Las Redes Oscuras (capítulo 14): El ciudadano cero
Cita de Arena en enero 31, 2024, 4:51 pmOtra tormenta fría y gris azotaba la ciudad. No era extraño. Siempre llovía en su cumpleaños. Lo raro es que esa lluvia otoñal parecía golpear con saña los tejados rojos de Carlin. Armaedón Katafracto regresaba a su casa con resignación y sin prisa. Ya estaba empapado. Ya lo habían derrotado. Nada podía ser peor.
Cuando llegó al viejo edificio de cantera donde tenía su modesto apartamento, escuchó el mar rugir con furia. Sólo unas cuantas calles lo alejaban de la costa. Mientras subió las escaleras pensó que, si el mar se desbordaba y lo arrastrara hacia sus profundidades, no haría nada para evitarlo. Hoy no estaba de humor ni para luchar por su vida.
Llegó hasta su casa. «Harbour Flat No. 23» rezaba una antigua placa de cobre, ya enverdecida por los años. Metió la llave a la cerradura y la giró. El viento helado recorría de extremo a extremo la pequeña pieza en la que apenas cabían una vieja cama, un escritorio atiborrado con libros, cuadernos y hojas sueltas, un ropero apolillado, una estufa de butano y una mesa con dos sillas. El taburete que tenía junto a la ventana, en el que por las tardes se sentaba a fumar, estaba ocupado por un sujeto que miraba hacia el mar perdido en una ensoñación.
—Me alegra que regreses, pero no esperaba que lo hicieras tan pronto. Dime —carraspeó antes de preguntar— ¿te acusó la mujer?
Armaedón Katafracto emitió un gruñido malhumorado. Se quitó la capa empapada y la colgó en un perchero para que estilara sobre un balde. Se quitó también el uniforme empapado y lo exprimió antes de colgarlo. Hacía un viento frío que le erizó los cabellos del brazo. Si algo sobraba en esa habitación eran ventanas, había cinco en total. Desde ellas se podía ver el castillo, el puerto, el ayuntamiento y la catedral. Se colocó ropas secas antes de quitar los postigos de una, la que daba al puerto, que era la única por la que no entraría agua, y puso un cigarrillo entre los dientes.
—Ahora ella es la menor de nuestras preocupaciones —respondió severo, mientras se tentaba el pantalón inútilmente en búsqueda de cerillos—. ¿Cómo sigue tu hombro?
—Mucho mejor —trazó un semicírculo en el aire, para terminar con un tronido mórbido de la articulación que le arrancó una mueca de dolor.
—Ezra vendrá esta noche —dijo con seguridad—, le pediré que te revise.
—Me gustaría, pero me temo que esta noche también debo salir.
—Déjalo ya —respondió Katafracto, exasperado—. Hoy se desplegarán el doble de vigilantes. Anoche fueron degolladas dos tenientes de Clúster y uno de los Carniceros. Por la mañana el pánico ocasionó un motín en sus dormitorios. La Reina lo tomó muy mal y estalló de nuevo... Y tú, ¿qué has estado haciendo?
—Nada realmente. Me he pasado el día viendo cómo la lluvia moja al mar. Encontré tus pepitas, son de Ab’dendriel ¿verdad? —El joven señaló a un bote de basura junto al escritorio que estaba rebosante con cáscaras. Armaedón levantó la tapa de la vasija donde las guardaba, estaba vacía. Jaló un cajón del ropero y desató un saco viejo. Eran al menos cincuenta bolsas llenas, muy compactas. Rellenó el recipiente. Tomó una cajetilla de cerillos junto a la estufa y regresó a su ventana. Las nubes negras y grises hacían parecer que ya era de noche, pero el reloj apenas marcaba pasadas las cuatro de la tarde. Miró hacia la calle. El empedrado había desaparecido, en su lugar había un arroyo tumultuoso que arrastraba ramas, viales vacíos, botellas, cubetas, y demás basura, seguramente a lavarse al mar.
—Hubo un imprevisto —confesó pesaroso cuando ya llevaba la mitad del cigarro. Ib lo miraba atento con esos ojos verdes y grandes. Un trueno retumbó en el cielo y pareció sacudir los cimientos del edificio—. En su exabrupto, la Reina ordenó comenzar los preparativos para marchar. Constanza le levantó la voz frente a todos. Eloisa perdió los estribos y la relevó como Ministro de Poesía. Nos sacaron a punta de lanza. Estamos fuera de la jugada, Ib...
—¿Dónde está Constanza? —Preguntó llevándose otra pepita a la boca.
—Se fue a encerrar en el ayuntamiento. Intenté acompañarla, pero me ordenó que la dejara en paz. No sé si saldremos de esta, pero si fallamos a esta altura...
—Estallará una guerra larga y sangrienta —completó Ib—. Constanza es muy lista ¿por qué haría algo así?
—Pasa demasiado tiempo con la Reina, quizá la enfermedad es contagiosa...
—Quizá haya algo que aún se pueda hacer... sólo tenemos que...
Su voz disminuyó hasta volverse silencio. Las gotas arreciaban por momentos. Quedaron sumergidos en un pensamiento profundo. No fue hasta que un pájaro se abrió entre la densa cortina de gotas heladas y se posó en el alfeizar de la ventana, cerca de Katafracto. Era un búho negro de ojos anaranjados y duros que Armaedón conocía desde muchos años. En su pata había una carta atada con una hebra de cabello dorado. Tras leerlo, de inmediato se colgó la capa que aún escurría.
—Tengo que ir al Ayuntamiento. Al parecer hay una orden para encarcelar a Constanza.
El hechicero saltó del banco y lo siguió sin preguntar. La terraza del edificio estaba resbalosa. Armaedón Katafracto se dio cuenta no podían ir por la calle principal. Toda la gente estaba refugiada en sus casas y un par de extraños bajo la lluvia desatarían sospechas de inmediato. Cerró los ojos e intentó concentrarse. Tras un inmenso esfuerzo se hizo dueño de su respiración y llevándose ambas palmas a las piernas recitó utani hur y ambas se iluminaron por un instante con un brillo azul. El hechicero lo imitó. Descendieron por las paredes con la agilidad de un par de ardillas. Todavía con fuerza en las piernas corrieron unas cuantas cuadras hacia un pequeño lago lleno de árboles y plantas que marcaba la frontera entre las calles Harbour Lane y Magician’s Alley.
—La ruta más corta es esta —levantó la tapa de un resumidero por el que caía una cascada de agua sucia hacia la completa oscuridad. Ib siguió la indicación y Katafracto se arrojó también por la rampa de ladrillo.
La lluvia penetraba incluso las alcantarillas de Carlin. No bastaba con el agua que caía por los ductos, sino que también escurrían gotas filtradas por los arcos del techo. Las canaletas centrales estaban desbordadas y en algunos segmentos el agua pestilente les llegaba hasta las rodillas, Ib tropezó varias veces sin llegar a caer. Armaedón Katafracto lo notó. A estas alturas, un tropiezo simple les podía costar la vida, así que sacó una antorcha de su gabardina. La sacudió hasta quitarle el exceso de agua y acercó una cerilla que se encendió a pesar de estar mojada, la apagó soplándola y la volvió a guardar en su cajetilla repleta. La capa de cera que recubría la antorcha facilitó la ignición. Corrieron de lleno hacia el oeste y tres veces encontraron rastros de soldados vigilando las alcantarillas. Maldijo en silencio a Cassy Bonebreaker, la menor de las Bonebreaker. Un mes atrás, recorrer las alcantarillas, para los experimentados, era lo más fácil del mundo porque nunca había vigilantes. Pero eso había cambiado hacía apenas una semana. Cassandra había sido propuesta por sus hermanas para esta tarea. La Reina aceptó de inmediato, pues la valentía y entrega de las Bonebreaker era bien conocida en todo el reino. Ninguno de los encargados previos se había tomado el trabajo muy enserio por considerarlo indigno. Katafracto e Ib Ging habían experimentaron en carne propia un ejemplo de la dureza de la nueva encargada, pues dos noches atrás, hubo una redada en el bar clandestino de Karl, su favorito. Era famosa entre mafiosos, asesinos, herejes, ácratas y otra escoria, pero vendían la mejor cerveza de todo Tibia y no había tenido problemas con los encargados anteriores, hasta que llegó ella. Tuvieron mucha suerte salir ilesos, pero el Coronel Katafracto tenía la certeza de que ella lo había visto y por el honor de su apellido, sabía que lo delataría ante la Reina. Pero no había hecho falta, la Reina lo había expulsado y ella no había intervenido en absoluto.
