coletazo lo había tomado sin su escudo espiritual. En su mano cargaba la runa con la que había paralizado a la criatura. —Primero tenemos que deshacer el conjuro o Puscifer se quedará como un gusano para siempre…
Antes de decir otra palabra, quedó quieto como una estatua. Habrá sido un descuido instantáneo, un error de cálculo o la impertinente curiosidad idiota, pero Lenn también había sido paralizado por el iris de la madre serpiente, que estaba ahora libre. Alcanzó con sus fauces a Argón y lo estrelló contra el piso tres veces antes de estrellarlo contra la pared. Jarcor lanzó su escudo y se enfrentó usando su lanza. Se movía con agilidad y precisión, pero tenía mucho miedo. Duncan lo sabía. Jarcor intentó clavar tres veces, pero sólo una vez acertó en medio de las escamas petrificadas. La madre serpiente le arrebató la lanza con sus asquerosas extremidades y la tiró muy cerca de Duncan. Su momento de pelear había llegado. Era el momento de demostrar por qué lo habían elegido para ser el líder. Recogió la lanza de Jarcor y trotó hacia la bestia. Sintió los latidos de su corazón contra su jaula de hueso, dando golpes fuertes, como el martillo de Ab Muhajadim.
Duncan luchó contra la madre serpiente.
Y la madre serpiente ganó.
En una oscura encrucijada, Duncan espera. Tiene los ojos bien cerrados pues de nada le sirven entre tanta negrura. El oído es su prioridad. Aguzó tanto el sentido, que por un instante creyó escuchar el rugido de las capas terrestres, esas que de todas partes vienen y a todas partes van.
Sabe que la impaciencia es una debilidad y aunque tiene prisa, aprovecha esos instantes de reposo para darle calma a sus doloridos músculos. Después de lo que pudieron ser veinte minutos o un par de horas, alguien se acerca. Como los pasos vienen del este, debía tratarse de Argón. Con él, viene la luz. La antorcha le lastima los ojos con cada paso que lo acerca. Sin formalidades le entregó un frasco. Duncan miró la sustancia, era mucha menos de la que esperaba. Sin embargo, es suficiente pasta. La sujeta en distintos ángulos para apreciar que iluminada por cierto ángulo parecía brillar como el aluminio.
ꟷEs todo lo que trajo Lenn ꟷjustificó Argón.
Duncan estudió cuidadosamente la pared. La pasta sería suficiente para unos cuantos trazos, no más. Primero dibujó una flecha que señalaba al oeste, añadió una equis a su lado. La miró y después de un momento le pareció confusa. Quiso arreglarla añadiéndole unas letras que no añadieron más claridad al mensaje y para cuando se le ocurrió un detalle más, ya se había acabado la pasta.
«¿Y bien?» preguntó Duncan, con un movimiento de quijada. Argón le hizo una señal de aprobación con la mano izquierda mientras la estudiaba. A juzgar por el semblante dubitativo del caballero, los temores de Duncan eran ciertos, el mensaje no era lo suficientemente claro.
ꟷYa la vi. Sí, es una madre serpiente ꟷDuncan se estremeció al escuchar esa voz detrás de él. Una vez más, Puscifer se había acercado sin hacer ruido, como los gatos. ꟷNo está muerta, está borracha. Seguramente fue obra de nuestro rehén. Creo que deberíamos aprovechar esto a nuestro favor.
ꟷ¿Podrías matarla de un solo golpe?
Puscifer negó con la cabeza.
ꟷ¿Y los tres juntos? ¿Podríamos encargarnos de ella?
Volvió a negar.
ꟷPodríamos, pero sería desastroso. Lidiar con ella en un lugar tan reducido me parece desfavorable. Supongo que recuerdan el tamaño de su cola, pues déjenme decirles que es puro músculo. Es tan fuerte, tan fuerte, que podría incluso asfixiar a un elefante agarrándolo del cuello. Una lucha contra ella sería desfavorable, además, no tenemos nada para defendernos de su mirada.
—¿De qué hablas? —Preguntó Argón.