La energía de los pies de Katafracto disminuía paulatinamente y con ella su velocidad. Ya no era ágil como un venado, sino como una persona cualquiera. Ib, venía detrás de él y parecía aún rebosante de energía, pero se acopló al paso de su compañero. Maldijo en su interior la facilidad que tenían los hechiceros para lanzar conjuros.
—El ayuntamiento antes era el fuerte de un gremio, tiene puertas muy resistentes —dijo mientras seguía avanzando a paso firme—. Si Constanza las cerró bien, incluso cincuenta soldados tendrían problemas para entrar. En el patio hay un estanque con otro resumidero por el que podremos escalar, era una salida de emergencia, la usaremos al revés —Katafracto se sintió obligado a explicarle al hechicero—. Es mucho más estrecho e inclinado. Será bastante complicado y no sé si con tu hombro así puedas escalar.
—Por mí no te preocupes, ya me las ingeniaré. Parece que conoces muy bien las alcantarillas de Carlin. Mejor apaga la antorcha, así nadie nos verá —sugirió Ib, altanero y remató con una pregunta indiscreta. —¿Qué más decía el mensaje de Constanza? ¿Por qué la van a encarcelar?
Katafracto se detuvo ante una trisección del camino. Él no necesitaba antorchas, podía moverse en esas alcantarillas incluso en completa oscuridad. Entrecerró los ojos rasgados y respondió exasperado.
—En los dos días que llevas en Carlin me has dado información a cuenta gotas. Evades la mayoría de mis preguntas y en cambio tú no haces más que pedirme que te explique todo. Sé que diriges un clan que no aparece en ningún registro público. Sé que no profesan lealtad y siempre ofrecen sus servicios al mejor postor. Sé que tú y dos de tus miembros están en la lista roja de Carlin. Tú por la Reina Eloisa y los otros dos por esos imbéciles de Clúster. Lo que desconozco es por qué Constanza me pidió con tanta urgencia que fuera a contactarte a Thais y que cumpliera tus peticiones con tal de que nos ayudaras. Arriesgué mucho para devolverte a tu amigo y arriesgo demasiado contigo aquí, si nos atrapan me juzgarán como conspirador. Quizá será mejor que me dejes hacer esto solo. Después de todo, proteger a Constanza es mi trabajo, no el tuyo.
—Lo siento, pero debes reconocer que eso es lo que están haciendo tú y ella: conspirando —aclaró el hechicero encogiéndose de hombros—. Y si no he sido del todo claro contigo es porque hasta hoy tú eras parte del consejo de la Reina y recuerda, soy neutral. Quiero evitar la guerra, respeto tus ideales, pero no los comparto. Ahora que te quedaste sin trabajo ya no tengo por qué esconderte nada. Escucha, te ayudaré a proteger a Constanza, pero sólo si me lo permites.
Ib extendió la mano. Armaedón la estrechó con firmeza y apagó la antorcha. Con la oscuridad había recuperado la calma y volvieron a correr valiéndose del hechizo. Con lo que no contaron era que, dos pares de ojos se percataron cuando se apagó la antorcha y como dicta el protocolo, fueron a avisar de inmediato a su supervisora.
El aliento del hechizo fue suficiente para que, tras unos pocos minutos, llegaran al lugar. Se trataba de un desagüe que nutría una intersección con una violenta corriente. Armaedón saltó y se asió de un ladrillo saliente y destrabó la compuerta de metal para lanzarla al agua, subió una de sus piernas a la pared y comenzó a escalar a contracorriente. Se le soltó una mano y casi era arrastrado por el agua, pero continuó avanzando con chorros cegándolo y metiéndosele a la boca.
Ib imitó los movimientos de Katafracto lo mejor que pudo. Ambos subieron con lentitud por un túnel negro que parecía no tener fin. De cuando en cuando caían ramas y piedras que los hacían perder el equilibrio, pero lograron asirse firmemente. Había que tentar bajo el agua entre el barro y los parches de concreto para buscar dónde apoyarse. En ningún momento podía relajar la tensión en sus piernas ni brazos, que eran esenciales para no ser arrastrados como basura. Bastó con apoyar todo su peso en la piedra que recién había sujetado para que esta se soltara y fuera arrastrado hacia abajo. Embistió a Ib, pensó que lo llevaría consigo y ambos tendrían que volver a empezar, pero cayó solo.
Era como un tobogán en el que se golpeaba mientras descendía. La corriente lo escupió a la canaleta, como a un desperdicio. Salió de la canaleta y tosió el agua que había tragado, haciéndolo ver destellos fosforescentes. Fue derribado de una patada y un pisotón en el pecho le impidió levantarse. Alguien encendió una antorcha. Además de quien lo mantenía en el piso, había otro guardia con una lanza apuntándole a la garganta. Detrás de las soldados y sosteniendo la antorcha con la mano izquierda estaba Cassy Bonecrusher, que, aunque veinte años menor que la primogénita, tenía esa misma mirada fuerte e inquisitiva presente en todas las hermanas.
—Tú y yo vamos a hablar —tenía la voz dura. De una patada lo puso de costado. Y fue maniatado con facilidad pues no opuso resistencia ni cuando le quitaron las armas. —Juro que te vi hace tres días en la redada. No sé cómo despareciste, pero estoy segura de que eras tú. Me dijeron que estabas platicando con un forastero. Confiesa ¿para quién trabajas?
Una guardia lo alzó en peso y ella lo tuvo de frente. Estaba furiosa, su nariz exhalaba sonoramente. Katafracto no lo había notado, pero la comandante tenía una rana verde colgada de su hombro.
Después de medio minuto, habló:
—Si tan segura estás de que era yo ¿por qué no me delataste ante la Reina? —Respondió altivo.
El atrevimiento del rehén la hizo enfurecerse aún más y le dio un puñetazo en el abdomen. Katafracto perdió el aliento.
—Llévenlo a la prisión —ordenó. —Haré un informe. Creo que después de hoy no habrá duda de su rebeldía. No tardarán en ahorcarte a ti y a esa maldita.
Cuando los guardias halaron las cuerdas de las manos de Armaedón, se percataron de que el nudo se había aflojado. El coronel de una patada en las pantorrillas derribó a la de la lanza. Tomó la lanza y con el regatón asestó un golpe en la cabeza que desmayó a la que intentaba levantarse. Saltó hacia la de la boca sangrante y la amenazó con el filo de su mano en la nuca. Corrió hasta donde estaba Cassandra para intentar amagarla, pero no contó con que la rana saltaría hacia él y le dio un lengüetazo. Después de eso perdió el control de su cuerpo y no pudo evitar caer al piso sin poder levantarse.
La antorcha amenazaba con apagarse. Cassy Bonebreaker había empuñado con precisión una espada ropera en su mano derecha y apoyó el filo justo a la mitad del cuello de Armaedón.
Sintió el aguijón mordiéndole la piel.
—Me harté de ti —clavó la punta. Imprimió más fuerza y manó un hilo grueso de sangre. Reviró cuando escuchó caer algo desde la cascada hasta el canal central de la alcantarilla. Armaedón pudo distinguir el escuálido cuerpo del hechicero entre el agua. —¿Y tú quién carajo eres? ¡Sal de ahí con las manos en alto o mato a este traidor!
Ib salió escurriendo chorros y tosiendo con violencia.
—Las manos arriba o te juro que lo mato —Ib hizo caso tan pronto como la tos se lo permitió—. Él es el otro sujeto que estaba contigo en el bar. ¿Es un espía de Thais? Eres una vergüenza, Katafracto. Debería matarte en este mismo momento. La ley me lo permite.
—Hazlo. Si lo que necesitas para matarme es permiso, tienes también el mío—respondió desafiante. Ella ardió de coraje una vez más, tenía el rostro congestionado de furia.
—No lo haré hasta que me respondas ¿por qué tienes que estar en todas partes? —Hundió un centímetro más la punta de la espada y luego la sacó de golpe, estaba furiosa. Con los ojos dio una orden a la rana y esta saltó para darle un lengüetazo por la espalda a Ib. Quien cayó de rodillas, sosteniéndose únicamente con una de sus manos. —Tú me vas a explicar qué está pasando. Ya no se puede confiar en nadie ¡Ni siquiera en la Reina! Hay conspiraciones por todas partes. ¡La ciudad se está yendo a la mierda por ustedes! Te ordeno que me digas todo lo que sabes. Quiero proteger a mi pueblo de cualquier manera y maldita sea, me asignan a cuidar estos laberintos subterráneos mientras arriba se traman guerras que sólo traerán muerte y dolor y yo no puedo hacer nada —una lágrima de rabia escurrió por su mejilla y Armaedón comprendió que no todo estaba perdido. En ella yacía el coraje carliní del que tanto se hablaba en la formación marcial. Buscaba el bien para su ciudad amada bajo cualquier circunstancia, pero no era más que un peón ciego.
—Eloisa está enloqueciendo desde hace años. Y tú lo sabes. —Respondió sin vueltas. —Se muestra cruel y violenta ante la menor provocación, ve cuchillos en cada pared y amenazas por todas partes. No duda en enviar espías a otra ciudad u ordenar claras acciones de guerra. Lo que Constanza busca hacer es relevarla de sus funciones por el bien del Reino.
—Sé que no parece, pero estamos intentando detener la guerra —terminó de responder Ib, de pie y con las manos en alto—, la mayoría de los clanes que la rodean sólo buscan beneficios económicos. Nosotros sólo intentamos que no se derrame sangre inocente.
Parecía que la paladín no sabía a dónde apuntar su espada.
—Vamos —dijo Armaedón extendiéndole la mano con toda su fuerza—, ayúdanos a detener la masacre que se avecina... Hazlo por Carlin.
Ella no estaba segura de la razón que la impulsó a hacerlo, pero la estrechó. De uno de sus bolsillos del cinturón sacó un gotero y dejó caer tres gotas en la boca de Armaedón, quién recuperó el control de su cuerpo.
—Pero me tendrás que explicar todo. Con detalles —aclaró Casandra.
—Lo haré en su debido momento, ahora debemos darnos prisa. Constanza está en grave peligro.
Ib señaló hacia el extremo de una cuerda verde fosforescente que salía del desagüe y bailaba con la cascada, como una serpiente ante la canción del agua.
Ib saltó para sujetarse de ella. Armaedón y Cassy lo hicieron en ese orden.
La cuerda mágica era tan larga como el desagüe. Su textura era mucho más cómoda y firme a la sujeción que una cuerda normal. Subir les costó, fue complicado, pero mucho más sencillo que la primera vez. Salieron al ayuntamiento por el estanque que estaba al centro del patio. No había señales de combate por ningún lugar. Había soldados en la entrada, lo sabían pues estaban gritándole a Constanza que se entregara. Armaedón se alegró al ver la luz encendida en la oficina y corrió hacia allá.
Subieron por unas escaleras en que en las paredes tenían viejos y heroicos murales que representaban las batallas más emblemáticas que habían dado forma a la ciudad que era hoy. Todas hablaban de guerra y muerte. Ese es el alimento de los reinos y esos murales representaban verdadera cara del Reino ¿cómo osaba intentar privar a Carlin de sus más profundas necesidades de sangre?
La puerta de la oficina ni siquiera estaba cerrada. Había dos candelabros encendidos que proyectaban confusas sombras en la pared, pudo ver a los tres sujetos que esperaría que estuvieran con Constanza en estos momentos de crisis. Ella miró a Katafracto como nunca, había pánico en su rostro pálido que abanicaba frenéticamente. Siempre presente, el Capitán Greyhound fumaba un habano recargado en un escritorio, tenía el semblante sombrío y firme. Légola y Padreia estaban atentas a los gritos de los soldados desde la puerta.
—Se están hartando. Traerán un ariete y derribarán la puerta —afirmó Légola, viendo a la ventana.
—Supe que hay una orden para encarcelarte —le dijo Katafracto a Constanza. —Tenemos que huir de inmediato.
—Por todos los cielos ¿encarcelarme dices? ¡Lo que quieren es matarme! —Estaba dando vueltas histéricamente. Por fin reparó en la cara de los dos acompañantes de su guardaespaldas. —¿Qué está haciendo ella aquí?
—Está de nuestra parte ahora. Vamos Constanza. Tenemos que salir de inmediato. Vayamos por las alcantarillas.
—¿Crees que no le hemos insistido? —Preguntó Padreia, exasperada. —La necia dice que está dispuesta a pagar la falta con su vida si se trata de dar un ejemplo.
—Esa es una idea muy estúpida y nunca ha funcionado —señaló Ib Ging y todos menos Constanza lo miraron de reojo.
—Parece que Constanza también perdió la razón y ya no le importa la causa. No le bastó el espectáculo que dio hoy por la mañana —afirmó Légola con tono agrio y miró a Katafracto—. Al parecer no sabes por qué la quieren encarcelar. La exministra de Poesía abofeteó a la Reina.
Armaedón sintió como si tuviera una daga de hielo clavada en el cuello. ¿Cómo podía Constanza haber hecho una estupidez de tal magnitud?
—Se lo merecía —dijo sin reparo—, dijo que no le importaba ver muerta a la mitad del reino con tal de saber que su hermano también sangraría. Si tantas ganas tienen de salir corriendo váyanse ustedes. Aquí me quedaré —un disparo como de cañón los interrumpió.
—Llegaron los arietes —dijo Légola aterrada y se fue asomar. La jefa de los paladines se acercó a la ventana y su cara le volvió casi transparente. —No es ningún ariete, ¡es Fembala! Rápido —gritó— ¡Váyanse por los talleres! Padreia, no nos queda otra opción.
La dirigente de los druidas cerró los ojos y pronunció un hechizo del que Armaedón sólo había escuchado hablar. Las palabras que emitió se volvieron luciérnagas que la envolvieron y transformó su apariencia en una réplica de Constanza.
—¡Largo de una vez! —Ordenó imitando su voz y fue como si la original hubiera hablado. Salieron por una puerta contigua. Constanza tuvo que ser arrastrada por Ib y Cassy. Cruzaron los distintos talleres del ayuntamiento.
—¡Suficiente! —Constanza se soltó y no dio un paso. —Armaedón, tienes que huir tú. El hechizo de Padreia sólo engañará a los tontos y vendrán por nosotros, yo no tengo la agilidad que tienen ustedes. Cometí un crimen y estoy dispuesta a pagarlo.
—Te van a cortar la cabeza y sin ella el Reino se hundirá.
. Acarició la mejilla de su guardaespaldas con un cariño casi maternal.
—Ustedes deben de salir de aquí y pasar mi mensaje, la luz de mi antorcha. Hazlo por mí. Mi vida será una señal de unión para mostrar lo enloquecida que está Eloisa.
Los rodeó con sus brazos cariñosamente y tras acercarse, le susurró «feliz cumpleaños». Katafracto estaba petrificado. Ella nunca lo había felicitado en su cumpleaños. Sintió un sentimiento extraño y su pecho congestionado. En cualquier otro momento la hubiera abrazado, pero no esta vez.