—Lo más peligroso de una madre serpiente es su mirada. ¿Cómo podríamos pelear sin verla? —Puscifer debió haber notado el cambio del semblante de Duncan, porque tras una breve pausa, su voz se volvió más confiada. —Pero no todo son malas noticias, estas bestias son sensibles a los cambios bruscos de temperatura. Los aceites que lubrican su cuerpo la vuelven una presa fácil para el fuego o la electricidad.
—¿Te refieres a energía galvánica? —Preguntó Duncan.
—Efectivamente. Podríamos matarla en de un golpe si la atacáramos los cuatro hechiceros a la vez, los riesgos serían mínimos ꟷla voz del hechicero era ecuánime, sin sobresaltos y bien modulada, como la de todo buen mago.
Argón dejó escapar una risa quizá demasiado confiada.
—Te olvidas de mi espada —presumió desenvainado unas cuantas pulgadas del acero del que brotó una ardiente llama.
—Olvídalo Argón, esas escamas son casi como piedras y sé por experiencia propia que esa espada de fuego se quebraría al tercer golpe. Tendremos que esperar al grupo de la bruja —Duncan se rascó la nuca y caminó hacia el este, de donde venía Argón—. Pues no tenemos opción, de regreso con los otros.
—¿Y si despierta antes de que ellos lleguen? —Preguntó Argón, enfundando su espada.
—Pues seguramente nos matará a todos.
—Hay una cosa que me preocupa —dijo Puscifer, muy quedo. Duncan volteó y puso mucha atención, el hechicero rara vez hablaba si no era para responder alguna duda. —Los simios nunca hubieran sido capaces de vivir en una ciudad en la que habitara una de estas criaturas. Tengo dos ideas, o esta criatura estaba dormida o llegó desde otro lugar. Si así fue ¿cómo lo hizo?
Duncan se paró frente a él y lo vio a los ojos, quiso estudiar bien su cara antes de responderle.
—Míralo a él y mírame a mí —respondió Duncan, osco—. Argón propuso quebrarle la espada en el lomo y yo sólo pienso en clavarle una flecha en cada ojo. Los dos somos estúpidos, peleamos con nuestras manos, no con nuestro cerebro. Guarda esa pregunta para cuando estés con Gard, Lenn o Anuman. Sus conjeturas son mucho más valiosas que las nuestras.
La antorcha se apagó a los pocos minutos, pero ninguno tuvo reparo en caminar a oscuras. Supieron que habían llegado porque un campo de luz verde se mostró a lo lejos. Lenn había colocado su varita en la pared y sobre ella flotaba un orbe brillante.
El druida los saludó y disipó una bocanada de humo en el aire.
—Tenías razón —dijo Lenn, dirigiéndose a Duncan—, el mono sabe hablar.
Claro que su rehén podía hablar, por eso no lo amordazó. Escuchó cómo el animal lo maldecía cuando lo atrapó. Había sido una persecución rápida, molesta, cuando Duncan intentó asirlo por la cola, la encontró faltante. El simio era un ejemplar roñoso y de no haber estado en tan deplorable estado, capturarlo le hubiera costado mucho más que sólo unos rasguños. Argón lo maniató y luego lo sujetó con firmeza a una columna. Duncan lo había interrogado hasta el hartazgo y el simio no había dicho ninguna palabra. Como nunca fue su intención herirlo, le encomendó a Jarcor la tarea de vigilarlo mientras él iba a explorar.
—Ustedes manténganse alerta… y coman algo —ordenó el líder antes de abrir las alforjas que tenían en el piso. Sacó unas galletas, un queso, una pera y las guardó en las bolsas de sus pantalones. Después de rellenar su cantimplora, tomó una antorcha y entró a la bodega.
Las cosas estaban como debían estar: el rehén seguía atado a la columna. Acercó la antorcha y lo observó con calma. Notó que en su pecho había dos microscópicas migajas de pan e inmediatamente después miró a Jarcor. Apreció la mancha de sangre que se extendía desde su espalda baja hasta sus patas. Era sangre seca y vieja. En el suelo hizo una base con piedras rotas para que la antorcha no se ladeara.
—Hay algo que debes de saber —Jarcor quiso continuar, pero Duncan lo interrumpió llevándose el índice a los labios.
—No digas nada y sal de aquí —Ordenó. Luego miró al simio con desprecio—. Si ya habló contigo, también lo hará conmigo.