—Constanza... tú eres la dirigente de un movimiento que reformará al Reino, no eres un mesías ni una víctima —le respondió con calma y de un potente golpe en la nuca la hizo desmayarse. La cargó en los hombros y echaron a correr, ahora había docenas de soldados de la Reina buscándolos por todas partes, pero no había rastros de la temible Guardia Real. Escapar por las alcantarillas era impensable. Sólo había un camino restante, el más riesgoso. Subieron hasta el techo del ayuntamiento en búsqueda de otra alternativa. Llegaron a la azotea. Desde esa altura se podía ver toda la ciudad, pero la lluvia era tanta que apenas podían distinguirse los edificios contiguos. Las ráfagas de viento eran como látigos mojados y apenas podía abrir los ojos sin lastimárselos.
Necesitaban salir y el único camino era saltar hacia el oeste. Armaedón le pidió a Ib Ging la cuerda mágica y la ató a una de sus jabalinas. Corrió por el techo y la lanzó lo más fuerte que pudo hacia el oeste, con la esperanza de que hacer un puente entre el edificio de al lado. El arma cruzó por los aires, pero no logró incrustarse y cayó al mar, hundiéndose junto con sus esperanzas.
—¡Vienen por la escalera! —Advirtió Casandra. Armaedón miró el embravecido mar que se había tragado la jabalina. Las olas violentas azotaban las enormes piedras depositadas en los cimientos del ayuntamiento. Saltar al vacío parecía su última salida, pero antes de proponerlo alguien se asomó por las escaleras.
—¡Alto ahí! —Gritó una voz que lo aterrorizó. Era Fembala. La persona más fuerte que había conocido. Una guerrera feroz, inteligente y violenta. Tenía el pelo rojo y recortado a la altura de los oídos. La protegía una armadura dorada y resplandeciente, aun durante la tormenta. En su mano sostenía un mangual que todo habitante de Carlin temía. Se decía que esa arma mítica fue fabricada por los cíclopes. El mango medía lo mismo que un crío de siete años y sólo ella tenía la fuerza para blandir un arma de proporciones titánicas.
—Entréguenme a esa traidora y seré rápida al matarlos. Si no, los arrastraré vivos al calabozo para despellejarlos con calma.
Fembala estudió los rostros de los cuatro, parecía que los había reconocido a todos, incluyendo a Ib. Se maravilló ante el cuerpo fláccido de Constanza en el suelo.
—Un traidor, un espía tuerto —carcajeó grotescamente— y mira nada más, si no lo viera con mis propios ojos, no lo creería. Pensaba que la lealtad de las Bonecrusher era inquebrantable.
Katafracto y el hechicero se interpusieron en una posición defensiva.
—Muéstrame la orden de arresto —exigió Armaedón.
—Estoy aquí porque es mi deber protegerla. Constanza hizo algo que no tiene nombre y les puedo asegurar que cuando la Reina despierte me pedirá su cabeza. Estoy acelerando las cosas.
—Fembala —Katafracto alzó amenazante su hacha—, viniste por Constanza sin respaldo legal. Puede que ya no sea Ministro de Poesía, pero por orden directa de la Reina, sigo siendo su guardaespaldas y la voy a proteger, incluso de ti.
—Me acabas de dar la excusa perfecta para romperte el cráneo.
Fembala blandió su mangual con la fuerza de un Behemoth y Katafracto sintió un cosquilleo en las rodillas después del temblor. La bola de acero con púas siseó en el aire, formando un remolino que parecía repeler la lluvia. Lanzó un golpe lateral hacia los cuatro. La cadena creció inesperadamente, como si se le hubieran adherido eslabones, pero Ib contrarrestó el ataque con un púlsar y el arma desviada, melló el piso. La bola fácilmente los podría partir en dos. Katafracto había esperado para lanzar dos jabalinas hacia la guardiana real, pero ambas rebotaron en su armadura.
Mientras giraba en el aire, Ib Ging lanzó una muralla de fuego desde sus pulmones y la cortina ardiente envolvió a Fembala. Katafracto se apresuró hacia ella, había empuñado su hacha en la mano derecha. Antes de que Fembala pudiera darse cuenta el coronel le había asestado una patada con todas sus fuerzas, pero fue como patear a un mástil. La guardiana real reviró el ataque con el mangual y obligó a Katafracto a huir. Ella lo atacó y él creyó encontrar un momento ideal cuando evitó el golpe. Retrocedió y lanzó su hacha hacia la frente de ella, quien esquivó sin esfuerzo y el hacha se perdió bajo la lluvia. Ella lanzó otro golpe con el filo del palo. Armaedón, desarmado, lo recibió de lleno en el pecho.
Perdió el aliento y se preparó para recibir otro golpe de Fembala. Un rayo de energía denso y delgado impactó la armadura de la mujer empujándola hacia atrás. Había sido Ib Ging, quien apareció al lado de Katafracto. De su cuerpo emanaba ese vapor azul que lo envolvía como una coraza de aire y suavizaba los impactos. En su mano izquierda tenía empuñada una daga, era la primera vez que Katafracto la veía. Su hoja era blanca y mate, impoluta como la luna. Sintió que el tiempo pasaba lentamente. Apenas habían pasado dos segundos cuando Ib Ging lanzó una vena eléctrica contra Fembala. Pero ella lo recibió sin detenerse. El hechicero saltó hacia ella. Desde la punta de su daga centellaban chispazos que impactaban inútilmente contra ella, quien propinaba golpes con sus manos desnudas y mortales. Faltaban tres.
La envoltura mágica funcionaba como debía y el hechicero era lanzado como un muñeco de trapo. Pero no duraría mucho más.
Fembala miró de reojo a Casandra durante un instante y pateó a Ib, intentando lanzarlo al precipicio. Pero los siete segundos habían pasado. El tomahawk la golpeó de lleno en el cuello. El hechicero aprovechó la oportunidad y clavó la punta de la daga en una hendidura de la armadura. Un estallido de fuego salió de su peto y la guardiana maldijo con fuerza. No se permitió caer y saltó hacia el hechicero. Lo asió de una pantorrilla y lo sacudió en el aire, azotándolo en el piso como a un látigo, hasta que el vapor desapareció por completo y siguió, hasta que lo dejó tirado, asfixiándose en bocanadas de su propia sangre. En el otro extremo del techo estaba Casandra empuñando una espada ropera. Fembala fue hacia ella con respiración jadeante y recogió su arma.
—Cassandra, tira a la rebelde. Así no mancillarás tu apellido.
Cassandra Quebrantahuesos estaba confundida y aterrada pero no bajó el filo de su espada. La guardia reaccionó violenta ante la ofensa y de un manotazo la despojó de su arma.
—Entonces muérete —Fembala amenazó, azotando el mangual, pero algo entorpeció el movimiento de la cadena. Detrás de ella estaba Armaedón Katafracto, frustrando el movimiento. Ya era más muerto que hombre. Forcejearon unos instantes. Fembala perdió la compostura y tiró con tanta fuerza que lo arrastró hacia donde estaba ella, cerca del precipicio. Arrojó el mangual al piso decidida a matarlo a puñetazos. Él se esforzaba en no recibir un golpe mortal, pero tropezó en el borde del edificio y resbaló. Ella estaba tan sumida en rabia que el impulso del golpe la hizo perder el equilibrio y cayó detrás de él. Armaedón apenas pudo sujetarse del filo con las magulladas manos. Ella hizo lo mismo, pero en una de sus piernas. Comenzó a escalar como una rata que lucha por no ahogarse. Para cuando iba por su espalda, la silueta de Cassandra se asomó y la rana en su hombro lanzó su lengua como una cuerda y la paralizó. Ella aprovechó para clavar su espada a través de uno de sus ojos y continuó en línea recta hasta que descansó el filo en el corazón de Fembala, quien cayó como un bulto inerte a las olas rompían furiosas contra rocas. Las entumidas manos de Armaedón no aguantaron más y se soltaron. Cassandra alcanzó a sujetarlo, pero se resbalaba entre sus dedos. Katafracto miró hacia abajo. Manantial de espuma de carmesí. Quiso creer que todo saldría bien, pero el guante se deslizó entre las manos de Casandra. La caída le arrebató el aliento y las olas furiosas se iban acercando cada vez más y más.