Tomó un cuchillo y acercó la hoja al fuego hasta que su brillo iluminó el rostro del rehén.
Sus ojos rojos le daban un aspecto siniestro, pero estaba tan flaco y maltrecho, que lejos de parecer amenazante, daba lástima. Y Duncan despreciaba la lástima.
—Dime, ¿qué fue lo que le pasó a tu cola?
El rehén no respondió.
—Hace un rato me hiciste perder el tiempo. Incluso llegué a creer que tu voz había sido fruto de mi imaginación. Fíjate que no soy de por aquí cerca y hay muchas cosas que me cuesta entender de estos lares. Las pirámides, los reptiles come huesos y tú, el único misterio que sí entiendo: un macaco sin cola, que puede hablar y que de alguna manera se las ingenió para dormir a una madre serpiente por su cuenta. Si intentabas matarla, fallaste —reconoció con amargura— y seguramente pronto despertará. Pero no te desanimes, hoy es tu día de suerte. Mis amigos y yo la vamos a matar por ti. ¿Ves esto? Bien. Esta piedra me otorga poderes mágicos. Con ella puedo saber si alguien me está mintiendo con sólo verlo a los ojos y a mí no me gusta que me mientan… ¿Tienes sed?
El simio dijo que sí, con voz queda. De un tajo cortó las ataduras del rehén. Lo miró con una mezcla de sorpresa y miedo. Duncan dejó la cantimplora a sus pies y se sentó junto al patético fuego de la antorcha. Sacó dos peras, una se la llevó a la boca, la otra la colocó frente a él.
—Seguramente también tienes hambre, acércate y cómetela.
No pasó mucho tiempo considerándolo. Se sentó a su lado y después hablaron.
Hay verdades que parecen sacadas de un sueño. Tan extrañas y fantásticas que suenan a mentiras. Ahora Duncan que era un radar de falsedades, y aprendió que la verdad no se obtiene por un sendero directo y fácil, sino que es uno que se retuerce con cada pregunta. Hay verdades duras, difíciles de minar, pero otras que salen a la luz con ligeras preguntas, suaves como la corriente de un manantial. Empélocles había llevado una vida dura y extraordinaria. A Duncan no le gustaba hablar con otras especies que no fueran humanas, y, de hecho, además de los elfos, no recordaba haber hablado con una especie que no fuera humana. Pero ahora que tuvo tiempo de sobra para interrogar y conocer la vida de un ser tan distinto a él, se sentía extraño. Confundido. ¿Se estaba sintiendo culpable de la matanza en Banuta? Tonterías. A un mercenario no se le paga para sentir empatía y entablar amistades con las otras especies, pero Duncan tampoco era un cruel descorazonado. Hubiera preferido no matar a ninguno, y si lo hicieron fue porque tuvieron que. ¿O iba a ponerse así de empático también con los orcos? Al fin y al cabo, la vida es un océano y el pez grande se come al pequeño. La relación entre los seres vivos es un río tumultuoso y el equilibro entre las especies es una utopía. «Somos como dos estanques, sólo nos parecemos en la superficie —recordó esas dolorosas palabras—. Pero en el fondo tú y yo somos muy diferentes. Nunca nos podremos entender, ni en lo simple ni en lo inmenso. Estar juntos no es más que un juego». Sintió una puñalada helada en el estómago. No se dejó desanimar. Al menos había roto su propio récord, diecinueve días sin pensar en elfos. Esto de ocupar la mente en mantener junto un clan daba frutos inesperados. Dio un suspiro profundo y recordó cuál era su prioridad.
Afuera, en el pasillo iluminado por el tono verde oscuro similar al de las plantas que crecen bajo los frondosos árboles, Jarcor aguardaba paciente a que Duncan terminara de interrogar a Empélocles. El líder salió a toda prisa, pasando de largo del arquero. Se apresuró con los hechiceros, que estaban enfrascados en una conversación desde hacía ya un buen rato.
—Sólo cuídate de tres cosas: de sus ojos… —Puscifer se calló, esperando a que Duncan hablara, pero él, con la mirada pidió que concluyera—, de su cola y de su boca. Los iris rojos de las madres serpientes vinculan un bloqueador neuromuscular. Ojalá hubiéramos traído un…
—¿Un qué? —Preguntó Duncan.
—Parálisis muscular profunda —aclaró Lenn— ¿dependiente de vínculo o de conjuro?
—Conjuro —aclaró Puscifer—. Pero sobre todo hay que cuidarse de su boca, desde ella lanza un rayo transmutador.
—¿Y eso qué significa? —Preguntó Duncan a Lenn.
—Significa que puede cambiar tu forma a voluntad. No sabía que hubiera criaturas salvajes capaces de usar ese tipo de conjuros. —Lenn hizo una mueca aderezada con ansiedad. —Si me lo dijera alguien más, no lo creería. ¿En qué te transforma?
—En un gusano —dijo Puscifer, sin darle tanta importancia.
—Pues si creen que una es peligrosa, deberían saber que hay muchas más —Duncan habló como un cínico—. Puscifer ¿recuerdas que te dije que yo no tendría tu respuesta? Pues me equivoqué. Ya sé cómo llegó la bestia, por un portal.
—¿Po… Portal? —Lenn Lennister estaba anonadado, su cigarro se le resbaló de la boca y fue a estrellarse al suelo. Duncan lo recogió, dio una calada y se lo volvió a poner en los labios.
—¿Te dijo a dónde lleva? —Preguntó Puscifer, mirándolo con esos ojos negros y serenos.
—No lo sabe, ni él ni nadie. Los simios ni siquiera tenían idea de que hubiera uno aquí abajo. Al parecer unas personas de ojos de demonio vinieron y lo activaron. Total, estos simios lo que querían era cerrarlo y salió esa bestia. ¿Creen que podrían hacerlo?
Ambos se miraron confundidos.
—No tengo la menor idea. Nunca he visto uno en mi vida y no creía que existieran —dijo Lenn. Los portales eran algo extremadamente inusual en Tibia, se hablaba mucho de ellos de la misma forma que se habla de los demonios, todos sabían de su existencia con una facilidad casi banal, pero pocos podían afirmar haber visto uno. Ni el mismísimo rey de Thais, que tenía los recursos suficientes para reunir a los conjuradores, magos y hechiceros de todo el mundo, era capaz conjurar tener uno, de haberlo hecho, los reyes darían hasta medio reino. Los banqueros de Venore te asegurarían tres generaciones de riquezas sin fin, pero, a la vez, era algo que no le interesaba.
—¿Sabes dónde queda? —Preguntó Puscifer.
Duncan asintió y se adentró aún más en la profunda oscuridad del pasillo. Recorrieron caminos que aún no conocían. Evitaron media docena de bodegas y por fin, dieron con la última recámara. A juzgar por las cabezas de serpiente que estaban talladas en los muros, pensaron que habían llegado. Puscifer recitó un vis lux, y una burbuja de luz salió de su dedo y la lanzó a una pared, donde quedó pegada a la pared de la misma manera que lo haría una babosa a una gran hoja. Todo el cuarto quedó iluminado, revelando cada secreto. Un derruido altar se mostró ante ellos. Cientos de años en el abandono y hermoso de cualquier manera. Vieron los detalles de las paredes. Caminaron hacia la cabeza de serpiente más grande que había. Era tres o cuatro veces mayor que la que se habían encontrado en medio de la jungla. Sus escamas eran largas como plumas. En sus fauces, terribles colmillos se asomaban y donde debía estar la lengua, encontraron lo que habían ido a buscar. El portal parecía un espejo sin reflejo. Era extraño que una bestia tan grande hubiera cruzado por ahí.
—Y aquí ¿qué se hace? —Preguntó Duncan, como si ellos supieran que hacer.
Los dos magos tenían expresiones muy diferentes. Lenn estaba maravillado, había abierto los ojos e inspeccionaba con detalle todo lo que rodaba ese extraño artefacto. Puscifer, por otro lado, se había sentado en cuclillas y lo miró en silencio. Después de un minuto Lenn incluso se atrevió a tocar lo que sería la superficie del espejo. Este se movió como si fuera un líquido metálico en un estanque vertical. La imagen cambió, se volvió como un cuadro estelar en movimiento. La habitación perdió un poco de temperatura. Tuvo un mal presentimiento. Así que se alejó un poco para vigilar el pasillo. Y después de mucho juguetear, Lenn metió su mano y la sacó sin problemas. Dio una risa inocente y se animó a meter la cabeza. La sacó de inmediato y con tanta premura que tropezó de espalda.