Otra tormenta fría y gris azotaba la ciudad. No era extraño. Siempre llovía en su cumpleaños. Lo raro es que esa lluvia otoñal parecía golpear con saña los tejados rojos de Carlin. Armaedón Katafracto regresaba a su casa con resignación y sin prisa. Ya estaba empapado. Ya lo habían derrotado. Nada podía ser peor.
Cuando llegó al viejo edificio de cantera donde tenía su modesto apartamento, escuchó el mar rugir con furia. Sólo unas cuantas calles lo alejaban de la costa. Mientras subió las escaleras pensó que, si el mar se desbordaba y lo arrastrara hacia sus profundidades, no haría nada para evitarlo. Hoy no estaba de humor ni para luchar por su vida.
Llegó hasta su casa. «Harbour Flat No. 23» rezaba una antigua placa de cobre, ya enverdecida por los años. Metió la llave a la cerradura y la giró. El viento helado recorría de extremo a extremo la pequeña pieza en la que apenas cabían una vieja cama, un escritorio atiborrado con libros, cuadernos y hojas sueltas, un ropero apolillado, una estufa de butano y una mesa con dos sillas. El taburete que tenía junto a la ventana, en el que por las tardes se sentaba a fumar, estaba ocupado por un sujeto que miraba hacia el mar perdido en una ensoñación.
—Me alegra que regreses, pero no esperaba que lo hicieras tan pronto. Dime —carraspeó antes de preguntar— ¿te acusó la mujer?
Armaedón Katafracto emitió un gruñido malhumorado. Se quitó la capa empapada y la colgó en un perchero para que estilara sobre un balde. Se quitó también el uniforme empapado y lo exprimió antes de colgarlo. Hacía un viento frío que le erizó los cabellos del brazo. Si algo sobraba en esa habitación eran ventanas, había cinco en total. Desde ellas se podía ver el castillo, el puerto, el ayuntamiento y la catedral. Se colocó ropas secas antes de quitar los postigos de una, la que daba al puerto, que era la única por la que no entraría agua, y puso un cigarrillo entre los dientes.
—Ahora ella es la menor de nuestras preocupaciones —respondió severo, mientras se tentaba el pantalón inútilmente en búsqueda de cerillos—. ¿Cómo sigue tu hombro?
—Mucho mejor —trazó un semicírculo en el aire, para terminar con un tronido mórbido de la articulación que le arrancó una mueca de dolor.
—Ezra vendrá esta noche —dijo con seguridad—, le pediré que te revise.
—Me gustaría, pero me temo que esta noche también debo salir.
—Déjalo ya —respondió Katafracto, exasperado—. Hoy se desplegarán el doble de vigilantes. Anoche fueron degolladas dos tenientes de Clúster y uno de los Carniceros. Por la mañana el pánico ocasionó un motín en sus dormitorios. La Reina lo tomó muy mal y estalló de nuevo... Y tú, ¿qué has estado haciendo?
—Nada realmente. Me he pasado el día viendo cómo la lluvia moja al mar. Encontré tus pepitas, son de Ab’dendriel ¿verdad? —El joven señaló a un bote de basura junto al escritorio que estaba rebosante con cáscaras. Armaedón levantó la tapa de la vasija donde las guardaba, estaba vacía. Jaló un cajón del ropero y desató un saco viejo. Eran al menos cincuenta bolsas llenas, muy compactas. Rellenó el recipiente. Tomó una cajetilla de cerillos junto a la estufa y regresó a su ventana. Las nubes negras y grises hacían parecer que ya era de noche, pero el reloj apenas marcaba pasadas las cuatro de la tarde. Miró hacia la calle. El empedrado había desaparecido, en su lugar había un arroyo tumultuoso que arrastraba ramas, viales vacíos, botellas, cubetas, y demás basura, seguramente a lavarse al mar.
—Hubo un imprevisto —confesó pesaroso cuando ya llevaba la mitad del cigarro. Ib lo miraba atento con esos ojos verdes y grandes. Un trueno retumbó en el cielo y pareció sacudir los cimientos del edificio—. En su exabrupto, la Reina ordenó comenzar los preparativos para marchar. Constanza le levantó la voz frente a todos. Eloisa perdió los estribos y la relevó como Ministro de Poesía. Nos sacaron a punta de lanza. Estamos fuera de la jugada, Ib...
—¿Dónde está Constanza? —Preguntó llevándose otra pepita a la boca.
—Se fue a encerrar en el ayuntamiento. Intenté acompañarla, pero me ordenó que la dejara en paz. No sé si saldremos de esta, pero si fallamos a esta altura...
—Estallará una guerra larga y sangrienta —completó Ib—. Constanza es muy lista ¿por qué haría algo así?
—Pasa demasiado tiempo con la Reina, quizá la enfermedad es contagiosa...
—Quizá haya algo que aún se pueda hacer... sólo tenemos que...
Su voz disminuyó hasta volverse silencio. Las gotas arreciaban por momentos. Quedaron sumergidos en un pensamiento profundo. No fue hasta que un pájaro se abrió entre la densa cortina de gotas heladas y se posó en el alfeizar de la ventana, cerca de Katafracto. Era un búho negro de ojos anaranjados y duros que Armaedón conocía desde muchos años. En su pata había una carta atada con una hebra de cabello dorado. Tras leerlo, de inmediato se colgó la capa que aún escurría.
—Tengo que ir al Ayuntamiento. Al parecer hay una orden para encarcelar a Constanza.
El hechicero saltó del banco y lo siguió sin preguntar. La terraza del edificio estaba resbalosa. Armaedón Katafracto se dio cuenta no podían ir por la calle principal. Toda la gente estaba refugiada en sus casas y un par de extraños bajo la lluvia desatarían sospechas de inmediato. Cerró los ojos e intentó concentrarse. Tras un inmenso esfuerzo se hizo dueño de su respiración y llevándose ambas palmas a las piernas recitó utani hur y ambas se iluminaron por un instante con un brillo azul. El hechicero lo imitó. Descendieron por las paredes con la agilidad de un par de ardillas. Todavía con fuerza en las piernas corrieron unas cuantas cuadras hacia un pequeño lago lleno de árboles y plantas que marcaba la frontera entre las calles Harbour Lane y Magician’s Alley.
—La ruta más corta es esta —levantó la tapa de un resumidero por el que caía una cascada de agua sucia hacia la completa oscuridad. Ib siguió la indicación y Katafracto se arrojó también por la rampa de ladrillo.
La lluvia penetraba incluso las alcantarillas de Carlin. No bastaba con el agua que caía por los ductos, sino que también escurrían gotas filtradas por los arcos del techo. Las canaletas centrales estaban desbordadas y en algunos segmentos el agua pestilente les llegaba hasta las rodillas, Ib tropezó varias veces sin llegar a caer. Armaedón Katafracto lo notó. A estas alturas, un tropiezo simple les podía costar la vida, así que sacó una antorcha de su gabardina. La sacudió hasta quitarle el exceso de agua y acercó una cerilla que se encendió a pesar de estar mojada, la apagó soplándola y la volvió a guardar en su cajetilla repleta. La capa de cera que recubría la antorcha facilitó la ignición. Corrieron de lleno hacia el oeste y tres veces encontraron rastros de soldados vigilando las alcantarillas. Maldijo en silencio a Cassy Bonebreaker, la menor de las Bonebreaker. Un mes atrás, recorrer las alcantarillas, para los experimentados, era lo más fácil del mundo porque nunca había vigilantes. Pero eso había cambiado hacía apenas una semana. Cassandra había sido propuesta por sus hermanas para esta tarea. La Reina aceptó de inmediato, pues la valentía y entrega de las Bonebreaker era bien conocida en todo el reino. Ninguno de los encargados previos se había tomado el trabajo muy enserio por considerarlo indigno. Katafracto e Ib Ging habían experimentaron en carne propia un ejemplo de la dureza de la nueva encargada, pues dos noches atrás, hubo una redada en el bar clandestino de Karl, su favorito. Era famosa entre mafiosos, asesinos, herejes, ácratas y otra escoria, pero vendían la mejor cerveza de todo Tibia y no había tenido problemas con los encargados anteriores, hasta que llegó ella. Tuvieron mucha suerte salir ilesos, pero el Coronel Katafracto tenía la certeza de que ella lo había visto y por el honor de su apellido, sabía que lo delataría ante la Reina. Pero no había hecho falta, la Reina lo había expulsado y ella no había intervenido en absoluto.