—¡Hay cientos de ellas! —Exclamó con un grito tartamudo.
A diferencia de los magos, para Duncan, el portal distaba de ser lo más impresionante que había visto. Sólo era una herramienta para la guerra sucia. Pero de cualquier manera, no entendía cómo funcionaban los hechizos en general. Tampoco le interesaban. Él era un hombre práctico Podía recitar vis lux si necesitaba luz, el utani hur para aligerar su peso y el exura gran para sanar sus heridas y continuar en la lucha, pero de ahí en más todo era igual de sorprendente e increíble. Sabía que había hechiceros que podían cambiar la forma de sus cuerpos, eso incluía sus órganos. Otros podían controlar el rayo, la flama, el hielo o el despojo de vida. El hechizo que hizo Black Anuman en la punta de la pirámide era algo aterrorizante, fuera de este mundo. Por eso le sorprendía que los dos magos se mostraran tan sorprendidos por algo, en esencia tan sencillo. Al fin y al cabo, no era nada más que una de las excentricidades de la magia. A él le parecía más impresionante lo que él tenía en su bolsillo. Algo que podía entrar en la cabeza de las personas y ver lo que guardaban en sus corazones.
—Suficiente de estudiar, recuerden que tenemos que cerrarlo —recriminó Duncan.
—No sabría cómo hacerlo —respondió Puscifer—, necesitamos cortar el continuum del portal, algo que resista grandes tensiones de energía…, el borde, disculpa. Pero nos tomaría días de búsqueda encontrar algún material tan denso en la selva.
A Duncan le pareció muy extraña la reacción del druida, que primero mostró una sonrisa sencilla que se transformó en una vehemente carcajada.
—Supongo que una perla de oricalco podría funcionar ¿verdad?
Puscifer lo miró confundido antes de responderle.
—No es lo ideal, pero sí.
—Puede que Argón traiga una en su mochila. Iré a preguntarle.
Duncan lo detuvo.
—Soy más rápido que tú. Además, —miró a sus alrededores— este lugar parece ideal para tenderle una trampa y en eso, tú eres mejor que yo. Ve ideando la emboscada, porque cuando la bestia despierte, la traeré.
Se fue corriendo una vez más. Tan rápido como podía sin recurrir a la magia. Había descansado un poco y debía ahorrar energía para el conflicto que se avecinaba, no podía darse el lujo de desperdiciar su energía en banalidades. Corría contento de no tener que esperar a nadie.
Estaba cerca de la bodega cuando lo escuchó y se detuvo en seco. Alguien estaba gritando. Parecía Ab Muhajadim. Esos gritos seguramente despertarían al engendro.
Estaba a punto de retomar el paso, cuando un siseó catastrófico viajó por todo el piso. Luego un golpe, como un seco rugido subterráneo, algo se había derrumbado a lo lejos. Pero no pasó nada y caminó hacia adelante.
Es inútil describir la alegría que sintió cuando Argón le dijo que sí había cargado la perla.
—Sigan el pasillo, de prisa. La guiaré hacia ustedes. Allá le tenderemos una emboscada —dijo mientras sacaba unas runas rojas de un macuto.
Empélocles, de un salto se asió fuerte a la espalda de Duncan y corrieron a toda prisa hacía el peligro.
Contar cómo encontró a Black Anuman, huyendo de la bestia podría parecer una redundancia, pero a Duncan le pareció muy interesante por dos razones que no me pude dar el lujo de explicar en la entrega pasada:
La primera es porque conoció la verdadera velocidad que ese hechicero podía alcanzar cuando estaba aterrorizado.
La segunda, fue su expresión. La memorizó para pintarla más adelante. Si salían de ahí, le regalaría un retrato en su próximo día del nombre.
Sencillamente la encandiló como leyó que se hace con las arañas gigantes.
Mientras sus pies mantenían el ritmo frenético, sacó una de las runas y la raspó contra el piso. Dejó una marca una larga marca de ascuas tras de sí. Anuman al ver el mediocre desempeño del arquero, le arrebató una runa y con la mano contraria dibujó un círculo en el aire. Una llama en forma de espiral salió de la piedra y quedó en medio del pasillo. Avanzar sería imposible sin quemarse.
La segunda es que, regresaron tan pronto que no le dieron el suficiente tiempo a Lenn y a Puscifer siquiera para cerrar el portal.
Cuando entraron al altar, Anuman tomó otra runa roja y levantó un muro de llamas justo en la entrada.
Duncan miró de reojo al portal y se dio cuenta que Puscifer no estaba. Un rugido anunció la llegada de la bestia, que reptaba herida, dejando un rastro de sangre púrpura en el piso. Tenía quemaduras en su panza, aunque ninguna fatal. Seguía viva, seguía fuerte y peligrosa.
Argón y Jarcor tenían las armas listas. Sin embargo, la serpiente enrolló lo que le quedaba de la cola y se preparó para atacar. Inesperadamente algo salió del portal, repelido con tanta fuerza que se estrelló con la pared, Duncan no lo pudo ver bien, pero pensó que debía de tratarse de Puscifer. La madre serpiente reaccionó asustada y soltó un rayo de humo blanco, que salió de su boca como un proyectil que envolvió al recién llegado.
Duncan sintió un escalofrío y no por el ataque del lagarto, sino porque vio cómo del portal salía una garra escamosa, luego una cabeza de una segunda madre serpiente. Pero el portal se cerró antes de que la bestia pudiera salir por completo, dejando caer un brazo con una garra apretada y la mitad de una cabeza. Pero la otra, la viva, se abalanzó contra el druida, que había corrido a ver a Puscifer. Su cola, aunque incompleta, sirvió para darle un azote en la espalda al druida. Fue arrojado al otro extremo del cuarto con la misma facilidad con la que un niño lanzaría una moneda.
Argón se plantó frente a ella, con su espada de fuego blandida entre sus dos manos. Jarcor había tomado una distancia más prudente y esperando el momento justo para disparar. Lucharon como fieras, pero el reptil se alzó y su único ojo brilló. Había lanzado
el hechizo contra el caballero, quien sostenía su espada por detrás de la cabeza. Duncan probó suerte y le susurró algo a Empélocles antes de salir corriendo hacia la espalda bestia sin que esta se diera cuenta. Duncan recibió otro coletazo, pero antes de ser golpeado, el simio saltó desde su espalda y cargaba una flecha en su mano derecha. Se la iba a clavar en el ojo, pero la bestia lo esperaba con las fauces abiertas. Sin embargo, un embate de la espada en la garganta de la bestia bastó para salvarle el pellejo al simio. Argón lanzó un ataque nuevamente, pero antes de dar el segundo golpe, la serpiente convulsionó y quedó tiesa. Argon entendió y tomó una
—¡No podemos matarla! —Advirtió Lenn, con una voz desquebrajada. Al parecer el coletazo lo había tomado sin su escudo espiritual. En su mano cargaba la runa con la que había paralizado a la criatura. —Primero tenemos que deshacer el conjuro o Puscifer se quedará como un gusano para siempre…
Antes de decir otra palabra, quedó quieto como una estatua. Habrá sido un descuido instantáneo, un error de cálculo o la impertinente curiosidad idiota, pero Lenn también había sido paralizado por el iris de la madre serpiente, que estaba ahora libre. Alcanzó con sus fauces a Argón y lo estrelló contra el piso tres veces antes de estrellarlo contra la pared. Jarcor lanzó su escudo y se enfrentó usando su lanza. Se movía con agilidad y precisión, pero tenía mucho miedo. Duncan lo sabía. Jarcor intentó clavar tres veces, pero sólo una vez acertó en medio de las escamas petrificadas. La madre serpiente le arrebató la lanza con sus asquerosas extremidades y la tiró muy cerca de Duncan. Su momento de pelear había llegado. Era el momento de demostrar por qué lo habían elegido para ser el líder. Recogió la lanza de Jarcor y trotó hacia la bestia. Sintió los latidos de su corazón contra su jaula de hueso, dando golpes fuertes, como el martillo de Ab Muhajadim.
Duncan luchó contra la madre serpiente.
Y la madre serpiente ganó.