La energía de los pies de Katafracto disminuía paulatinamente y con ella su velocidad. Ya no era ágil como un venado, sino como una persona cualquiera. Ib, venía detrás de él y parecía aún rebosante de energía, pero se acopló al paso de su compañero. Maldijo en su interior la facilidad que tenían los hechiceros para lanzar conjuros.
—El ayuntamiento antes era el fuerte de un gremio, tiene puertas muy resistentes —dijo mientras seguía avanzando a paso firme—. Si Constanza las cerró bien, incluso cincuenta soldados tendrían problemas para entrar. En el patio hay un estanque con otro resumidero por el que podremos escalar, era una salida de emergencia, la usaremos al revés —Katafracto se sintió obligado a explicarle al hechicero—. Es mucho más estrecho e inclinado. Será bastante complicado y no sé si con tu hombro así puedas escalar.
—Por mí no te preocupes, ya me las ingeniaré. Parece que conoces muy bien las alcantarillas de Carlin. Mejor apaga la antorcha, así nadie nos verá —sugirió Ib, altanero y remató con una pregunta indiscreta. —¿Qué más decía el mensaje de Constanza? ¿Por qué la van a encarcelar?
Katafracto se detuvo ante una trisección del camino. Él no necesitaba antorchas, podía moverse en esas alcantarillas incluso en completa oscuridad. Entrecerró los ojos rasgados y respondió exasperado.
—En los dos días que llevas en Carlin me has dado información a cuenta gotas. Evades la mayoría de mis preguntas y en cambio tú no haces más que pedirme que te explique todo. Sé que diriges un clan que no aparece en ningún registro público. Sé que no profesan lealtad y siempre ofrecen sus servicios al mejor postor. Sé que tú y dos de tus miembros están en la lista roja de Carlin. Tú por la Reina Eloisa y los otros dos por esos imbéciles de Clúster. Lo que desconozco es por qué Constanza me pidió con tanta urgencia que fuera a contactarte a Thais y que cumpliera tus peticiones con tal de que nos ayudaras. Arriesgué mucho para devolverte a tu amigo y arriesgo demasiado contigo aquí, si nos atrapan me juzgarán como conspirador. Quizá será mejor que me dejes hacer esto solo. Después de todo, proteger a Constanza es mi trabajo, no el tuyo.
—Lo siento, pero debes reconocer que eso es lo que están haciendo tú y ella: conspirando —aclaró el hechicero encogiéndose de hombros—. Y si no he sido del todo claro contigo es porque hasta hoy tú eras parte del consejo de la Reina y recuerda, soy neutral. Quiero evitar la guerra, respeto tus ideales, pero no los comparto. Ahora que te quedaste sin trabajo ya no tengo por qué esconderte nada. Escucha, te ayudaré a proteger a Constanza, pero sólo si me lo permites.
Ib extendió la mano. Armaedón la estrechó con firmeza y apagó la antorcha. Con la oscuridad había recuperado la calma y volvieron a correr valiéndose del hechizo. Con lo que no contaron era que, dos pares de ojos se percataron cuando se apagó la antorcha y como dicta el protocolo, fueron a avisar de inmediato a su supervisora.
El aliento del hechizo fue suficiente para que, tras unos pocos minutos, llegaran al lugar. Se trataba de un desagüe que nutría una intersección con una violenta corriente. Armaedón saltó y se asió de un ladrillo saliente y destrabó la compuerta de metal para lanzarla al agua, subió una de sus piernas a la pared y comenzó a escalar a contracorriente. Se le soltó una mano y casi era arrastrado por el agua, pero continuó avanzando con chorros cegándolo y metiéndosele a la boca.
Ib imitó los movimientos de Katafracto lo mejor que pudo. Ambos subieron con lentitud por un túnel negro que parecía no tener fin. De cuando en cuando caían ramas y piedras que los hacían perder el equilibrio, pero lograron asirse firmemente. Había que tentar bajo el agua entre el barro y los parches de concreto para buscar dónde apoyarse. En ningún momento podía relajar la tensión en sus piernas ni brazos, que eran esenciales para no ser arrastrados como basura. Bastó con apoyar todo su peso en la piedra que recién había sujetado para que esta se soltara y fuera arrastrado hacia abajo. Embistió a Ib, pensó que lo llevaría consigo y ambos tendrían que volver a empezar, pero cayó solo.
Era como un tobogán en el que se golpeaba mientras descendía. La corriente lo escupió a la canaleta, como a un desperdicio. Salió de la canaleta y tosió el agua que había tragado, haciéndolo ver destellos fosforescentes. Fue derribado de una patada y un pisotón en el pecho le impidió levantarse. Alguien encendió una antorcha. Además de quien lo mantenía en el piso, había otro guardia con una lanza apuntándole a la garganta. Detrás de las soldados y sosteniendo la antorcha con la mano izquierda estaba Cassy Bonecrusher, que, aunque veinte años menor que la primogénita, tenía esa misma mirada fuerte e inquisitiva presente en todas las hermanas.
—Tú y yo vamos a hablar —tenía la voz dura. De una patada lo puso de costado. Y fue maniatado con facilidad pues no opuso resistencia ni cuando le quitaron las armas. —Juro que te vi hace tres días en la redada. No sé cómo despareciste, pero estoy segura de que eras tú. Me dijeron que estabas platicando con un forastero. Confiesa ¿para quién trabajas?
Una guardia lo alzó en peso y ella lo tuvo de frente. Estaba furiosa, su nariz exhalaba sonoramente. Katafracto no lo había notado, pero la comandante tenía una rana verde colgada de su hombro.
Después de medio minuto, habló:
—Si tan segura estás de que era yo ¿por qué no me delataste ante la Reina? —Respondió altivo.
El atrevimiento del rehén la hizo enfurecerse aún más y le dio un puñetazo en el abdomen. Katafracto perdió el aliento.
—Llévenlo a la prisión —ordenó. —Haré un informe. Creo que después de hoy no habrá duda de su rebeldía. No tardarán en ahorcarte a ti y a esa maldita.
Cuando los guardias halaron las cuerdas de las manos de Armaedón, se percataron de que el nudo se había aflojado. El coronel de una patada en las pantorrillas derribó a la de la lanza. Tomó la lanza y con el regatón asestó un golpe en la cabeza que desmayó a la que intentaba levantarse. Saltó hacia la de la boca sangrante y la amenazó con el filo de su mano en la nuca. Corrió hasta donde estaba Cassandra para intentar amagarla, pero no contó con que la rana saltaría hacia él y le dio un lengüetazo. Después de eso perdió el control de su cuerpo y no pudo evitar caer al piso sin poder levantarse.
La antorcha amenazaba con apagarse. Cassy Bonebreaker había empuñado con precisión una espada ropera en su mano derecha y apoyó el filo justo a la mitad del cuello de Armaedón.
Sintió el aguijón mordiéndole la piel.
—Me harté de ti —clavó la punta. Imprimió más fuerza y manó un hilo grueso de sangre. Reviró cuando escuchó caer algo desde la cascada hasta el canal central de la alcantarilla. Armaedón pudo distinguir el escuálido cuerpo del hechicero entre el agua. —¿Y tú quién carajo eres? ¡Sal de ahí con las manos en alto o mato a este traidor!
Ib salió escurriendo chorros y tosiendo con violencia.
—Las manos arriba o te juro que lo mato —Ib hizo caso tan pronto como la tos se lo permitió—. Él es el otro sujeto que estaba contigo en el bar. ¿Es un espía de Thais? Eres una vergüenza, Katafracto. Debería matarte en este mismo momento. La ley me lo permite.
—Hazlo. Si lo que necesitas para matarme es permiso, tienes también el mío—respondió desafiante. Ella ardió de coraje una vez más, tenía el rostro congestionado de furia.
—No lo haré hasta que me respondas ¿por qué tienes que estar en todas partes? —Hundió un centímetro más la punta de la espada y luego la sacó de golpe, estaba furiosa. Con los ojos dio una orden a la rana y esta saltó para darle un lengüetazo por la espalda a Ib. Quien cayó de rodillas, sosteniéndose únicamente con una de sus manos. —Tú me vas a explicar qué está pasando. Ya no se puede confiar en nadie ¡Ni siquiera en la Reina! Hay conspiraciones por todas partes. ¡La ciudad se está yendo a la mierda por ustedes! Te ordeno que me digas todo lo que sabes. Quiero proteger a mi pueblo de cualquier manera y maldita sea, me asignan a cuidar estos laberintos subterráneos mientras arriba se traman guerras que sólo traerán muerte y dolor y yo no puedo hacer nada —una lágrima de rabia escurrió por su mejilla y Armaedón comprendió que no todo estaba perdido. En ella yacía el coraje carliní del que tanto se hablaba en la formación marcial. Buscaba el bien para su ciudad amada bajo cualquier circunstancia, pero no era más que un peón ciego.
—Eloisa está enloqueciendo desde hace años. Y tú lo sabes. —Respondió sin vueltas. —Se muestra cruel y violenta ante la menor provocación, ve cuchillos en cada pared y amenazas por todas partes. No duda en enviar espías a otra ciudad u ordenar claras acciones de guerra. Lo que Constanza busca hacer es relevarla de sus funciones por el bien del Reino.
—Sé que no parece, pero estamos intentando detener la guerra —terminó de responder Ib, de pie y con las manos en alto—, la mayoría de los clanes que la rodean sólo buscan beneficios económicos. Nosotros sólo intentamos que no se derrame sangre inocente.
Parecía que la paladín no sabía a dónde apuntar su espada.
—Vamos —dijo Armaedón extendiéndole la mano con toda su fuerza—, ayúdanos a detener la masacre que se avecina... Hazlo por Carlin.
Ella no estaba segura de la razón que la impulsó a hacerlo, pero la estrechó. De uno de sus bolsillos del cinturón sacó un gotero y dejó caer tres gotas en la boca de Armaedón, quién recuperó el control de su cuerpo.
—Pero me tendrás que explicar todo. Con detalles —aclaró Casandra.
—Lo haré en su debido momento, ahora debemos darnos prisa. Constanza está en grave peligro.
Ib señaló hacia el extremo de una cuerda verde fosforescente que salía del desagüe y bailaba con la cascada, como una serpiente ante la canción del agua.
Ib saltó para sujetarse de ella. Armaedón y Cassy lo hicieron en ese orden.
La cuerda mágica era tan larga como el desagüe. Su textura era mucho más cómoda y firme a la sujeción que una cuerda normal. Subir les costó, fue complicado, pero mucho más sencillo que la primera vez. Salieron al ayuntamiento por el estanque que estaba al centro del patio. No había señales de combate por ningún lugar. Había soldados en la entrada, lo sabían pues estaban gritándole a Constanza que se entregara. Armaedón se alegró al ver la luz encendida en la oficina y corrió hacia allá.
Subieron por unas escaleras en que en las paredes tenían viejos y heroicos murales que representaban las batallas más emblemáticas que habían dado forma a la ciudad que era hoy. Todas hablaban de guerra y muerte. Ese es el alimento de los reinos y esos murales representaban verdadera cara del Reino ¿cómo osaba intentar privar a Carlin de sus más profundas necesidades de sangre?
La puerta de la oficina ni siquiera estaba cerrada. Había dos candelabros encendidos que proyectaban confusas sombras en la pared, pudo ver a los tres sujetos que esperaría que estuvieran con Constanza en estos momentos de crisis. Ella miró a Katafracto como nunca, había pánico en su rostro pálido que abanicaba frenéticamente. Siempre presente, el Capitán Greyhound fumaba un habano recargado en un escritorio, tenía el semblante sombrío y firme. Légola y Padreia estaban atentas a los gritos de los soldados desde la puerta.
—Se están hartando. Traerán un ariete y derribarán la puerta —afirmó Légola, viendo a la ventana.
—Supe que hay una orden para encarcelarte —le dijo Katafracto a Constanza. —Tenemos que huir de inmediato.
—Por todos los cielos ¿encarcelarme dices? ¡Lo que quieren es matarme! —Estaba dando vueltas histéricamente. Por fin reparó en la cara de los dos acompañantes de su guardaespaldas. —¿Qué está haciendo ella aquí?
—Está de nuestra parte ahora. Vamos Constanza. Tenemos que salir de inmediato. Vayamos por las alcantarillas.
—¿Crees que no le hemos insistido? —Preguntó Padreia, exasperada. —La necia dice que está dispuesta a pagar la falta con su vida si se trata de dar un ejemplo.
—Esa es una idea muy estúpida y nunca ha funcionado —señaló Ib Ging y todos menos Constanza lo miraron de reojo.
—Parece que Constanza también perdió la razón y ya no le importa la causa. No le bastó el espectáculo que dio hoy por la mañana —afirmó Légola con tono agrio y miró a Katafracto—. Al parecer no sabes por qué la quieren encarcelar. La exministra de Poesía abofeteó a la Reina.
Armaedón sintió como si tuviera una daga de hielo clavada en el cuello. ¿Cómo podía Constanza haber hecho una estupidez de tal magnitud?
—Se lo merecía —dijo sin reparo—, dijo que no le importaba ver muerta a la mitad del reino con tal de saber que su hermano también sangraría. Si tantas ganas tienen de salir corriendo váyanse ustedes. Aquí me quedaré —un disparo como de cañón los interrumpió.
—Llegaron los arietes —dijo Légola aterrada y se fue asomar. La jefa de los paladines se acercó a la ventana y su cara le volvió casi transparente. —No es ningún ariete, ¡es Fembala! Rápido —gritó— ¡Váyanse por los talleres! Padreia, no nos queda otra opción.
La dirigente de los druidas cerró los ojos y pronunció un hechizo del que Armaedón sólo había escuchado hablar. Las palabras que emitió se volvieron luciérnagas que la envolvieron y transformó su apariencia en una réplica de Constanza.
—¡Largo de una vez! —Ordenó imitando su voz y fue como si la original hubiera hablado. Salieron por una puerta contigua. Constanza tuvo que ser arrastrada por Ib y Cassy. Cruzaron los distintos talleres del ayuntamiento.
—¡Suficiente! —Constanza se soltó y no dio un paso. —Armaedón, tienes que huir tú. El hechizo de Padreia sólo engañará a los tontos y vendrán por nosotros, yo no tengo la agilidad que tienen ustedes. Cometí un crimen y estoy dispuesta a pagarlo.
—Te van a cortar la cabeza y sin ella el Reino se hundirá.
. Acarició la mejilla de su guardaespaldas con un cariño casi maternal.
—Ustedes deben de salir de aquí y pasar mi mensaje, la luz de mi antorcha. Hazlo por mí. Mi vida será una señal de unión para mostrar lo enloquecida que está Eloisa.
Los rodeó con sus brazos cariñosamente y tras acercarse, le susurró «feliz cumpleaños». Katafracto estaba petrificado. Ella nunca lo había felicitado en su cumpleaños. Sintió un sentimiento extraño y su pecho congestionado. En cualquier otro momento la hubiera abrazado, pero no esta vez.
—Constanza... tú eres la dirigente de un movimiento que reformará al Reino, no eres un mesías ni una víctima —le respondió con calma y de un potente golpe en la nuca la hizo desmayarse. La cargó en los hombros y echaron a correr, ahora había docenas de soldados de la Reina buscándolos por todas partes, pero no había rastros de la temible Guardia Real. Escapar por las alcantarillas era impensable. Sólo había un camino restante, el más riesgoso. Subieron hasta el techo del ayuntamiento en búsqueda de otra alternativa. Llegaron a la azotea. Desde esa altura se podía ver toda la ciudad, pero la lluvia era tanta que apenas podían distinguirse los edificios contiguos. Las ráfagas de viento eran como látigos mojados y apenas podía abrir los ojos sin lastimárselos.
Necesitaban salir y el único camino era saltar hacia el oeste. Armaedón le pidió a Ib Ging la cuerda mágica y la ató a una de sus jabalinas. Corrió por el techo y la lanzó lo más fuerte que pudo hacia el oeste, con la esperanza de que hacer un puente entre el edificio de al lado. El arma cruzó por los aires, pero no logró incrustarse y cayó al mar, hundiéndose junto con sus esperanzas.
—¡Vienen por la escalera! —Advirtió Casandra. Armaedón miró el embravecido mar que se había tragado la jabalina. Las olas violentas azotaban las enormes piedras depositadas en los cimientos del ayuntamiento. Saltar al vacío parecía su última salida, pero antes de proponerlo alguien se asomó por las escaleras.
—¡Alto ahí! —Gritó una voz que lo aterrorizó. Era Fembala. La persona más fuerte que había conocido. Una guerrera feroz, inteligente y violenta. Tenía el pelo rojo y recortado a la altura de los oídos. La protegía una armadura dorada y resplandeciente, aun durante la tormenta. En su mano sostenía un mangual que todo habitante de Carlin temía. Se decía que esa arma mítica fue fabricada por los cíclopes. El mango medía lo mismo que un crío de siete años y sólo ella tenía la fuerza para blandir un arma de proporciones titánicas.
—Entréguenme a esa traidora y seré rápida al matarlos. Si no, los arrastraré vivos al calabozo para despellejarlos con calma.
Fembala estudió los rostros de los cuatro, parecía que los había reconocido a todos, incluyendo a Ib. Se maravilló ante el cuerpo fláccido de Constanza en el suelo.
—Un traidor, un espía tuerto —carcajeó grotescamente— y mira nada más, si no lo viera con mis propios ojos, no lo creería. Pensaba que la lealtad de las Bonecrusher era inquebrantable.
Katafracto y el hechicero se interpusieron en una posición defensiva.
—Muéstrame la orden de arresto —exigió Armaedón.
—Estoy aquí porque es mi deber protegerla. Constanza hizo algo que no tiene nombre y les puedo asegurar que cuando la Reina despierte me pedirá su cabeza. Estoy acelerando las cosas.
—Fembala —Katafracto alzó amenazante su hacha—, viniste por Constanza sin respaldo legal. Puede que ya no sea Ministro de Poesía, pero por orden directa de la Reina, sigo siendo su guardaespaldas y la voy a proteger, incluso de ti.
—Me acabas de dar la excusa perfecta para romperte el cráneo.
Fembala blandió su mangual con la fuerza de un Behemoth y Katafracto sintió un cosquilleo en las rodillas después del temblor. La bola de acero con púas siseó en el aire, formando un remolino que parecía repeler la lluvia. Lanzó un golpe lateral hacia los cuatro. La cadena creció inesperadamente, como si se le hubieran adherido eslabones, pero Ib contrarrestó el ataque con un púlsar y el arma desviada, melló el piso. La bola fácilmente los podría partir en dos. Katafracto había esperado para lanzar dos jabalinas hacia la guardiana real, pero ambas rebotaron en su armadura.
Mientras giraba en el aire, Ib Ging lanzó una muralla de fuego desde sus pulmones y la cortina ardiente envolvió a Fembala. Katafracto se apresuró hacia ella, había empuñado su hacha en la mano derecha. Antes de que Fembala pudiera darse cuenta el coronel le había asestado una patada con todas sus fuerzas, pero fue como patear a un mástil. La guardiana real reviró el ataque con el mangual y obligó a Katafracto a huir. Ella lo atacó y él creyó encontrar un momento ideal cuando evitó el golpe. Retrocedió y lanzó su hacha hacia la frente de ella, quien esquivó sin esfuerzo y el hacha se perdió bajo la lluvia. Ella lanzó otro golpe con el filo del palo. Armaedón, desarmado, lo recibió de lleno en el pecho.
Perdió el aliento y se preparó para recibir otro golpe de Fembala. Un rayo de energía denso y delgado impactó la armadura de la mujer empujándola hacia atrás. Había sido Ib Ging, quien apareció al lado de Katafracto. De su cuerpo emanaba ese vapor azul que lo envolvía como una coraza de aire y suavizaba los impactos. En su mano izquierda tenía empuñada una daga, era la primera vez que Katafracto la veía. Su hoja era blanca y mate, impoluta como la luna. Sintió que el tiempo pasaba lentamente. Apenas habían pasado dos segundos cuando Ib Ging lanzó una vena eléctrica contra Fembala. Pero ella lo recibió sin detenerse. El hechicero saltó hacia ella. Desde la punta de su daga centellaban chispazos que impactaban inútilmente contra ella, quien propinaba golpes con sus manos desnudas y mortales. Faltaban tres.
La envoltura mágica funcionaba como debía y el hechicero era lanzado como un muñeco de trapo. Pero no duraría mucho más.
Fembala miró de reojo a Casandra durante un instante y pateó a Ib, intentando lanzarlo al precipicio. Pero los siete segundos habían pasado. El tomahawk la golpeó de lleno en el cuello. El hechicero aprovechó la oportunidad y clavó la punta de la daga en una hendidura de la armadura. Un estallido de fuego salió de su peto y la guardiana maldijo con fuerza. No se permitió caer y saltó hacia el hechicero. Lo asió de una pantorrilla y lo sacudió en el aire, azotándolo en el piso como a un látigo, hasta que el vapor desapareció por completo y siguió, hasta que lo dejó tirado, asfixiándose en bocanadas de su propia sangre. En el otro extremo del techo estaba Casandra empuñando una espada ropera. Fembala fue hacia ella con respiración jadeante y recogió su arma.
—Cassandra, tira a la rebelde. Así no mancillarás tu apellido.
Cassandra Quebrantahuesos estaba confundida y aterrada pero no bajó el filo de su espada. La guardia reaccionó violenta ante la ofensa y de un manotazo la despojó de su arma.
—Entonces muérete —Fembala amenazó, azotando el mangual, pero algo entorpeció el movimiento de la cadena. Detrás de ella estaba Armaedón Katafracto, frustrando el movimiento. Ya era más muerto que hombre. Forcejearon unos instantes. Fembala perdió la compostura y tiró con tanta fuerza que lo arrastró hacia donde estaba ella, cerca del precipicio. Arrojó el mangual al piso decidida a matarlo a puñetazos. Él se esforzaba en no recibir un golpe mortal, pero tropezó en el borde del edificio y resbaló. Ella estaba tan sumida en rabia que el impulso del golpe la hizo perder el equilibrio y cayó detrás de él. Armaedón apenas pudo sujetarse del filo con las magulladas manos. Ella hizo lo mismo, pero en una de sus piernas. Comenzó a escalar como una rata que lucha por no ahogarse. Para cuando iba por su espalda, la silueta de Cassandra se asomó y la rana en su hombro lanzó su lengua como una cuerda y la paralizó. Ella aprovechó para clavar su espada a través de uno de sus ojos y continuó en línea recta hasta que descansó el filo en el corazón de Fembala, quien cayó como un bulto inerte a las olas rompían furiosas contra rocas. Las entumidas manos de Armaedón no aguantaron más y se soltaron. Cassandra alcanzó a sujetarlo, pero se resbalaba entre sus dedos. Katafracto miró hacia abajo. Manantial de espuma de carmesí. Quiso creer que todo saldría bien, pero el guante se deslizó entre las manos de Casandra. La caída le arrebató el aliento y las olas furiosas se iban acercando cada vez más y más.